jueves, 17 de julio de 2008

Una noche de premios y narraciones

El miércoles en la noche, uno a uno, fueron llegando a la Biblioteca de la Universidad Central sede centro, los estudiantes del Taller de Escritores (TEUC) 2008. En sus caras escondían esa sonrisa maliciosa que disfrazaba el nerviosismo, la expectativa y las ganas de saber cual había sido el fallo del jurado sobre el concurso interno de cuento. El 16 de julio de 2008 fue para muchos el día en que iniciaron su experiencia como participantes de los concursos literarios, pero para otros fue un paso más en la rica experiencia de compartir ese tipo de eventos.

En cajas de cartón, para mantener la expectativa, llegaron los premios a entregar por el Departamento de Humanidades y Letras de la Universidad a los cuentos ganadores, finalistas y preseleccionados por el jurado, que además se vieron enriquecidos por la donación de los libros Crónicas de guerras y guerreros y Suroriente hecha por el escritor y miembro del jurado Oscar Bustos. Los participantes del concurso se iban acomodando en cada una de las sillas, acompañados de sus compañeros y de preguntas que buscaban atisbar sobre el ganador.

Oscar Bustos, Aleyda Gutiérrez, Juan Antonio Malaver, Jairo Restrepo y Adriana Rodríguez, los miembros del jurado, fueron llegando con los profesores Oscar Godoy y Joaquín Peña. La mesa ya estaba servida, la premiación debía comenzar. El fotógrafo se ubicó en la parte de atrás del auditorio para incrementar los nervios de los asistentes con el enceguecedor flash.

Pero faltaban la piedra angular del Concurso y su poseedor: el fallo del jurado, e Isaías Peña, director del Departamento de Humanidades y Letras. Mientras tanto, murmullos, preguntas y respuestas en un nervioso sonsonete invadieron el ambiente; todos querían saber quién había ganado.

Los jurados ya se habían sentado en su lugar: cuatro sillas acomodadas frente a una pared como en una escuadra de fusilamiento para los culpables de algún tipo de crimen. Las miradas en silencio les escrutaban el resultado. Ellos hablaban entre sí, en principio, guardando las distancias protocolarias para el caso.

“Es mi intención que el Taller de Escritores toque el ejercicio de la libertad de la escritura, que sea la representación de lo que significa escribir”. Con palabras como estas, Isaías Peña dio inicio a una ceremonia inédita para el TEUC. Además, expuso los temas que suelen ser olvidados en los talleres de escritores y que no dejan de ser importantes: “La gaveta ha sido uno de los compañeros fieles del escritor. Cuando éste se demora mucho en escribir se vuelve neurótico. Por eso hay que buscar las salidas después de estar perdido en un laberinto”.

En un juego pedagógico se fueron leyendo los seudónimos y nombres de los cuentos ganadores. “Dada la construcción formal, el manejo del contenido y la propuesta novedosa, merecen ser resaltados como ganadores: "Alicia, el conejo y el espejo", firmado por Helena, correspondiente a la escritora Juliana Rojas; "El regreso", firmado por Rodans Ians, correspondiente al escritor Julián Andrés Torres; "La casa de las Geishas", firmado por Lucas, correspondiente al escritor Santiago Barrios. Según el fallo del jurado, el primer puesto había sido declarado en triple empate por los anteriores cuentos y fueron declarados finalistas seis cuentos más y tres preseleccionados.

“Igualmente, y por mayoría de votos, (el jurado) propuso como finalistas los siguientes seis cuentos: "El lápiz fantástico", de Gaia, correspondiente a Julieta Loaiza; "De vírgenes y santos", de Flor Lucía, correspondiente a María Helena Cuadros; "Versiones de Montaña", de Suttree, correspondiente a Andrés Díaz; "En el viejo escaparate", de Kóndoro, correspondiente a Juan Diego Valencia Martínez; "Caricia cubana", de Cachorro, correspondiente a Miguel Ángel Arévalo; y "El grito", de Martina, correspondiente a Cielo del Pilar Rubiano. Y como cuentos preseleccionados el jurado incluyó: "El taller y las muertes", de Incendiario, correspondiente a Sara Fernández; "Paulina en peligro", correspondiente a Guillermo Zúñiga; y "Todo lo que necesitas es amor", correspondiente a Oscar Nossa.

Entre aplausos y reconocimiento de cada uno de los compañeros y compañeras los escritores pasaron a recibir los reconocimientos del auditorio.

Antes de pasar a compartir una copa de vino cada uno de los jurados emitió su concepto acerca del primer concurso interno de estudiantes del TEUC. En general todos coincidieron en reconocer la calidad de los escritos, en rescatar el aprendizaje que obtiene el escritor de estos eventos y en felicitar a los participantes del mismo.

Finalmente, dos de los cuentos ganadores fueron leídos en público por sus autores.
Juan Diego Valencia M.

La casa de las geishas

Amanecí triste, ofuscado; con desasosiego, impaciencia y cansancio por el insomnio; con una sensación en el pecho casi dolorosa. Desilusionado por nada en especial, podía decirse sin exagerar que estaba deprimido. No sabía qué sucedía, me acosté entusiasmado porque pronto regresaría a mi casa, me encontraría con mi esposa y mis hijos a quienes no veía hacía una semana, ya que estaba trabajando en Los Ángeles. Tal vez se trataba de mi prolongada castidad involuntaria o simplemente ese era mi estado de ánimo usual, que en ocasiones se hacía más melancólico, en todo caso, me sentía mal.


Luego de mi última jornada laboral, al atardecer caminé por el bulevar Hollywood. Fue un paseo agradable, esa avenida tenía un aire conocido puesto que en muchas escenas del cine aparecían diversos aspectos de ella utilizados como escenarios. Me parecía interesante contemplar personas de todo tipo y nacionalidad con el trasfondo de almacenes variados, desde los más elegantes hasta los más modestos: unos comerciaban con ropa de moda, otros con artesanías de países exóticos o antigüedades relacionadas con películas y series de televisión, incluso algunos vendían instrumentos para sazonar el sexo casero. Al pasar frente al Teatro Chino, me entretuve observando la acera donde yacían firmas y huellas de varias generaciones de actores y actrices que se hicieron célebres en la industria cinematográfica de Hollywood.


Seguí caminando por un rato hasta que leí en una esquina: La casa de las geishas. Me detuve a preguntar de qué se trataba el lugar, el portero mejicano me explicó que era un restaurante, no un burdel. Entonces atravesé el largo túnel de la entrada, de tapete rojo combinado con muros y techo enchapados con espejos. Al final del trayecto me recibió una hermosa anfitriona anoréxica con vestido brevísimo, maquillada y peinada a la usanza de las geishas. Me preguntó con acento californiano si quería comer de una vez, escogí el bar y pedí al cantinero un whisky local: un bourbon doble en las rocas por favor, como los vaqueros de las películas. Entre tanto, contemplé el lugar exótico decorado al estilo japonés: constaba de un espacio enorme de varios pisos de altura con paredes pintadas de rojo carmesí y de negro el mobiliario, al fondo se oía la música inconfundible de Jamiroquai mientras la concurrencia lucía próspera, alegre y hermosa.


