lunes, 25 de agosto de 2008

Una noche de cine y literatura

Con Apocalypse now y El corazón de las tinieblas en “Noche de narradores”

UNA NOCHE DE CINE Y LITERATURA

El próximo miércoles 27 de agosto, a partir de las 5 de la tarde, la octava sesión del foro-tertulia “Noche de narradores”, será dedicada a la relación entre cine y literatura. En esta ocasión, se proyectará el largometraje Apocalypse now, dirigido por el director norteamericano Francis Ford Coppola.

Con el apoyo del programa “El club del libro”, se dialogará sobre la novela El corazón de las tinieblas, del escritor polaco Joseph Conrad.

En el intermedio un buen café.

Lugar: Biblioteca Universidad Central Sede Centro (carrera 5 # 21- 65). ENTRADA LIBRE.

Mayor información:
Departamento de Humanidades y Letras
Universidad Central
Carrera 5 # 21-38
Conmutador: 323 9868 Ext. 312 / Telefax: 3423790
Correo: mailto:humanidades@ucentral.edu.co
humanidades@ucentral.edu.co
http://www.nochedenarradores.blogspot.com/

jueves, 14 de agosto de 2008

El viento agitando las cortinas en “Noche de narradores”

En la noche del miércoles 13 de agosto, el lanzamiento del libro de relatos El viento agitando las cortinas, del escritor bogotano Juan Carlos Rodríguez, estuvo a cargo su amigo Juan Álvarez. El foro-tertulia, que para esta sesión se realizó con apoyo del programa “El club del libro”, comenzó con la proyección de un fragmento de la entrevista realizada por Bernard Pivot al escritor norteamericano Vladimir Nabokov.

Juan Carlos Rodríguez fue presentado al público por su amigo Juan Álvarez, escritor que ya había presentado parte de su libro “Narcocorridos” en el foro-tertulia. Para referirse al libro El viento agitando las cortinas, Álvarez hizo constantemente alarde del hábito de lectura que posee el autor del libro. Al respecto afirmó: “Las cosas más aventuradas y bien logradas tienen que ver con el cuidado alrededor de la lectura”. En la presentación del libro, contenido por dos relatos largos y una novela corta, participaron también dos estudiantes de Periodismo de la Universidad Central.

En cuanto al libro, y de acuerdo con las preguntas hechas por algunas personas del público, el autor dijo que no toda redacción bibliográfica es literaria para aclarar que el no hace parte de los personajes del libro. Sin embargo, afirmó que uno siempre es lo que escribe, para ilustrar que la experiencia de un artista siempre impregnará algunas partes de su obra.

El autor, además, compartió con los asistentes al evento su experiencia al presentar el texto a diferentes editoriales, de las cuales lo único que logró fue mejorar la calidad del escrito.

En esta ocasión, la sala Carlos Medellín, de la biblioteca Sede centro de la Universidad Central, rebosó su capacidad gracias a la asistencia de estudiantes de las Facultades de Ciencias Sociales Humanidades y Arte e Ingenierías, además de la participación de ex alumnos del Taller de Escritores Universidad Central (TEUC).

Juan Diego Valencia Martínez

miércoles, 13 de agosto de 2008

Entrevista a Vladimir Nabokov

Tomado de: http://www.enfocarte.com/1.11/entrevista.html


Entrevista* a Vladimir Nabokov [1]
Traducción: Luis María Todó
Nabokov en 1923


"En mayo de 1975, coincidiendo con la publicación en Francia de Ada o el ardor, Vladimir Nabokov(*), uno de los novelistas más famosos e importantes del siglo XX, aceptó la invitación de Bernard Pivot, y acudió al programa "Apostrophes", uno de los más influyentes de la televisión francesa. La presencia de Nabokov en el plató era un hecho doblemente excepcional: por la calidad indiscutible del programa y porque Nabokov muy raramente concedía entrevistas."


Nabokov, como siempre hacía al conceder una entrevista, pactó la conversación por adelantado. Mientras se realiza el encuentro, Nabokov tiene todas sus respuestas escrupulosamente escritas en unas cuantas fichas.

-Buenas noches, señor Nabokov. Son las 21 horas 47 minutos y 47 segundos. Habitualmente, ¿qué hace usted a esta hora?

-A esta hora suelo estar bajo el edredón, con tres almohadas bajo la cabeza, un gorro de dormir, en mi modesto dormitorio que también me sirve de estudio. La lámpara de cabecera, muy fuerte, el faro de mis insomnios, todavía arde pero será apagada dentro de un momento. Tengo en la boca una pastilla de grosella, y en las manos una revista de New York o de Londres. La dejo, apago la luz. La enciendo, renegando en voz baja. Me meto un pañuelo en el bolsillo del camisón, y da comienzo el debate interior: ¿tomar o no tomar un somnífero? Qué deliciosa es la decisión positiva.

-Pero, ¿qué horario hace usted en un día normal?

-Tomemos un día de mediados de invierno. En verano hay más variedad. Me levanto entre las seis y las siete, y escribo con un lápiz bien afilado, de pie, ante el atril, hasta las nueve. Después de un frugal desayuno, mi mujer y yo leemos el correo, que siempre es muy voluminoso. Después me baño, me afeito, me visto, paseamos una hora por los floridos muelles de Montreux. Y después del almuerzo y de una breve siesta, el segundo periodo de trabajo hasta la cena. Éste es el programa típico.

-Cuando era más joven ¿ya hacía ese horario, o tenía arranques de pasión, impulsos que perturbaban sus días y sus noches?

-¡Ya lo creo! A los 26, a los 30 años, la energía, el capricho, la inspiración me llevaban a escribir hasta las 4 de la madrugada. Raras veces me levantaba antes de las 12 y escribía todo el día tumbado en un diván. La pluma y la posición horizontal han dado paso al lápiz y la vertical austera. Se acabaron los arranques. Pero, ¡cómo me gustaba el despertar de los pájaros, el canto sonoro de los mirlos que parecían aplaudir las últimas frases del capítulo que acababa de componer!

-Ya sabíamos que escribir es la pasión de su vida, pero, ¿concibe una segunda vida en la que no escribiera?

-Concibo muy bien otra vida en la que yo no sería novelista, inquilino feliz de una marfileña torre de Babel, sino alguien igual de feliz de otra manera, que ya he tanteado: un oscuro entomólogo que caza mariposas en verano, en países fabulosos, y en invierno clasifica sus descubrimientos en el laboratorio de un museo.