Antes de terminar mi primer trago, estaba aclimatado en ese lugar fabuloso y conversaba con mi vecino en el bar, siguiendo la tradición yanqui. Descubrimos que compartíamos la condición de ser ajenos a esa ciudad maravillosa y hablábamos con nostalgia sobre nuestras familias ausentes. Se trataba de un vendedor de productos para belleza que vivía en Chicago, quien también estaba en viaje de negocios, pero a diferencia de mi, esperaba a una amiga que pronto llegaría. En una pausa de la conversación fui a buscar el baño.


Al recorrer el lugar suntuoso vi a una rubia abundante que de inmediato me hizo pensar en mi amiga Adriana, a quien le dedicaba un cortejo platónico desde hacía varios años. Cuando me acerqué, noté que se trataba de Pamela Anderson en todo su esplendor, con su encanto de cortesana y la corona de espinas tatuada alrededor del brazo izquierdo. Quise aproximarme, pero detrás estaba su colosal guardaespaldas afroamericano vestido de negro, erguido con los brazos cruzados sobre el pecho cumplía a cabalidad con su deber de protegerla. Iba a decirle algo, Pamela parecía interesada, pero el escolta protector era más corpulento que yo y estaba en mejores condiciones físicas: me miró, me asusté y seguí de largo.


En el baño decorado acorde con el establecimiento asombroso pensé que al día siguiente volvería a mi hogar y jamás tendría oportunidad de estar de nuevo con Pamela Anderson. ¡Se trataba de una señal de los dioses! Fue cuando decidí correr el riesgo, entonces de regreso me detuve y le dije:


-Buenas noches señora Anderson. -Ella respondió cortés, mientras el gigante dirigía su mirada torva hacia mí, de todas maneras proseguí-: En mi país, tengo una amiga muy querida que se parece a usted. Un día se lo dije y se ofendió, le pareció que la insultaba por su pasado considerable.


A la opulenta rubia natural le pareció graciosa la anécdota, comentó que Adriana era una beata sudamericana que no imaginaba la fortuna que le generaba su dilatado prestigio planetario de mujer fatal. Entonces la invité a comer conmigo.


Mientras caminábamos hacia la mesa, tuve el privilegio de detallar sus piernas atléticas, su grupa bestial y su espalda desnuda. ¡Quién no perdería la cabeza por ese dorso! Nos ubicaron en el segundo piso al lado de la balaustrada, desde allí observábamos a los pobladores del salón de abajo, en el centro había una gran mesa redonda donde comían mientras conversaban felices las geishas estadounidenses que trabajaban en aquel lugar de fábula, naturalmente con la mujer que me había recibido hacía un rato.


Ante la mirada impávida del escolta nos deleitábamos despreocupados. Me enteré que se llamaba Dick, tan experto en artes marciales como en el empleo de armas convencionales; además era deportista, vegetariano, abstemio, homosexual y aspiraba a ser actor de cine, todo aquello sin contradicción aparente.


Ordenamos el lomo de Kobe, proveniente de los hatos del Emperador del Japón, servido con salsa agridulce al estilo oriental. Para la noble tarea de acompañar ese manjar escogimos una botella de vino potente y versátil proveniente de la uva zínfandel, cuyo origen podría estar en Hungría o Italia, pero su producción industrial empezó durante la fiebre del oro en Sonoma, justo allí, en el valle de Napa en California. Se trataba de un gran vino tinto: redondo, armónico, agraciado, balanceado, sedoso y con cuerpo. ¡Perfecto para enriquecer el almizcle de esa carne sagrada! Jamás me imaginé que ese viernes laboral terminaría así, la combinación del lugar, la compañía de la fascinante dama y la cena suntuosa me hicieron sentir como un cazador.


Me contó mi nueva amiga íntima que desde la maternidad sus prioridades cambiaron drásticamente, los años le dieron sabiduría, al igual que le restringieron las posibilidades laborales, estaba senil para el mundo del entretenimiento. En ella se operaron cambios fundamentales, verbigracia le surgió la afición por la lectura: en ese momento estaba embelesada con una obra de Bertrand Russell que la divertía porque con rigor invertió diez páginas de ese libro sobre lógica matemática para definir el número uno, la unidad.


Admiraba sus senos fastuosos que se me ofrecían por el escote del vestido mientras se me ocurría describir la imponencia andina. Embelesado con sus ojos felinos, sus labios gruesos y su cuello delgado, le conté que estudiaba indoeuropeo; reía encantada con la noción de que los idiomas europeos al igual que algunos de Irán, Afganistán y el norte de la India provinieron de una sola familia lingüística que existió hace unos seis mil años, poco después del descubrimiento de la fermentación, y el vino por supuesto.


Al concluir la cena inverosímil con una torta de chocolate que compartimos, viajamos en su carro de fabricación inglesa conducido por Dick hasta su casa en Beverly Hills. ¡Espléndida como todo lo de ella! Al llegar allí, primero se aseguró que sus hijos estuvieran dormidos, luego tomamos otro bourbon y continuamos nuestra conversación amenísima, hasta que por fin, sin saber cómo ni por qué me la encontré entre mis brazos; nos besamos con pasión y sin afán ni controversia, tampoco hubo promesas de amor eterno ni resistencia protocolaria; por último galopé con mi amante americana quien entre quejidos lúgubres suspiraba agradecida obscenidades en inglés. Di gracias a las divinidades por mi bilingüismo, jamás me había sido tan útil la lengua de Shakespeare. Esa noche comprendí el sentido de la globalización, entendí el afán por dominar el mundo, y dormí con ella como un bebé en su cama enorme, en su alcoba de princesa.


En la mañana, mientras ella se ejercitaba en el gimnasio de su palacete, Dick transmutado en mayordomo, me despertó con un desayuno frugal. En el hogar de Pamela la dieta siempre era natural y baja en calorías, la aterraba la obesidad. Al terminarlo me di una ducha prolongada en su baño amplio con vista al jardín. Seguidamente busqué a mi anfitriona, que venía versallesca, le di las gracias y me despedí, nos dimos un estrechísimo abrazo y le prometí volver pronto.


Por último, partí con el coloso. Camino al hotel, a recoger mi equipaje, pensé en lo que había sucedido. Estaba confundido, no sabía si era un recuerdo o, por el contrario, un sueño erótico producto de la ausencia prolongada de mi señora mezclado con el reprimido deseo de Adriana y el miedo a su atlético marido. Además ya no estaba tan triste como ayer, pese a que constataba una vez más la fragilidad del mundo del licor y el dolor de regresar a la vida corriente. Entonces decidí recordarlo todo una vez más narrándole mi dilema a Dick, ahora transformado en hermético conductor, quien luego de oír atento mi relato, respondió con sorna:


-Eso suele sucederle a los heterosexuales en presencia de la señora Anderson, por eso me escogió a mi para este trabajo.


Rápidamente respondí sin titubear:


-En cambio los heterosexuales nos entrenamos para la amnesia sobre cosas íntimas de pareja -respondí orgulloso, pensando que mis amigos jamás me creerían este episodio veraz-.

miércoles, 16 de julio de 2008

El regreso

EL REGRESO
RODANS IARAM

Las cosas así no se suelen recordar hasta que han pasado muchos años. Un día caminamos por alguna calle concurrida y el rostro de alguien nos trae a la memoria una imagen del pasado que creíamos haber olvidado o mejor dicho que ni siquiera pensábamos haber vivido. Fue así como recordé que durante el tiempo que viajé a España a seguir las pistas de la vida de Francisco de Orellana, vi a una joven en el aeropuerto, a punto de abordar, que se despedida de su familia. Todos hacían un círculo alrededor suyo y mirándola con una opaca alegría se acercaban a abrazarla con lágrimas en los ojos. La joven tenía un aire de triunfo y altivez, que ocultaba tras una mirada dulce y una expresión falsa de tristeza. Tenía las cejas pobladas y unos labios delgados como dos tiras de limón cortado y no sé porqué, pero me recordó a Wendy el personaje de la obra de teatro Peter Pan.



Cuando ya parecía que todos se habían despedido apareció, de pronto, un joven alto, delgado y no muy bien vestido que se acercó y la abrazó con fuerza durante varios minutos. Fue un abrazo emotivo y apasionado, tanto que mientras sus cuerpos se estrechaban parecían integrar una sola forma. Al separase el joven sacó un papel arrugado de color amarillo de un bolsillo de su pantalón y se lo entregó a la muchacha con un gesto romántico. Ellos siguieron cada uno por separado su viaje y yo seguí el mío. Jamás los volví a ver. Solo siguen existiendo en las vidas alternas que les invento.

Ya han pasado cinco años desde que me fui. A veces creo que fue una buena decisión otras en cambio que fue una completa estupidez. Dejar la universidad, a Arturo, a mi familia. Al principio creí que valía la pena, pero no, llego arrepentida y con las manos vacías. Si, algunos Euros, algunas buenas experiencias, una que otra imagen en mi memoria de paisajes que jamás había visitado, de culturas desconocidas, pero nada más. Nada valioso, nada representativo, nada que haya justificado abandonarlo todo. Y yo que me fui con tantas ilusiones. Australia es una ciudad sin aventura, una ciudad en donde pasan muchas cosas pero nada tiene que ver contigo. Es como si las cosas te pasaran por el lado, o te atravesaran sin dejar huella o dieran un gran rodeo para no toparse contigo. Nada Inquietante. Hasta los hombres son aburridos. Ninguno es buen amante; son lerdos y tontos en la cama. Los de mi país, en cambio, son apasionados, fogosos; por eso fue que te extrañe Arturo. Me muero de ganas de verte. No sabes la cantidad de veces que leí esa carta que me escribiste improvisada en un papel amarillo cuadriculado, no sabes cuanto lloré leyéndola ni cuantas veces me acaricié y dormí con ella para darme consuelo, para hacerme creer que estabas cerca, que estabas conmigo ¿me habrás esperado?, ¿habrás cumplido tu promesa?, confieso que intente olvidarte, que intente borrarme tus caricias con otros hombres, quería despojarme de tus besos, quería crear recuerdos más felices para que en los que tu estabas se tornaran tan solo ideas vagas; quería más aventura, pero solo encontré el tedio y la nausea. No sé como pensé que iba a desvanecer tu recuerdo con falsas caricias y palabras hipócritas. Además qué carajo esos australianos iban a borrarte sino te igualaban en nada, ni en lo original que eras en la cama ni en las cartas que me escribías, hasta me acuerdo de aquella canción que me compusiste y que me cantaste por teléfono un mes después de que me fui. Como era que decía... Ah si: “quisiera romper la fronteras que hay de Australia a Bogotá o poder teletransportarme y a cada minuto irte a visitar” es la canción más tonta que he escuchado, pero es la que más me gusta porque me la hiciste tú. Hay Arturo, tengo tantas ganas de abrazarte y de contarte todo lo que he sufrido este tiempo lejos de ti y mi casa. Me gustaba como me esperabas, el deseo intenso que sentías por mí y que parecía no se te acababa nunca. Solo una hora Dios. Una Hora y llegaré a mi país a mi ciudad y con mi gente, otra vez esa sensación de compañía y de apoyo y no la de soledad y abandono que tuve que soportar durante estos cinco años.

La hora llegó
Eso fue lo que se dijo cuando su radio lo despertó con una canción de Vallenato que recordaba habérsela dedicado cinco años atrás. Se levantó despacio con la intención de no despertar nadie y de que no se enterarán lo que pretendía hacer. Llamó por teléfono al aeropuerto y confirmó la hora de llegada del vuelo. Guardaba la esperanza de escuchar la palabra retrazo o cancelación, pero no, el itinerario seguía su curso normal. Se duchó y se vistió sintiendo como cada minuto que pasaba era una tenaza que se iba cerrando con fuerza sobre la carne del corazón. Faltaba aun bastante tiempo para que llegara el avión, pero salió de su casa con prisa; sin desayunar, sin despedirse. Debía pensar, organizar sus ideas. Caminó por largo rato, dándose a si mismo las explicaciones que le daría, ordenaba sus argumentos, calculaba el tono, los gestos que utilizaría, con la plena conciencia de que ninguna preparación le serviría de nada, pues sabía de sobra que terminaría por decir cosas que no quería decir y de la forma que no lo había dispuesto.






No se le había ocurrido, hasta el momento que pasó caminando por en frente de la estatua de Colón de la Avenida el Dorado, que no estarían solos, que toda su familia iría a recibirla también. Se enojó por no haber tenido en cuenta ese detalle antes. Ahora era necesario ensayar no solo las explicaciones sino también el saludo. Debía demostrar que todo seguía igual que antes o toda su familia notaria que algo pasaba o mejor dicho que algo malo pasaba. Miro el reloj y escrutó el horizonte. El cielo azul, pocas nubes blancas como el algodón. Buen clima, pensó mientras le hacía la parada a un Taxi. La ciudad pasaba ante sus ojos por las ventanas del automóvil. Recordaba una carta, un poema, algo que trataba de promesas. Al inicio se comunicaban con frecuencia, luego la relación se fue volviendo más laxa y luego nula. Él siente que las cosas ya no son como antes, que nunca serán como antes. Tambalea el pie impaciente, mira el reloj. En poco tiempo ella estará en la ciudad con la esperanza ciega de encontrarlo, con la ilusión de que él la espera. Pero no. Él se enamoró, se casó, tuvo un hijo, terminó la carrera y cambio de trabajo. Esas cosas cambian un hombre. Esas cosas cambian un amor. Bajó del Taxi y sintió como el nerviosismo se apoderaba de él: Vacio en el estomago. Peso excesivo en las piernas. Manos sudorosas. Miró alrededor suyo y buscó por todos lados un rostro familiar, alguna señal. Por un momento lo dominó un sentimiento de culpa. Mentira. Traición. Palabras que rondaban por su cabeza. Mentira, mentira, todo es una mentira, se repetía con demente insistencia..