A pesar de que nació en Rusia, usted ha vivido y trabajado en Estados Unidos y en Europa durante muchos años. ¿Tiene algún fuerte sentimiento de identidad nacional?

Soy un escritor estadounidense, nacido en Rusia y educado en Inglaterra donde estudié literatura francesa antes de pasar 15 años en Alemania. Vine a Estados Unidos en 1940 y decidí convertirme en ciudadano estadounidense, y hacer de Estados Unidos mi hogar. Pasó de tal forma que me vi expuesto inmediatamente a lo mejor de lo mejor en Estados Unidos, a su rica vida intelectual y a su atmósfera despreocupada y generosa. Me zambullí en sus grandes bibliotecas y su Gran Cañón. Trabajé en los laboratorios de sus museos zoológicos. Adquirí más amigos que los que alguna vez tuve en Europa. Mis libros –viejos y nuevos– encontraron algunos lectores admirables. Me volví tan corpulento como cortés –principalmente porque dejé de fumar y lo sustituí con melaza y dulces, con el consiguiente resultado de que mi peso subió de mis 140 libras usuales a las monumentales y placenteras 200. En consecuencia, soy un tercio estadounidense –buena carne estadounidense que me mantiene caliente y protegida–...

-Le daré algunos detalles relativos al aspecto bastante cosmopolita de mi vida. Soy de una antigua familia rusa de San Petersburgo. Mi abuela paterna era de origen alemán, pero nunca aprendí esa lengua, no puedo leerla sin diccionario. Pasé los primeros veranos en el campo, en nuestra finca cerca de Petersburgo. En otoño íbamos al sur: Niza, Pau, Biarritz... Los inviernos en Petersburgo, ahora Leningrado. Nuestra magnífica casa de granito rosa sigue allí, en buen estado, al menos exteriormente, porque a las tiranías les gusta la arquitectura del pasado. La finca está situada en una llanura boscosa. Por la flora se parece al noroeste de América: bosques de álamos, oscuros abetos, muchos abedules y unas espléndidas turberas, multitud de flores y mariposas más o menos árticas. Esta fase totalmente feliz duró hasta el golpe de Estado bolchevique. Unos campesinos, en un exceso de celo quemaron el castillo y requisaron la casa. En abril de 1919, tres familias Nabokov, la de mi padre y la de sus dos hermanos tuvieron que abandonar Rusia vía Sebastopol, vieja fortaleza del infortunio. El ejército rojo procedente del norte invadía Crimea, donde mi padre era ministro de justicia en el gobierno provincial, durante el breve periodo liberal antes del terror leninista. Aquel mismo año, en octubre de 1919, yo empezaba los estudios de Cambridge.

-¿Cuál es su lengua preferida: el ruso, el inglés o el francés?

-En la lengua de mis antepasados me siento perfectamente cómodo, pero no lamentaré jamás mi metamorfosis americana. El francés, o mejor dicho, mi francés, que es una cosa muy especial, no se doblega tan bien al suplicio de mi imaginación. Su sintaxis me impide ciertas libertades que me tomo con las otras dos lenguas. Ni que decir tiene que adoro el ruso, pero el inglés lo supera como instrumento de trabajo. Lo supera en riqueza, en riqueza de matices, en prosa delirante y en precisión política. Una procesión de niñeras e institutrices inglesas viene a mi encuentro cuando vuelvo a mi pasado.

-¿Eso es una cita?

-Es una cita. Lo he sacado de una traducción muy buena... A los tres años hablaba mejor el inglés que el ruso, pero hay un periodo entre los 10 y los 20 años en que aunque leía a muchos autores ingleses, Welles, Kipling, Shakespeare, la revista The Boys on Paper, por citar sólo obras cumbres, hablaba muy poco en inglés. Aprendía el francés a los 6 años. La institutriz, Mademoiselle Cecil Miotton, estuvo con nosotros hasta 1915. Empezamos con EL Cid y Los miserables. Pero los tesoros estaban en la biblioteca de mi padre. A los 12 años ya conocía a todos los poetas benditos de Francia. "Recuerdo, recuerdo, ¿qué quieres de mí? / El otoño hacía volar al tordo a través de aire átono / el bosque amarillento donde la brisa desentona" . Y, es curioso, en tierna edad, yo ya comprendía que Verlaine no habría debido usar una rima tan incestuosa átona-desentona, tienen la misma raíz. Éste es el calendario de mis tres lenguas.

(...)

-El exilio, porque usted es exiliado, por doloroso que sea, ¿no es para los creadores como usted algo estimulante, una posibilidad de enriquecimiento para el espíritu, la sensibilidad creadora?

-Le explicaré cómo ocurrió. Después de pasar los exámenes de Cambridge, muy fáciles, de literatura rusa y francesa (había elegido bien) tenía el título de diplomado en letras que no me sirvió de nada en mis intentos de ganarme la vida sin escribir libros, de modo que me puse a escribir relatos, novelas, en ruso, para los diarios y revistas de emigrados en Berlín y en París, los dos centros de expatriación.

-¿En qué años más o menos?

-Viví en Berlín y en París entre el 22 y el 39.

-De acuerdo.

-1922 y 1939.

-Ya.

-Soy pedante con las fechas -risas-.

Sigo... Cuando pienso en aquellos años de exilio me veo a mí y a miles de rusos blancos llevando una vida extraña pero nada desagradable en la indigencia material y el lujo intelectual, entre aborígenes más o menos ilusorios, franceses o alemanes con quienes mis compatriotas no tenían el menor contacto. Pero de vez en cuando aquel mundo espectral donde exhibíamos nuestras heridas y placeres era presa de temibles convulsiones que nos mostraban quién era el cautivo desencarnado y quién era el amo. Eso ocurría cuando teníamos que prorrogar unos diabólicos carnés de identidad, u obtener, cosa que tardaba semanas, un visado para ir de Paris a Praga, o de Berlín a Berna. Los emigrados ya no eran ciudadanos rusos, y la Sociedad de Naciones les daba un pasaporte llamado Nansen, un papelote que se rasgaba cada vez que lo desplegabas. Las autoridades, los cónsules británicos o belgas parecían creer que poco importaba lo miserable que fuera un Estado, pongamos la Rusia soviética: cualquier fugitivo de ese Estado era más despreciable por el hecho de existir fuera de una administración nacional. ¡Pero no todos nos resignábamos a ser bastardos o fantasmas! Pasábamos de Menton a San Remo, por ejemplo, tan tranquilos, por senderos de montaña, conocidos por cazadores de mariposas y poetas despistados. La historia de mi vida, pues, se parece menos a una biografía que a una bibliografía: 10 novelas en ruso entre los 25 y los 40 años, y 8 novelas en inglés entre los 40 y ahora. En 1940 salí de Europa para ir a América y hacer de profesor de literatura rusa. De pronto me descubro una incapacidad total de hablar en público. Por tanto, decido escribir por adelantado más de cien conferencias anuales.

(...)

-Quisiera hacerle una pregunta que quizá juzgue algo íntima: ¿por qué vive en Suiza, en un hotel, en Montreux? ¿Por qué no en los Estados Unidos? Rechaza los Estados Unidos, la vida americana? ¿Rechaza la propiedad privada, o bien, eterno emigrado, se niega a quedarse en un lugar?

-¿Por qué el hotel suizo? Suiza es un país encantador, y la vida de hotel facilita mucho las cosas. Echo de menos América, y espero regresar para pasar allí al menos otros veinte años. La vida tranquila de una ciudad universitaria en América no presentaría grandes diferencias con Montreux, donde las calles son más ruidosas que en la provincia americana. Además, como no soy lo bastante rico, como nadie es lo bastante rico, para revivir totalmente mi infancia, no vale la pena instalarse para siempre. Porque es imposible recuperar el sabor del chocolate con leche suizo de 1910. Ya no existe. (...) Mi mujer y yo pensamos en una villa en Francia o Italia, pero el espectro de la huelgas de correo muestra todo su horror. La gente de profesión sedentaria, las ostras tranquilas, aferradas al nácar natal, no se dan cuenta de cómo un correo regular y seguro como el suizo alivia la vida de un autor, aunque la ofrenda de una mañana normal consista sólo en algunas cartas comerciales y dos o tres peticiones de autógrafos. Y la vista del lago desde el balcón, el lago Leman, ese lago que vale toda la plata líquida a la que se parece; es una mala metáfora.

(Sonrisas)

-Además del exilio y el extrañamiento, ¿cuáles son los temas principales de su obra?

-Además del extrañamiento, yo me siento forastero siempre y en todo lugar, es mi estado, es mi trabajo, mi vida. Me siento en casa entre recuerdos muy personales que no tienen relación alguna con una Rusia geográfica, nacional, física, política. Los críticos emigrados en París, y mis maestros en Petersburgo tenían razón, por una vez, al quejarse de que no fuera lo bastante ruso. Es así.Y en cuanto al tema de mis libros, ¡hay de todo!

-¡Usted me esquiva!

-Sí

-¿Para usted, una novela no es ante todo una buena historia?

-Eso es, una excelente historia. Pero mis mejores novelas no tienen una, sino más historias que se entrelazan en cierta manera. Pálido Fuego posee ese contrapunto, y Ada también. Me gusta ver el tema principal irradiando a través de la novela y desarrollándose en pequeños temas secundarios. A veces es una digresión que se convierte en drama en un rincón del relato. O bien las metáforas de un discurso elevado se unen para formar una nueva historia.

-¿Las historias que se inventan los novelistas (y pienso en un novelista llamado Vladimir Nabokov) las historias inventadas son más interesantes que las de la vida?

-Entendámonos: la historia verdadera de una vida también ha tenido que ser contada por alguien, y si es una autobiografía escrita con pluma pudibunda por un personaje sin talento puede parecer muy sosa al lado de una invención maravillosa como el Ulises de Joyce.

-¿Es su libro favorito?

-Sí, mi gran modelo.

-"Nabokov es Lolita", es la ecuación de siempre. ¿No acaba molestándole el éxito de Lolita, tan considerable que se puede pensar que usted es el padre de una única niña algo perversa?
Nabokov en 1971


-Lolita no es una niña perversa. Es una pobre niña que corrompen, y cuyos sentidos nunca se llegan a despertar bajo las caricias del inmundo señor Humbert, a quien una vez pregunta: "¿Siempre viviremos así haciendo toda clase de porquerías en camas de hotel?" Pero respondiendo a su pregunta: Su éxito no me molesta. Yo no soy Conan Doyle quién, por esnobismo o pura estupidez, prefería ser conocido como autor de una historia de África (risas), que imaginaba muy superior a su Sherlok Holmes. Y es muy interesante plantearse como hacen ustedes los periodistas, el problema de la tonta degradación que el personaje de la nínfula que yo inventé en 1955 ha sufrido entre el gran público. No sólo la perversidad de la pobre criatura fue grotescamente exagerada sino el aspecto físico, la edad, todo fue modificado por ilustraciones en publicaciones extranjeras. Muchachas de 20 años o más, pavas, gatas callejeras, modelos baratas, o simples delincuentes de largas piernas, son llamadas nínfulas o "Lolitas" en revistas italianas, francesas, alemanas, etc. Y las cubiertas de las traducciones turcas o árabes. El colmo de la estupidez. Representan a una joven de contornos opulentos, como se decía antes, con melena rubia, imaginada por idiotas que jamás leyeron el libro. En realidad, Lolita es una niña de 12 años mientras que Mr. Humbert es un hombre maduro, y el abismo entre su edad y la de la niña produce el vacío entre ellos; entre ese vacío, ese vértigo, la seducción, atracción de un peligro mortal. En segundo lugar, la imaginación del triste sátiro, convierte en criatura mágica a aquella colegiala americana tan trivial y normal en su género como el poeta frustrado Humbert lo es en el suyo. Fuera de la mirada maníaca de Mr. Humbert no hay nínfula. Lolita, la nínfula, sólo existe a través de la obsesión que destruye a Humbert. Éste es un aspecto esencial de un libro singular que ha sido falseado por una popularidad artificiosa.

(...)