Escucha por el altavoz que el vuelo ha llegado. Se levanta de la silla acolchonada en la que ha estado por algunos minutos, distrayéndose con la lectura de periódicos y revistas viejos. Mira la gente que pasa por su lado. Quisiera ser uno de ellos, los ve tranquilos. Respira profundo, toma fuerzas de su interior, intenta aferrarse a algo pero no hay de que aferrarse. Se tranquiliza por un momento. Ha cambiado, ha cambiado, todo ha cambiado, se repite como si sus palabras fueran una medicina que se cree que tomándola en grandes cantidades se puede curar más rápido la enfermedad. En la sala de espera se cruza con algunos familiares. Su saludo no es cortes, pero tampoco se podría decir que es grosero. Pocos segundos, pocos segundos para acabar con la espera. Aguarda un momento. La puerta se abre. La ve acercarse. No ha cambiado mucho. Sigue siendo hermosa, incluso es mas guapa que su esposa. Se acerca. Ella no se a fijado que el la mira. La ve acercarse. Cada vez más cerca. La presión de las tenazas aumenta. Se acerca, falta poco. Quiere correr, quiere gritar. Está a pocos metros de la salida. Quiere que la tierra se lo trague, da media vuelta y se aleja sin decir nada. Quizá nunca le diga nada. Puede que sea mejor decirle todo por teléfono.

jueves, 3 de julio de 2008

Juan Álvarez narró en su "Idioma": El Narcocorrido


Lectura y narración se hicieron una sola para acompañar en la cuarta sesión de Noche de narradores al gran número de asistentes que de nuevo llegaron a la Biblioteca de la Universidad Central, para compartir entre colegas y compañeros, oídos y voces, luces y sombras. En esta ocasión, Haruki Murakami, en entrevista apócrifa realizada por Cesar Mackenzie leída a dos voces, antecedió la presentación del escritor colombiano Juan Álvarez, en la que leyó su cuento “Idioma” y un aparte de su novela Narcocorridos.

Sentado frente al público, cobijado por el afecto de Isaías Peña, Director del Taller de Escritores Universidad Central (TEUC), a quien agradeció como maestro, Juan Álvarez tomó su libro Falsas Alarmas y comenzó a leer. Con lápiz en mano, corrigió aquellos fragmentos de su cuento que le pusieron zancadilla a su voz, y tropiezo a tropiezo se ganó un fuerte aplauso de parte de los asistentes, que supieron reconocer el esfuerzo de leer un texto escrito en español en el que los personajes hablan en dos idiomas diferentes.

De un pequeño maletín, sacó unas hojas en las que había preparado un aparte de su novela Narcocorridos y comenzó a compartirlo. En sus ojos se percibió la alegría de aquel que espera la atención de su público. Otro fuerte y unísono aplauso fue la respuesta que Álvarez recibió a su más reciente creación literaria. Esa misma que el defiende como una novela con la cual quiso curar su frustración con la música.

En diálogo con el público, en el que intentó disimular su juventud con la seriedad de una camisa blanca a rayas de colores, Álvarez dijo que su novela es una especie de corrido extenso, y que el corrido es el rock de hoy en día.

Su voz, a través de una hibridación de dialectos, dio al público los conceptos que el escritor tiene acerca de la escritura, la academia, y la música, sobre la cual expresó: “No hay nada que vaya más en el camino del monopolio en Estados Unidos que el negocio de la música.”

Juan Diego Valencia

miércoles, 2 de julio de 2008

Entrevista apócrifa, pero real, del escritor japonés Haruki Murakami

Entrevista apócrifa de Cesar Mackenzie.

Sauce ciego, mujer dormida.
Haruki Murakami.

¿Qué implica, para usted, escribir novelas y cuentos?

Por decirlo de la forma más sencilla posible, para mí escribir novelas es un reto, escribir cuentos es un placer. Si escribir novelas es como plantar un bosque, entonces escribir cuentos se parece más a plantar un jardín. Los dos procesos se complementan y crean un paisaje completo que atesoro.

El follaje verde de los árboles proyecta una sombra agradable sobre la tierra, y el viento hace crujir las hojas, que a veces están teñidas de oro brillante. Mientras tanto, en el jardín aparecen yemas en las flores y los pétalos de colores atraen a las abejas y a las mariposas, y ello nos recuerda la sutil transición de una estación a la siguiente.


¿Puede usted determinar algún orden en el proceso creativo de sus novelas y cuentos?

Desde el comienzo de mi carrera de escritor de obras de ficción en 1979 he alternado con bastante constancia entre escribir novelas y escribir cuentos. Mi pauta ha sido ésta: una vez termino una novela, siento el deseo de escribir algunos cuentos; una vez he hecho un grupo de cuentos, entonces me entran ganas de concentrarme en una novela.

Nunca escribo cuentos mientras estoy escribiendo una novela, y nunca escribo una novela mientras estoy trabajando en unos cuentos. Bien puede ser que los dos tipos de género hagan funcionar partes distintas del cerebro y se necesite cierto tiempo para pasar de uno a otro.


¿Nos contaría un poco sobre su trayectoria literaria?

En 1973 empecé mi carrera literaria con dos novelas cortas, Oíd cantar el viento y Billar eléctrico; y fue después, de 1980 a 1981, cuando comencé a escribir cuentos. Los tres primeros fueron “Un barco lento a China”, “La tía pobre” y “La tragedia de la mina de carbón de Nueva York”.

En aquel tiempo, poca idea tenía yo de cómo escribir cuentos, así que me resultó difícil, pero la verdad es que encontré la experiencia realmente memorable.


¿Qué experiencia fue esa?

Sentí que las posibilidades de mi mundo ficticio aumentaban en varios niveles. Y, al parecer, los lectores apreciaron esta obra vertiente mía como escritor. “Un barco lento a China” se incluyó en mi primera colección de cuentos, El elefante desaparece, y los otros dos se encuentran en la presente colección. Ése fue mi punto de partida como autor de cuentos y también el momento en el que creé mi sistema de alternar novelas y cuentos.

“El espejo”, “Un día perfecto para los canguros”, “Somorgujo”, “El años de los espaguetis” y “Conitos” formaron parte de una colección de “relatos breves” que escribí de 1981 a 1982. “Conitos”, como pueden ver fácilmente los lectores, revela en forma de fábula mis impresiones del mundo literario cuando me publicaron por primera vez. En aquel momento no pude integrarme bien en el establishment literario japonés y esta situación persiste hoy día.


Siendo usted un escritor que se ha movido en géneros tan exigentes como el cuento y la novela, ¿qué diferencias encuentra entre ambos?