-No sé por qué me gustan tanto los espejos y los espejismos. Sé que a los diez años me apasionaban los trucos de magia. La magia a domicilio con sus instrumentos: el sombrero de doble fondo, la varita con la estrella, el juego de cartas que entre los dedos se metamorfosea en cabeza de cerdo. (Pivot ríe) Sí, sí. Todo eso te llegaba en una gran caja de los almacenes Peto, calle de la caravana, cerca del Circo Cíniselli, en San Petersburgo. Dentro venía un manual de magia que enseñaba cómo hacer desaparecer o cambiar una moneda entre los dedos. Yo intentaba hacer esos trucos delante de un espejo, tal como aconsejaba el manual: "Ponte delante de un espejo". Y mi carita, pálida y seria, reflejada en el espejo, me aburría. Me ponía un antifaz negro que me daba mejor cara; pero nunca llegaba a igualar al famoso mago Mister Merlín , a quien solían invitar a las fiestas infantiles y de quien yo intentaba en vano imitar el parloteo, frívolo y engañoso, que mi manual quería que yo recitara para eclipsar mis juegos de manos. Parloteo frívolo y engañoso: he aquí una definición engañosa y frívola de mis obras literarias... Pero esos estudios de escamoteo no duraron mucho. "Trágico" es un término muy fuerte, pero hay algo trágico en el incidente que me hizo abandonar esa pasión, relegar la caja al cuarto trastero con los juguetes difuntos y los títeres rotos. Una tarde de Pascua, en la última fiesta infantil del año, no pude evitar mirar por la ranura de una puerta para ver cómo iban los preparativos que hacía el señor Merlín para su número de salón. Le vi que entreabría un secreter para meter tranquilamente, abiertamente, una flor de papel. Y la familiaridad de aquel gesto era innoble comparada con el hechizo de su arte. Yo entendía de ello, sabía qué ocultaba el frac ajado de un mago, y qué pueden hacer los magos. Ese vínculo profesional, vínculo de mala fe, me llevó a revelar a una primita mía, Mara Jevuska, en qué escondrijo hallaría la rosa que Merlín escamotearía en uno de sus trucos. En el momento crítico, la pequeña traidora, blanca y de pelo negro, señaló con el dedo el secreter, gritando: "¡Mi primo ha visto dónde la ha metido!" Yo era muy joven, pero ya distinguía o creí distinguir la expresión atroz que contrajo las facciones del pobre mago. Cuento este incidente para satisfacer a mis críticos perspicaces que declaran que en mis novelas el espejo y el drama andan muy lejos. Porque debo añadir: cuando abrieron el cajón que los niños señalaban entre burlas... la flor no estaba.

(Risas)

-¡Estaba sobre la silla de mi vecina! ¡Encantadora combinación, gloria del ajedrez!

-Es una historia muy bonita, preciosa. Si bien se mira, hay bastante erotismo en su obra.

-Hay bastante erotismo en la obra de cualquier novelista de quien se pueda hablar sin reírse. Lo que llaman "erotismo" es uno de los arabescos del arte de la novela.

-Lo que sorprende, sobre todo en Ada, es el gusto por el detalle: cada objeto en su sitio, la referencia exacta; todo es muy minucioso en sus libros, usted es un perfeccionista, y un aficionado a las mariposas; en Ada hallamos muchas veces su gusto por ellas.

-Excepto algunas mariposas suizas en Ada, me inventé las especies, pero no los géneros. Es un detalle simpático, ¿verdad? Sostengo que es la primera vez que alguien se inventa mariposas científicamente posibles en una novela. Se me podría responder: usted satisface al sabio y abusa de la ignorancia del lector sobre las mariposas, pues si se hubiese inventado un nuevo tipo de perro o de gato para los señores del castillo, la superchería hubiera irritado al lector, que habría tenido que imaginarse un cuadrúpedo bastante mitológico cada vez que Ada recoge al animal en brazos. Lástima que no haya intentado inventarme cuadrúpedos. Lo siento. Pero me inventé un árbol nuevo para el jardín del castillo. Algo es algo.

-Usted ha escrito este libro maravilloso, La Defensa, ¿es un buen jugador de ajedrez? Y hablando de ajedrez, ¿qué piensa de Fischer?

-Yo era un jugador de ajedrez bastante bueno. No un "Gross Meister" (literalmente Grueso Maestro) como dicen los alemanes. Pero era un buen jugador de círculo, capaz de tender una trampa a un campeón aturdido. Lo que siempre me ha gustado en el ajedrez son las trampas, los trucos ocultos. Por eso abandoné las partidas y me dediqué a la composición de problemas. No dudo que hay un vínculo íntimo entre algunos espejismos de mi prosa y el tejido brillante y oscuro a un tiempo de los problemas de ajedrez, enigmas mágicos, cada uno de los cuales es fruto de mil y una noches de insomnio. Me gusta componer los problemas llamados "suicidas" en los que las blancas obligan a las negras a ganar. Sí, Fischer es un ser extraño pero no tiene nada de anormal que un jugador de ajedrez no sea normal, que sea así. Hubo el caso del gran Rubinstein, a principios de siglo. Del manicomio donde solía vivir una ambulancia lo llevaba cada día a la sala del café donde se celebraba el torneo y después lo devolvía a su casilla negra, después del juego. No le gustaba ver a su adversario, pero una silla vacía más allá de su tablero todavía le irritaba más. Entonces ponían un espejo y el veía su reflejo o quizá al auténtico Rubinstein.

-Fischer es un caso de psicoanálisis.

-No, no, es un gran jugador de ajedrez que tiene pequeñas manías.

¿Alguna vez ha sido psicoanalizado?

¿He sido qué?

Sujeto a algún examen psicoanalítico.

¿Por qué, Dios mío?

Para ver cómo funciona esto. Algunos críticos han sentido que sus comentarios punzantes sobre la moda del freudismo, tal como es llevado a la práctica por los analistas estadounidenses, sugieren un desprecio basado en el conocimiento.

Conocimiento basado en los libros solamente. La experiencia en sí misma es demasiado tonta y desagradable para ser contemplada incluso como una broma. El freudismo y todo lo que ha contaminado con sus grotescas implicaciones y métodos me parece uno de los engaños más viles practicados por las personas sobre ellos mismos y sobre los otros. Lo rechazo totalmente, junto con otras cuestiones medievales que todavía adoran el ignorante, el convencional, o el muy enfermo.

-Me ha parecido entender que no aprecia a Freud.

-No es exacto. Aprecio mucho a Freud como autor cómico. Las explicaciones que da sobre las emociones de sus pacientes y sus sueños son de un burlesco increíble, pero hay que leerlo en la lengua original. No entiendo cómo se le puede tomar en serio. No hablemos más de eso.

-Los escritores políticos tampoco son sus autores de cabecera.