Uno de los placeres de escribir cuentos es que no se tarda tanto tiempo en terminarlos. Generalmente me lleva alrededor de una semana dar a un cuento una forma presentable (aunque las correcciones pueden ser interminables). No es como la total entrega física y mental que se requiere durante el año o los dos años que tardas en redactar una novela. Entras en una habitación, terminas tu trabajo y sales.

Eso es todo. Para mí, al menos, escribir una novela puede parecer una tarea que nunca acaba y a veces me pregunto si voy a salir vivo del empeño. Así que encuentro que escribir cuentos es un cambio de ritmo necesario.


Según eso, ¿qué es lo agradable de escribir cuentos?

Otra cosa agradable de escribir cuentos es que puedes crear un argumento a partir de los detalles más nimios…, una idea que brota en tu mente, una palabra, una imagen, cualquier cosa. En la mayoría de los casos es como la improvisación en el jazz, y el argumento me lleva a donde a éste le plazca. Y otra cosa buena es que en el caso de los cuentos no tienes que preocuparte por el fracaso.

Si la idea no sale como esperabas, te encoges de hombros y te dices que no todas pueden salir bien. Incluso en el caso de maestros del género como F. Scott Fitzgerald y Raymond Carver –hasta en el caso de Antón Chéjov– no todos los cuentos son obras maestras. Para mí esto es un gran consuelo.

Puedes aprender de tus errores (dicho de otro modo, aquellos a los que no puedes llamar éxitos totales) y usarlos en el siguiente cuento que escribas. En mi caso, cuando escribo novelas me esfuerzo mucho por aprender de los éxitos y los fracasos que experimento cuando escribo cuentos.


En ese sentido, ¿podría contarnos qué es para usted el cuento?

Para mí el cuento es una especie de laboratorio experimental como novelista. Es difícil hacer experimentos como a mí me gusta dentro del marco de una novela, de modo que sé que, sin cuentos, la tarea de escribir novelas resultaría aún más difícil y exigente.



Así las cosas, ¿se considera usted novelista o cuentista?

Me considero esencialmente novelista, pero muchas personas me dicen que prefieren mis cuentos a mis novelas. Eso no me preocupa y no intento convencerlas de lo contrario. De hecho, me gusta que me lo digan. Mis cuentos son como sombras delicadas que he puesto en el mundo, huellas borrosas que han dejado mis pies.

Recuerdo con exactitud dónde puse cada uno de ellos y cómo me sentí en aquel momento. Los cuentos son como postes que indican el camino para llegar a mi corazón, y me siento feliz, como escritor, de poder compartir estos sentimientos íntimos con mis lectores.


¿Podría contarnos la historia creativa de algunos de sus libros de cuentos?

El elefante desaparece se publicó en 1991 y se tradujo luego a muchos otros idiomas. La colección Después del terremoto apareció el año 2000 en Japón. Este libro contenía seis cuentos relacionados de una u otra forma con el terremoto de 1995 en Kobe.

Lo escribí con la esperanza de que los seis cuentos formasen una imagen unificada en la mente del lector, así que tenía más de colección monográfica que de colección de relatos cortos. En ese sentido, pues, el presente libro, Sauce ciego, mujer dormida, es la primera colección auténtica de cuentos que he sacado desde hace mucho tiempo.

Este libro, como es natural, contiene algunos cuentos que escribí después de que se publicara El elefante desaparece. “La chica del cumpleaños”, “Los gatos antropófagos”, “El séptimo hombre” y “El hombre de hielo” son algunos de ellos. Escribí “La chica del cumpleaños” a petición del editor cuando me hallaba trabajando en una antología de historias sobre cumpleaños escritas por otros autores.

Seleccionar cuentos para una antología es una tarea relativamente fácil para el escritor, si te falta uno, puedes escribirlo tú mismo. “El hombre de hielo”, por cierto, se basa en un sueño que tuvo mi esposa, a la vez que “El séptimo hombre” tiene su origen en una idea que se me ocurrió cuando era aficionado al surfing y estaba contemplando las olas.


Según eso, ¿cotidianamente usted comete más la escritura de cuentos que de novelas?

A decir verdad, con todo, desde comienzos de 1990 hasta comienzos de 2000 escribí muy pocos cuentos. No porque hubiera perdido el interés por ellos, sino porque estuve tan ocupado escribiendo varias novelas que no tenía tiempo. No tenía tiempo para cambiar de género. Es cierto que escribía algún cuento de vez en cuando si no había más remedio, pero nunca me concentré en ellos.

En lugar de eso escribía novelas: Crónica del pájaro que da cuerda al mundo; Al sur de la frontera, al oeste del sol; Sputnik, mi amor; Kafka en la orilla. Y entremedio escribí obras que no eran de ficción, las dos que componen la versión inglesa de Bajo tierra.

Cada una de ellas me exigió muchísimo tiempo y energía. Supongo que en aquel entonces mi principal campo de batalla era éste: escribir una novela tras otra. Quizás era simplemente una etapa de mi vida para hacer aquello. Mientras, igual que un intermezzo, publiqué la colección Después del terremoto, pero, como ya he dicho, en realidad no fue una colección de cuentos.


Y bueno, ¿en qué momento siente usted el deseo de dedicarse de nuevo a escribir cuentos y tomar distancia de sus novelas?

En 2005, sin embargo, por primera vez en mucho tiempo sentí un fuerte deseo de escribir una serie de cuentos. Un poderoso impulso se adueñó de mí, podríamos decir. Así que me senté ante mi escritorio, escribí a razón de un cuento por semana, aproximadamente, y terminé cinco en no mucho más de un mes. Francamente, no podía pensar en nada más que en esos cuentos y los escribí casi sin parar.

Estos cinco cuentos se publicaron hace poco en Japón en un volumen titulado Cuentos extraños de Tokio y aparecen reunidos al final del presente libro. Como indica el título, todos comparten el hecho de ser extraños, y en Japón salieron en un solo volumen.

A pesar de tener un tema en común, cada cuento puede leerse con independencia de los otros y no forman una sola unidad definida claramente como los cuentos de Después del terremoto. Pensándolo bien, sin embargo, todo lo que escribo es, más o menos, un cuento extraño.

“Cangrejo”, “La tía pobre”, “El cuchillo de caza” y “Sauce ciego, mujer dormida” se han revisado en gran medida antes de traducirlos, por lo que las versiones que aparecen ahora son muy diferentes de las primeras que se publicaron en Japón. También en varios de los cuentos anteriores encontré detalles que no acababan de gustarme e hice algunos cambios de poca importancia.


Con respecto al proceso de escritura, ¿reescribe usted sus textos?

Muchas veces he reescrito cuentos y los he incorporado a novelas; la presente colección contiene varios de estos cuentos. “El pájaro que da cuerda al mundo” y “Las mujeres del martes” (incluidos en El elefante desaparece) se convirtieron en el modelo del principio de la novela Crónica del pájaro que da cuerda al mundo y, de modo parecido, tanto “La luciérnaga” como “Los gatos antropófagos” se incorporaron, con algunos cambios, a las novelas Tokio blues.