-Muchas veces me preguntan quién me gusta y quién no, entre los novelistas, comprometidos o no, de mi siglo maravilloso. Primero, no aprecio al escritor que no ve las maravillas de este siglo, las pequeñas cosas, la ropa masculina informal, el cuarto de baño que substituye al lavabo inmundo. Las grandes cosas como la sublime libertad de pensamiento en nuestro doble occidente. ¡Y la luna! Recuerdo con qué escalofrío delicioso, envidia y angustia, miraba yo en la televisión los primeros pasos flotantes del hombre sobre el talco de nuestro satélite y cómo despreciaba a quienes decían que no valí la pena gastar tantos dólares para pisar el polvo de un mundo muerto. Detesto pues a los divulgadores comprometidos, a los escritores sin misterio, a los infelices que se alimentan con los elixires del charlatán vienés. Aquellos que aprecio saben que sólo el verbo es el valor real de la obra maestra. Principio tan viejo como verdadero, y eso no ocurre a menudo. No es preciso dar nombres, nos reconocemos por un lenguaje de signos, a través de los signos del lenguaje, o bien, al contrario, todo nos irrita en el estilo de un contemporáneo detestable, incluso sus puntos suspensivos.

-Me han dicho que no le gusta Faulkner. Cuesta creerlo.

-¡No! No soporto la literatura regional, el folklore artificial.

-¿puedo decir que usted, para resumir un poco, tiene la cultura del sabio y además la ironía del pintor?

-Hay un rinconcito en la taxonomía entomológica que yo conocía muy bien, era el maestro, en los años 40, en el museo de Harvard. La ironía del pintor, eso no. La ironía es el método de discusión que usaba Sócrates para confundir a los sofistas; la inventó él y a mí Sócrates, entre otros, me cae muy mal. Por extensión, la ironía es una risa amarga. Mi risa es un chisporroteo bonachón que viene del vientre tanto del cerebro.

Nunca conoceremos el significado de la vida

"Si no hubiera escrito Lolita, los lectores no habrían empezado a encontrar chicas"

Tomado de: http://www.etcetera.com.mx/1999/332/ta0332.htm

Alvin Toffler[2]

¿Siente qué el doble éxito de Lolita ha mejorado su vida o la ha empeorado?

Dejé de impartir clases –éste es casi el único cambio–. Me gustaba mucho dar clases, me gustaba mucho Cornell, me gustaba mucho preparar y dar mis conferencias sobre escritores rusos y grandes libros europeos. Sin embargo, alrededor de los 60, y especialmente en invierno, uno empieza a tener dificultades con el proceso físico de enseñar, levantarse a una hora determinada, la lucha con la nieve en el camino, la caminata por largos pasillos hacia el salón de clases, el esfuerzo de dibujar en el pizarrón un mapa de la ciudad de Dublín de James Joyce, o la disposición de un vagón semidormido del expreso de San Petersburgo a Moscú a principios de la década de 1870, ya que sin entender esto ni Ulises ni Ana Karenina tienen sentido. Por alguna razón mis recuerdos más lúcidos se refieren a los exámenes. Un gran anfiteatro en Goldwin Smith. Exámenes de las 8 am. a las 10:30. Alrededor de 150 estudiantes: jóvenes sin lavarse y sin rasurarse y muchachas razonablemente bien arregladas. Un sentimiento general de tedio y desastre. Ocho y media. Pequeñas toses, limpiarse las gargantas nerviosas, que vienen en racimos de sonidos, el crujir de las páginas. Algunos mártires hundidos en meditación, con sus brazos entrelazados detrás de sus cabezas. Me encuentro con una mirada embotada hacia mí, viendo en mí con esperanza y odio la fuente de conocimiento prohibido. Una chica con lentes se acerca a mi escritorio a preguntar: "Profesor Kafka, ¿quiere usted que digamos que…? ¿O solamente quiere que contestemos la primera parte de la pregunta?". La gran fraternidad de sietes, la columna vertebral de la nación, escribiendo con prisa y a velocidad constante. Un crujido que se eleva simultáneamente. La mayoría da la vuelta a la página de sus cuadernillos de exámenes, buen trabajo en equipo. La sacudida de una muñeca acalambrada, la tinta que falla, el desodorante que ya no funciona. Cuando pesco miradas dirigidas hacia mí, inmediatamente se elevan al techo en un acto de meditación piadosa. Los cristales de la ventana se empañan. Los muchachos se quitan los suéteres. Las muchachas mascan goma en rápida cadencia. Diez minutos, cinco, tres, se acabó el tiempo...

Muchos lectores han concluido que el gusto prosaico que al parecer usted encuentra más estimulante es el de las costumbres sexuales de Estados Unidos.

El sexo como institución, el sexo como noción general, el sexo como problema, el sexo como una trivialidad; todo esto es algo que encuentro muy tedioso para las palabras. Mejor saltémonos el sexo.

Hablando del muy enfermo, usted sugirió en Lolita que el apetito de Humbert hacia las adolescentes es el resultado de una experiencia de amor no correspondida durante la infancia; en Invitation to a Beheading usted escribió sobre una niña de 12 años, Emmie, que está interesada eróticamente en un hombre que le dobla la edad; y en Bend Sinister su protagonista sueña que está "subrepticiamente disfrutando a Mariette (su sirvienta) mientras ella se sienta, encogiéndose un poco, en su regazo durante el ensayo de una obra en la que se supone que ella es su hija". Algunos críticos, al escudriñar sus obras en busca de pistas acerca de su personalidad, han mencionado este tema recurrente como evidencia de una preocupación insana de su parte con el tema de la atracción sexual entre chicas pubertas y hombres de mediana edad. ¿Siente que puede haber algo de verdad en esta acusación?

Pienso que sería más correcto decir que si no hubiera escrito Lolita, los lectores no habrían empezado a encontrar chicas en mis otras obras y en sus propios hogares. Me parece muy divertido cuando una persona, amable y educadamente, me dice –probablemente sólo con el fin de ser amable y educado–: "Sr. Naborkov", o "Sr. Nabahkov", o "Sr. Nabkov", o "Sr. Nabohkov", dependiendo de sus habilidades lingüísticas, "tengo una hija que se comporta como una Lolita". La gente tiende a subestimar el poder de mi imaginación y mi capacidad de desarrollar seres sucesivos en mis escritos. Y luego, por supuesto, está ese tipo especial de crítico, el demonio interesado en indagar lo humano, el vulgar divertido. Por ejemplo, alguien descubrió afinidades reveladoras entre el romance juvenil de Humbert en el Riviera con mis propios recuerdos sobre la pequeña Colette, con quien construía castillos de arena en Biarritz cuando tenía diez años. El melancólico Humbert tenía, por supuesto, 13 años y estaba en la agonía de una excitación sexual bastante extravagante, mientras que mi romance con Colette no tenía muestra alguna de deseo erótico y, por supuesto, era perfectamente común y corriente. Por supuesto, a los nueve y diez años de edad, en ese escenario, en esos tiempos, no sabíamos absolutamente nada acerca de los falsos hechos de la vida que ahora imparten a los infantes los padres progresistas.