Norwegian Wood y Sputnik, mi amor, respectivamente. Hubo un periodo en el que narraciones que había escrito como cuentos continuaron creciendo en mi mente, después de publicarlos, y se transformaron en novelas. Un cuento que había escrito mucho tiempo antes irrumpía en mi casa en plena noche, me zarandeaba hasta despertarme y gritaba:

“¡Eh, que éste no es momento de dormir! ¡No puedes olvidarte de mí, todavía quedan cosas por escribir!”. Impulsado por esa voz, me encontraba escribiendo una novela. También en este sentido mis cuentos y novelas se conectan dentro de mí de una manera orgánica, muy natural.

Narcocorridos (Géneros desbocados sin futuro), un capítulo de la próxima novela de Juan Álvarez

Cualquier revisión mínima de la malhadada música bravía escrita como entre pringadazos de lengua castellana en la región fronteriza de los Estados Unidos y México, descarga de guitarrilla, bajosexto, acordeón y vozarrón y popularmente conocida como corridos, debe detenerse en la figura y la sombra, en la estampa y la muerte, del joven compositor sinaloense Adan Chalino Sánchez, primero llamado Rosalino Sánchez Felix, también conocido como El Pelavacas. El rastro de su leyenda nace en el rancho Vallado, sindicatura de Las Tapias, estado de Sinaloa, una tierra equilibrista con mucho de esperanza agrícola y mucho también de vacío y sol y desierto caliginoso, como un amasijo horizontal de cartón paja y mugre al que sólo le hiciera falta, para componerse, para ‘sensibilizarse’, dirían los ilustrados, la irrigación de la cultura. Su leyenda a otra escala, sin embargo, una más cercana incluso al corazón de la obsesión identitaria mexicana centralista, comienza en el año de 1992, en la tarima sin nombre de un salón del poblado de Indio, California, cuando un gatillero de cara maciza, dedos gordos prendidos al cincho y chamarra de mezclilla, intentara asesinarlo sin ninguna cortesía artística en medio de las primeras estrofas sentidas de su corrido Me persigue tu sombra.

He pensando en la vida si tú me quisieras, / he llorado al pensar que mi vida te sobra, / he intentado olvidarte al correr de los años, / pero nunca podré, / me persigue tu sombra.

Esperando, esperando y soñando contigo, / esperando que el tiempo te arrastre conmigo, / esperando la noche al perder tu cariño, / como cuando llegaste a cambiar mi destino.

Chalino desenfundó su fierro propio, uno que siempre se le había creído puro atuendo, y cruzó fuego con su agresor sin bajarse de la tarima ni detenerse en las minucias de sus propias heridas de bala. El gatillero, sorprendido al descubrir que lo que estaba tronando era algo más que un cantantucho e indignado por no haber cobrado en correspondencia, huyó sin que nadie atreviera a mover un dedo para alcanzarlo. Al día siguiente Chalino hizo las tapas rojas de las noticias norteñas y sureñas, mucho más contento y engreído y rozagante, eso sí, que cuatro meses después, cuando al final de una noche de espectáculo en la ciudad de Culiacán y luego de escapársele a sus guardaespaldas para disfrutar del sosiego del anonimato en un club nocturno, fuera interceptado en su Ford de placas engalladas con luces neón, a la altura de la glorieta Cuahutemoc, por un Tsuru blanco y una Suburban negra. De los vehículos descendieron cuatro sujetos reciamente armados. Portaban credenciales que los identificaban como agentes de la Policía Federal Preventiva. A las diez de la mañana del día siguiente el cuerpo de Chalino fue hallado en una cuneta adversa y siniestra de la carretera estatal, enlodado y tieso y atravesado por dos hoyos de bala disparados a corta distancia en la parte alta de la nuca.

Una década más tarde Chalino Sánchez se convirtió en el Tupac Shakur mexicano. Afiches suyos solían encontrarse a lo largo y ancho de la frontera, emplastados en paredes rajadas de taquerías eternas, fijados en cocinas ebrias de cantinas ruinosas, prendidos de las latas chuecas de rancheríos perdidos y engalanando recepciones modestas de hoteles de paso de todos los centros de todas las ciudades de lado mexicano y del lado estadounidense, lo que es decir en ambas vertientes del paisaje, con el desierto como estigma o el desierto como postal soleada surcada por cañones. Hubo emisoras de radio, desde Lo Ángeles hasta Monterrey, que tocaron sus canciones una o dos horas a la semana, La Hora Chalino, y en general, en aquel tiempo, su figura y su muerte significaron un nuevo ímpetu brioso para todo un movimiento de cantantes de corrido acostumbrados a la censura de las casas radiales gigantonas, acorralados por la mueca despectiva del respingar de nariz recta cada vez que mentaban su oficio: urdidor de verdades en verso bravío.

Tantas letras juntas en los trabajos del reino / Puestas ahí sin otra cosa que hacer más que fecundar la testa / Muelen la hoja entre rodillos de insomnio / Avisan, hurgan la blancura baldía / en el papel y en el mirar.

¿Y qué había sido la hoja sino un trasto del jale? / Como el serrucho si armara mesas / Como la fusca si arreglara vidas / ¿Qué? / Nunca este despeñadero de arena con brío y propósitos a saber / Tantas letras ahí.


Los corridos se cantan desde hace casi siglo y medio y sus compositores operan al modo en que cabe imaginar lo hacían los antiguos, muy antiguos aedos griegos, atesorando en la memoria roída y encrespando en las gargantas sinuosas sentidas crónicas de la vida humana de los sujetos de una región, haciendo de ellas exageración, jactancia, pecho macho henchido y tenacidad femenina, pero no menos fuerza de humillación y humildad. Asesinatos locales inmisericordes de aire eterno y razones sucias; elecciones presidenciales opulentas y tramposas; destellos de acción; destellos de desespero; destellos iguales de sufrimiento quedo y amor colérico. Pistoletazo y cuchillo, pluma certera, todo y lo mismo parece caberle, igual que al bolero, igual que a la sombra puntual de una ceiba milenaria. Pero si el bolero es sobre todo una forma de ver el mundo, ‘la manera latina’, que dicen, de encuadrar el amor, el odio, la envidia, la pasión, el desamparo, la soledad, la necesidad de querer, los vicios, los pecados y las virtudes, el corrido es entonces y apenas y en cambio, una forma cantada de padecerlo todo.

Cómo se empujan y abrevan una de otra / y envuelven al ojo en un borlote de razones / Y qué si perfectas, igual rejegas / Ya se incriminan con miedo al desarreglo: meras palabras / Tantas palabras / Bronca de signos que se atan / Un resplandor diverso cada una, cada una diciendo el nombre verdadero a su modo / Hasta las más mentirosas, hasta las más veleidosas.