¿Por qué falsos?

Porque la imaginación de un niño pequeño –especialmente un niño de ciudad– inmediatamente distorsiona, estiliza, o bien altera los asuntos extraños que se le cuentan sobre las abejas, y de cualquier forma ni él ni sus padres pueden distinguir entre una abeja y un abejorro...

Otro crítico ha escrito sobre usted que "la tarea de escudriñar y seleccionar justamente la correcta sucesión de palabras de esa memoria políglota, y de arreglar sus matices con múltiples reflejos hacia la yuxtaposición perfecta, debe ser un trabajo físicamente exhaustivo". ¿Cuál, de todas sus obras, en este sentido, diría usted que fue la más difícil de escribir?

Oh, Lolita, naturalmente. Me faltaba la información necesaria, esa fue la dificultad inicial. No conocía ninguna chica estadounidense de 12 años, y no conocía Estados Unidos; tuve que inventar Estados Unidos y a Lolita. Me había tomado como 40 años inventar Rusia y la Europa occidental, y ahora me enfrentaba a una labor similar, con menor cantidad de tiempo a mi disposición. Obtener tales ingredientes locales para que me permitiera inyectar una "realidad" media a la mezcla de imaginación individual probó ser, a los 50 años, un proceso más difícil que lo que había sido en la Europa de mi juventud.

¿Es cierto que usted escribe de pie, y que escribe a mano en vez de escribir a máquina?

Sí, nunca aprendí a escribir a máquina. Generalmente comienzo el día en un precioso y antiguo atril que tengo en mi estudio. Más tarde, cuando siento que la gravedad empieza a picarme en las pantorrillas, me siento en un sillón cómodo junto a un ordinario escritorio; y finalmente, cuando la gravedad empieza a escalar por mi espina dorsal, me recuesto en un sofá que está en la esquina de mi pequeño estudio. Es una rutina solar agradable. Pero cuando era joven, en mis 20 y principios de mis 30, solía a menudo pasarme todo el día en la cama, fumando y escribiendo. Ahora han cambiado las cosas. Prosa horizontal, verso vertical y glosa sedentaria continúan cambalacheando los calificativos y arruinando las aliteraciones...

¿Qué es lo que usted observa como su principal falla como escritor, además de la capacidad de olvido?

La falta de espontaneidad; la molestia de pensamientos paralelos, segundos pensamientos, terceros pensamientos; la inhabilidad de expresarme apropiadamente en cualquier idioma a menos que componga cada maldito enunciado en mi baño, en mi mente, en mi escritorio.

Actualmente podemos decir que le está yendo bastante bien.

Es una ilusión.

Su respuesta puede tomarse como confirmación de algunos comentarios críticos en cuanto a que usted es un "tomador de pelo incorregible", "un superchero", y un "agente provocador literario". ¿Cómo se percibe usted mismo?

Pienso que lo que más me gusta de mí mismo es que nunca me ha consternado la sandez o la ira de los críticos, y nunca en mi vida he pedido o dado las gracias a un corrector por su revisión. Lo segundo que más me gusta… ¿o debo mencionar sólo uno?

No, por favor continúe.

El hecho que desde joven –tenía 19 cuando salí de Rusia– mi credo político se ha mantenido tan frío e inmutable como una roca. Es tan clásico hasta el punto de la trivialidad. Libertad de palabra, libertad de pensamiento, libertad de arte. La estructura social o económica del Estado ideal me preocupa muy poco. Mis deseos son modestos. Las fotografías de los jefes de gobierno no deben ser más grandes que una estampilla postal. No a la tortura y no a las ejecuciones. No a la música, excepto aquella que venga de audífonos, o la que se toque en teatros.

¿Por qué no a la música?

No tengo oído musical, una carencia que lamento profundamente. Cuando asisto a un concierto –que ocurre más o menos cada cinco años– me esfuerzo resueltamente para seguir la secuencia y la relación de los sonidos, pero no puedo mantenerla por más de unos cuantos minutos. Impresiones visuales, reflejos de las manos en la madera laqueada, una asidua región rala en un violín, todo esto toma el control, y pronto me encuentro extremadamente aburrido por los movimientos de los músicos. Mi conocimiento sobre música es muy breve; y tengo una razón especial para encontrar mi ignorancia e inhabilidad tan lamentables, tan injustas: hay un maravilloso cantante en mi familia, mi propio hijo. Su gran don, la rara belleza de su tono grave, y la promesa de una carrera espléndida, todo esto me afecta profundamente, y me siento tonto durante una conversación técnica entre músicos. Estoy perfectamente consciente de los muchos paralelismos entre las formas de arte de la música y las de la literatura, especialmente en cuanto a la estructura pero, ¿qué puedo hacer si mi oído y mi cerebro se rehusan a cooperar? He encontrado un peculiar sustituto de la música en el ajedrez –más exactamente, en la composición de problemas de ajedrez–...

Se le ha citado diciendo: mis placeres son los más intensos conocidos por el hombre: cazar mariposas y escribir. ¿Son de alguna manera comparables?

No, pertenecen esencialmente a diferentes tipos de placer. Ninguno de los dos es fácil de describir a una persona que no los ha experimentado, y cada uno de ellos es tan obvio para el que sí lo ha hecho, que una descripción sonaría cruda y redundante. En el caso de la caza de mariposas, creo que puedo distinguir cuatro elementos básicos. Primero, la esperanza de la captura –o la captura de hecho– del primer especimen o una especie desconocida para la ciencia: éste es el sueño en la mente de cada lepidóptero, sea que se encuentre escalando una montaña en Nueva Guinea o cruzando un pantano en Maine. En segundo lugar está la captura de una mariposa muy rara o muy regional, que has contemplado perversamente en libros, en revistas científicas desconocidas, en las ilustraciones espléndidas de famosos libros, y que ahora la ves volar en su hábitat natural, entre plantas y minerales que adquieren una magia misteriosa a través de la íntima asociación con las rarezas que producen y soportan, de tal manera que un paisaje determinado vive dos veces: como un área deliciosamente inexplorada con derecho propio, y como la cacería de una cierta mariposa o polilla. En tercer lugar, existe el interés del naturalista en desenmarañar las historias de vida de los insectos poco conocidos, en aprender sobre sus hábitos y estructura, y en determinar su posición en el esquema de clasificación, un esquema que puede ser en ocasiones explotado con placer en un despliegue deslumbrante de fuegos artificiales polémicos cuando un nuevo descubrimiento altera el viejo esquema y confunde a sus campeones obtusos. Y cuarto, uno no debe ignorar el elemento de deporte, de suerte, de movimiento enérgico y proeza sólida, de fin de una búsqueda ardiente y ardua en el triángulo sedoso de una mariposa doblada que yace en la palma de la mano.

¿Qué hay acerca de los placeres de escribir?

Corresponden exactamente a los placeres de leer, la dicha, la felicidad de una frase se comparte entre el escritor y el lector: entre el escritor satisfecho y el agradecido escritor, o –que es lo mismo– entre el artista agradecido a la fuerza desconocida en su mente que ha sugerido una combinación de imágenes y el lector artístico a quien satisface esta combinación.

Todo buen lector ha disfrutado de unos cuantos buenos libros en su vida, así que ¿por qué analizar las delicias que ambas partes conocen? Escribo principalmente para artistas, amigos artistas y artistas seguidores. Sin embargo, nunca podría explicar adecuadamente a ciertos estudiantes en mis clases de literatura los aspectos de la buena lectura, el hecho de que lees un libro de un artista no con tu corazón (el corazón es un lector notablemente estúpido), y no con tu cerebro solo, sino con tu cerebro y tu espina. "Damas y caballeros, el hormigueo en la espina en realidad les dice lo que el autor sintió y quiso que sintieran". Me pregunto si alguna vez podré medir nuevamente con manos dichosas la amplitud de un atril y clavarme en mis notas ante el abismo comprensivo de una audiencia universitaria...

¿Existen algunos autores contemporáneos que disfrute leer?

Tengo algunos favoritos, por ejemplo, Robbe-Grillet y Borges. ¡De qué manera tan libre y gratificante uno respira en sus maravillosos laberintos! Amo su lucidez de pensamiento, la pureza y la poesía, la ilusión en el espejo.

Muchos críticos sienten que esta descripción se aplica de manera no menos apta a su propia prosa. ¿Hasta qué punto siente que la prosa y la poesía se entremezclan como formas de arte?

Con excepción de que empecé más temprano –esa es la respuesta a la primera parte de su pregunta–. En cuanto a la segunda: bueno, la poesía, por supuesto, incluye toda la escritura creativa. Nunca he sido capaz de ver ninguna diferencia genérica entre la poesía y la prosa artística. De hecho, me inclinaría a definir un buen poema de cualquier longitud como un concentrado de una buena prosa, con o sin la adición de ritmo y rima recurrentes. La magia de la prosodia puede mejorar lo que llamamos prosa al extraer el sabor completo del significado, mas en la prosa sencilla también hay ciertos patrones rítmicos, la música del fraseo preciso, el latido del pensamiento proporcionado por las peculiaridades recurrentes de la locución y la entonación. De igual manera que las clasificaciones científicas actuales, hay mucha superposición en nuestro concepto de poesía y prosa hoy. El puente colgante entre ellos es la metáfora.

También ha escrito que la poesía representa "los misterios de lo irracional percibidos a través de palabras racionales". Sin embargo, muchos sienten que lo "irracional" tiene poco espacio en una era cuando el conocimiento exacto de la ciencia ha empezado a sondear los misterios más profundos de la existencia. ¿Está de acuerdo?

Este aspecto es muy engañoso. Es una ilusión periodística. De hecho, mientras más grande sea la ciencia de uno, más profundo es el sentido de misterio. Más aún, no creo que ninguna ciencia de hoy haya penetrado ningún misterio. Nosotros, como lectores de periódicos, tendemos a llamar "ciencia" a la habilidad de un electricista o la jerigonza de un psiquiatra. Esto, en el mejor de los casos, es ciencia aplicada, y una de las características de la ciencia aplicada es que el neutrón de ayer o la verdad de hoy se mueren mañana. Sin embargo, incluso en el mejor sentido de la "ciencia" –como el estudio de la naturaleza visible y palpable, o la poesía de las matemáticas puras y la filosofía pura– la situación continúa tan desesperada como siempre. Nunca conoceremos el origen de la vida, o el significado de la vida, o la naturaleza del espacio y el tiempo, o la naturaleza de la naturaleza, o la naturaleza del pensamiento.

El entendimiento de estos misterios por el hombre está englobado en su concepto de un ser divino. Como pregunta final, ¿cree en Dios?

Para ser bastante cándido –y lo que voy a decir ahora es algo que nunca he dicho antes, y espero que provoque un saludable escalofrío– sé más de lo que puedo expresar en palabras, y lo poco que puedo expresar no habría sido expresado si yo no hubiera sabido más


* (1) Extraído de la serie de videos de Los Monográficos de Apostrophes, editados por Trasbals, ya distribuidos en España, y próximamente en América.

[1] (*) Vladimir Nabokov nació en San Petersburgo en 1899 y murió en Montreaux, Suiza, en 1977. Pertenecía a una antigua familia que tuvo que exilarse en 1919. Escribió primero en ruso y después en inglés. El éxito internacional le llegó gracias al escándalo que provocó su novela Lolita. Otros libros importantes de Nabokov son: Pnin, Pálido Fuego, Ada o el ardor y Habla, memoria. Así también sus Cursos de literatura europea, Curso de literatura rusa y Opiniones Contundentes.

[2] En 1963 Alvin Toffler entrevistó por escrito a Vladimir Nabokov. El resultado lo publicó la revista Playboy en enero de 1964. Estos son algunos fragmentos. Traducción: Carmen Navarrete.

Perros


Para Toño y Juan Fernando


La esquina está oscura, como si se hubieran fundido los bombillos de los postes en toda la cuadra, pero me tranquiliza ver que el semáforo funciona. Iluminado por el rojo protector de su luz cruzo la calle. ¿Las doce? Deberían pasar algunos carros... Parece que soy la única persona en la calle. Efecto lunes. Al rato viene una mini avalancha de carros, tres particulares a mil y dos taxis ocupados que andan todavía más rápido. Luego nada. Luego otra avalancha. Luego nada. Algún semáforo enloquecido debe estar causando estas pulsaciones. Ni un vigilante, ni un indigente, ni un borracho. ¿Un atracador? Ni eso... Se me pasan un par de taxis, van tan rápido que no alcanzo a estirar la mano.