Pero no / No están ahí nomás para fecundar la testa / Son una luz constante / El rumbo a otros cartones, lejos de ahí / El descenso a oídos ocultos, ahí / No / No están para nomás entretener la oreja / ¿No le digo que luz constante? / Faro que se derrama sobre las piedras a su merced.

Desde la revolución maderista y los tiempos de la prohibición, en los grises, sangrientos y ensombrerados años veinte, sin interrupciones conocidas más allá de los agazapos cíclicos naturales de la lógica guerrista, una de sus mascaras predilectas, por cotizada, ha sido la de los múltiples tráficos ilegales propios de la vida fronteriza, esa vida que con el tiempo y la miseria extendida dejó de ser límite geográfico, vergüenza escondida de unos rincones, para parecer hoy realidad planetaria. Esta ola moderna de su expresión, popularmente conocida como baladas de droga o narcocorridos, ha acudido siempre a la cita disímil de sus seguidores y sus perseguidores, sin retirarse nunca, y lo ha hecho hasta tal punto, aferrándose con tal fuerza esmerada, pelando los dientes apretados con tal gracia de charro colmilludo, que hoy, cuando se extingue este año de 2022, treinta años después del asesinato de Chalino Sánchez, los narcocorridos son el primer renglón de música censurada en los Estados Unidos pero también el primer renglón de música popular en español consumida por el público.

Pirata o legal o más o menos pulcramente promocionada, al género del narcocorrido los moñitos le resbalan. Su premisa parece clara y reviste la fuerza de lo que todo individuo honesto metido en estas lides continúa diciendo al espejo oscuro de la noche, antes de salir a trabajar: ¿por qué vas a endulzarles el oído a esos cabrones? Basta con que a nosotros nos cuadre lo que somos. Que se asusten, que se asombren los decentes, sobájelos. Si no ¿pa qué es artista?

Idioma, de Juan Álvarez

A y su novia han sostenido una exitosa relación por más de cinco años. Con altas y bajas, como es natural, han conseguido superar distancias, diferencias culturales y periodos de tiempo en donde (en sentido figurado) alguno de los dos ha querido matar al otro. Ambos son norteamericanos. Él de padres mexicanos; ella de padres libaneses. Se conocieron en la universidad, en la ciudad de Austin. Ella asistía a la escuela de derecho; él se licenciaba en lingüística.

Desde hace más de diez meses, como resultado de los caminos laborales elegidos por cada uno, A vive en una ciudad de la frontera con México mientras su novia lo hace en la capital, lo que en términos paisajísticos equivale a decir que él ha optado por el desierto mientras ella se jugó por la fresca combinación de bosque y leve humedad costera. Cada cierto tiempo se visitan mutuamente. En términos generales y a pesar de la precariedad de su situación económica, él viaja más que ella, movido por una fuerza que no puede precisar pero que imagina tiene que ver con la asfixia propia de la aridez desértica.

La oferta inicial que lo atrajo consistió en convertirse en traductor de cabecera de una editorial de tamaño medio. Un trabajo que bien pudo ejercer desde cualquier otra ciudad de la Unión Americana y que sin embargo optó por llevar acabo desde la ciudad fronteriza cede de la editorial, movido por el entusiasmo de lo que en su momento sólo pudo reconocer como el legítimo deseo de reencontrarse con sus raíces mexicanas. Pero, “¡pinches raíces mexicanas!”, tuvo que decirse un día, luego de entrever la relación entre asfixia y desierto, entre asfixia y raíces mexicanas, entre desierto y alergia, demasiado tarde para hacer otro gasto inmediato de mudanza.

Según planes concertados por ambos, aquella distancia que los separa, a la que A también culpa de sus reveses, o más que de sus reveses de lo que él mismo se apresura en aclarar como ‘malos vientos’, deberá terminar en poco tiempo. Luego de más de cinco años de colaboraciones voluntarias y de simpatías que rayaron en sus momentos más difíciles con el peligro, la novia de A está a la espera de una respuesta de la Autoridad Nacional Palestina. Aspira a convertirse en abogada de sus causas. A, por su parte, y para no desperdiciar el pago de los gastos de mudanza incluidos en el eventual contrato, espera acompañarla en su travesía por la ciudad de Ramala, centro de operaciones del caso en el que ella entraría a trabajar.

Un día, por fin, la noticia aterriza sobre sus existencias:

–Ellos contrataron me. Nosotros debemos estar allí por el principio de Febrero –dice ella, apenas con aliento.

A agarra el auricular con fuerza, lo cambia de mano y se deja caer en el sofá. Gastos de mudanza pagos, una nueva ciudad, una nueva cultura, una ruta de escape, una opción, procesa, pero igual el miedo no deja de metérsele espina dorsal arriba.

–Felicitaciones, miel –dice, y luego agrega, en un tono de absoluta conciliación−: nena… tú sabes yo te soporto, pero yo quiero tú estés completamente segura acerca de lo que estas haciendo. Tú probablemente no serás capaz de trabajar acá como abogada por el resto de tu vida.
–¡¿Qué?! ¿Vamos nosotros a ir a través de esto una vez más? –dice ella, forzando la pronunciación de las consonantes dentales y palatales de la lengua inglesa que tanto trabajo le dieron a sus padres, que tanto trabajo le han dado a los inmigrantes del Medio Oriente, unas consonantes que en ella despiertan la alerta, encarnaciones del enfado, torres de una altura que sabe que no puede comprender.

–Okey, Okey… yo estoy pesaroso. Yo adivino estoy nervioso –dice A.
–¿Nervioso? ¡¿Estas tú nervioso?! ¡¿Podemos nosotros costear en este punto el lujo de estar nerviosos?! –dice ella, sin espacio a una respuesta. Su voz es segura, fuerte, pero también cariñosa. Fiel reflejo de un entrenamiento en retórica del que, luego de aquella noticia, sus vidas dependerán.

Corren los primeros días de octubre, es decir, cuentan con cuatro meses para planearlo todo.
Los conocimientos que A tiene del árabe son prácticamente nulos, de ahí el que, su preocupación central, a los ojos del mundo, se concentre en ello: en el idioma, en el puesto de tacos con el que planea ganarse la vida, y en las crónicas que, una vez redacte, está seguro se van a pelear los periódicos mexicanos.

“A poco te vas para Ramala”, le dicen sus amigos mirándolo con la compasión con que se mira a los locos inofensivos. “Neta que sí”, responde él, orgulloso, y pasa a contarles de todos los planes que tiene. “Güey, al menos confiesa que tienes miedo… no vengas otra vez con el chingado idioma”. Pero A de miedos no quiere oír hablar. Por el contrario, cuando su talante está a punto de traicionarlo y conducirlo a que deje de hablar de aquel viaje que se avecina a paso de gigante, alguna otra historia sobre la lengua que estudia a diario y en medio de la prisa, viene a salvarlo. Ha hecho, así mismo, averiguaciones sobre los pocos y malos restaurantes de comida mexicana que hay en Ramala. Tiene pensados, incluso, algunos nombres para el suyo. “Mis tacos van a ser poca madre, igual que las crónicas que desde allá me voy a fajar”, se le escucha decir.

Cuando se cumple el primer mes de la cuenta regresiva, la novia de A ha firmado contrato y concretado fecha de viaje. Ha tenido tiempo, incluso, de mirar a través de un catálogo y de un servicio del cuerpo diplomático palestino, ciertos departamentos en la zona céntrica de la ciudad. El grupo de abogados del que hará parte recién será conformado. Estarán a cargo de un nuevo y delicado caso: “a mareas nuevas rompeolas nuevos”, le han dicho los viejos dirigentes cuando han sentido la necesidad de sintetizar la política que los mueve. Ni ella ni A entienden del todo lo que semejante frase acuosa quiere decir, pero tampoco creen que allí se cifre el quid de sus existencias.

–Tres años –repite la novia de A en sus sueños.

Tres años es el plazo que le han dado al grupo de jóvenes abogados para presentar el caso ante La Corte Penal Internacional.

–Suertemente algunas cosas cambiarán entonces –se le escucha decir con frecuencia, mientras A guarda silencio.

Los días pasan. Hay cosas que se cuelan; hay otras que se quedan por fuera.

Justo un mes antes de la fecha definitiva para escapar de aquel desierto, encontrarse con su novia en la capital y partir junto a ella rumbo a la ciudad de Ramala, A es invitado a una fiesta. Hasta último momento se resiste a asistir. Sabe que será incipiente, que nada que valga la pena podrá suceder allí. Así y todo consigue levantarse de la cama, tomar una ducha y manejar los diez minutos que lo separan del lugar. Contrario a sus cálculos, en la fiesta varias cosas están sucediendo. La más importante, a sus ojos, irradia del cuerpo entusiasta y bien tonificado de una joven que, se entera entonces, acaba de llegar a la frontera proveniente de Buenos Aires. La joven viene como becaria a la universidad pública de la ciudad, una universidad frente a la que A siente antipatía. Al principio, A sólo sentía la antipatía que todo hombre inteligente siente por lo que considera mediocre. Con el tiempo, su antipatía por aquella institución sobrepasó cualquier cause normal. Había días, incluso, en que A guardaba la impresión de que allí, en las aulas de aquel campus, se gestaba la más temible de las trampas en su contra. Esa razón, entre otras, despertaba en él el deseo de no asistir a la fiesta. “Debe estar cabrón en Argentina para que una italiana de éstas tenga que venirse hasta acá”, se dice A para sus adentros, antes de acercarse a la joven y entablar conversación.

Aquella noche, luego de la fiesta, A vuelve a su casa pero no consigue dormir. Imagina mil formas de averiguar el teléfono de la argentina. En medio de su insomnio se levanta, va al baño, abre una revista y busca con urgencia un anuncio en la sección de clasificados en donde ella probablemente habría dejado cifrada la forma de contactarla. “Puede ser un código que en este momento me resulta inimaginable pero que con verlo se esclarecerá ante mis ojos”, especula, pero luego se le ocurre que, por qué no, “de plano puede tratarse del teléfono mismo”. Al día siguiente, cuando despierta, no sin cierta sensación de ridículo encima, marca al departamento de lenguas de la universidad y averigua el número de la oficina en donde la argentina trabaja. Quince minutos después se atreve a llamar.

Los días pasan. Esta vez son menos y son apremiantes.

Una comida, dos citas y diez cogidas después (en sentido literal), A se encuentra a sí mismo acariciando el pelo de la argentina, mirándola a los ojos, mirándose en el espejo, recurriendo a miles de formas de mirarlo todo y siendo conducido al mismo e irreductible descubrimiento: no será capaz de mudarse a Ramala. “Ahora tengo que encontrar la forma de decírselo”, piensa, y al tiempo un fogonazo de calor le corta la cara: “pero, ¡a quién es que debo decírselo!”, trata de gritar, y puede escuchar cómo la voz le cruje por dentro. Respira profundo y comienza a hacer cálculos para salir de allí. Luego de un rato no puede librarse de la sensación de mal tino. “Hay algo que estoy olvidando en mis cálculos”, se dice, al tiempo que se prohíbe echarse a llorar hasta no descubrirlo.

Durante las dos noches siguientes tampoco puede dormir. Al amanecer del tercer día, fastidiado, toma una maleta, la llena con todo lo que está a su alcance, se monta en un taxi camino al aeropuerto y compra un pasaje para el siguiente vuelo a la capital de la Unión Americana. Una hora antes de abordar levanta un teléfono público y duda antes de marcar. Al final se decide por llamar a la argentina. Le dice que tiene que viajar pero que estará de vuelta en unos días. Ella parece ponerse triste y guarda silencio. “¿Por qué has venido a este rincón del mundo?”, le pregunta A, finalmente, sin entender de dónde le salen las palabras, apenas para romper con la incomodidad. La argentina se asusta al principio. Después tiene la impresión de que, quizá, la pregunta está formulada para distender el momento, por lo que resuelve apelar a su sentido del humor o a su sentido de la ironía, no sabe muy bien, y responde: “qué se yo, es la historia de la diáspora judía, ¿no?” La respuesta es incomprensible para A, como si ya estuviera montado en el avión, motores encendidos, y aquella frase proviniera de alguien al otro lado de la ventana.
Se despide, cuelga y deja pasar unos minutos. No sabe qué hacer: si ir al baño, si caminar, si fumar, si cambiar su pasaje con destino a la capital, si usar los cinco minutos de crédito que le quedan en la tarjeta de llamadas. Al final decide comprar dulces de limón, meterse dos a la boca y sentarse a reposar. Diez minutos después se dirige al teléfono, llama a su novia, a la que aún trata de imaginar como su novia, y le dice, de buenas a primeras, que por favor lo entienda, mucha presión, repite constantemente, mucha presión, preciosura, yo estoy dejando hacia casa de mi amigo Joseph, sí, eso es correcto, mucha presión, en Nueva Orleáns, una temporada, pensar las cosas al través, sí, tomando un avión, por supuesto hay una explicación, no que yo sea un hijo de perra, no no no, no puedo ir contigo, por favor trata de entender, mucha presión, estoy arrollado, yo iba para tu casa pero tuve segundos pensamientos y no puedo, sí, voy a cambiar mi tiquete, yo quiero decir yo ya lo hice, no te enloquezcas a mí, sí, hacia Joseph su casa, ¿nuevas olas?, ¿rompeolas?, no puedo moverme contigo, el crédito está a punto de expirar, no, sí, espera, estas sobre reaccionando, ¿qué?, no pronuncies de esa forma, por favor, miel, mucha presión, no olas, mucha presión.

* Idioma pertenece al libro de cuentos Falsas alarmas, Premio nacional de cuento “Ciudad de Bogotá”, 2005 (IDCT, 2005)