Algo comienza a moverse al otro lado de la calle. Trato de enfocar mi mirada en la oscuridad. Son unos perros. Diez o doce. Cuando veo que quieren cruzar la calle me siento menos solo. No esperan el cambio de semáforo y están al lado mío en un momento. A medida que van llegando me rodean, quietos como estatuas, mirando hacia los que faltan por cruzar. No ladran ni gruñen, sólo esperan. Cuando sólo falta uno, oigo el chirrido de las llantas frenando en el pavimento y el golpe del carro contra el animal. Los perros y yo levantamos la cabeza, confundidos, y sólo atinamos a ver un carro alejándose. Hacemos un silencio total, no ladramos, ni gritamos, ni siquiera respiramos. Apenas nos quedamos quietos, esperando.

En la oscuridad apenas puede verse la silueta amarillenta del perro atropellado, tirado en la mitad de la calle. Quiero correr, recogerlo, ver si está vivo, pero la inmovilidad de los que me rodean es contagiosa. Lo único que hacemos es estirar nuestra nariz, aguzar el oído, esperar. Viene otro carro. Otra vez el ruido de las llantas y el timonazo para esquivar el bulto que está en el piso. Es un milagro que no le pase por encima. Tan pronto el carro se aleja, los sobrevivientes se van. Camino por el andén tratando de acercarme un poco y el animal comienza a chillar. Es un sonido largo, sostenido, que me eriza todos los pelos de la cabeza. El resto de la manada se detiene y espera un momento. Los chillidos no paran. Al rato los demás se van en grupo hasta la esquina y siguen calle abajo.

Bajo a la calzada, pero viene otro carro que me pasa muy cerca. Apenas alcanzo a subirme al andén. El perro deja de chillar y se incorpora despacio. No puedo creerlo. Camina cojeando hasta donde estoy. Sube al andén y nos miramos. Estiro mi mano hacia él. Cuando le toco la cabeza chilla y se aleja un poco. Le señalo la calle por la que se han ido los demás y camino en la dirección contraria. Después de unos pasos me doy cuenta de que viene detrás de mí. Sonrío: quizá lleguemos juntos hasta mi casa.

Publicado en el primer número de la revista El Perro, México, febrero de 2007.

Fragmento de "Contra el nudismo"

3.


Mentiría si dijera que descubrí esta particularidad anatómica a lo largo de mi larga experiencia amatoria. Quisiera pensarlo así, como en una película. Quisiera que algún día me hubiese sido dado desnudar a una mujer a pleno sol y haberlos encontrado. Quisiera haberlos descubierto, haber sido un anatomista comparable con los que estudiaron la estructura del cerebro o del sistema linfático. Quisiera que mi nombre estuviera asociado para siempre a este accidente de la espalda baja. Pero no, mi primer atisbo de lo que sería luego una obsesión llegó a través de los libros.


Cerca de uno de mis tíos vivía una mujer de unos treinta y cinco años. Con alguna regularidad se la veía en las reuniones familiares, era amiga de la esposa de mi tío y juntas trataban de asumir cierta seudoliberalidad dentro del breve margen de acción que permitía la clase media. Así, mi tía política tenía a su amiga Marta: soltera, independiente y libre, mientras que Marta tenía una confidente, una compañía con quien charlar por las tardes y una cómplice para cuando estaba en plan de levantarse a alguien.


Pasaban mucho tiempo juntas. Conocí su casa porque alguna vez que se fue a pasar un par de días en Cartagena con su novio de turno, nuestra tía nos pidió, a mi primo Jorge y a mí, que durmiéramos allá un par de noches para que no estuviera desocupada. Supuestamente seríamos una garantía de seguridad contra los ladrones, como si un par de culicagados de doce años pudieran haber detenido a Los norteños o a los R-15.


Estábamos en vacaciones de mitad de año, me llevaba muy bien con mi primo y a esa edad siempre estaba buscando alguna manera de dormir fuera de la casa. Así que armados de una Coca Cola litro (no existían las de 1.5, 2 o 2.5 litros y la palabra “megafamiliar” en esos días habría sonado a plan en Melgar) muchas papas fritas, salchichas en lata y un par de sánduches, nos instalamos en su casa. Curioseamos de tal forma que si Marta nos hubiera visto se habría indignado. Revisamos la casa centímetro a centímetro, sin saber muy bien qué buscábamos. Creo que ni siquiera tratábamos de encontrar nada, simplemente aprovechábamos la posibilidad de husmear en el mundo secreto de una mujer atractiva, soltera y mayor que nosotros. Nos imaginábamos quién sabe que vida loca, pero la primera exploración fue decepcionante: muchas Cosmopolitan, un ropero gigante y una alacena con muchas latas fueron nuestro inventario. Nos comimos una lata de carne de diablo, leímos en voz alta los artículos sobre sexo de las Cosmo y atacamos el último desafío: la exploración del ropero. Los dos sabíamos qué era lo que queríamos ver y sin mayores preámbulos atacamos el cajón en el que Marta guardaba su ropa interior. Los brassieres no fueron muy estimulantes, a pesar de la fijación adolescencial por las tetas. Las copas vacías no eran tan sugestivas, en vez de estímulo para imaginar lo que habitualmente las llenaba, nos lanzaban a la cara su carencia, su ausencia. Con el tiempo vine a entender que es una prenda demasiado funcional, falsamente erotizada por sus fabricantes y por las agencias de publicidad. Bueno, un corsé al estilo del siglo XVIII ya es otra cosa, pero nuestra Marta no llegaba tan lejos en sus gustos. Y precisamente por eso tampoco había ligueros, fajas de cuero ni cosas por ese estilo. De manera que pasamos rápidamente a los calzones y la cosa marchó mejor, muchísimo mejor. Gracias a uno de ellos viví una de las experiencias eróticas más fuertes que tuve en aquellos tiempos exclusivamente autosexuales. Pero eso fue la noche siguiente, en medio de un acto de travestismo íntimo y encerrado en el baño mientras mi primo dormía. Esa noche nos limitamos al repaso concienzudo de la colección personal de la vecina. Nada del otro mundo, supongo que se había llevado los mejores a su viaje. Mucho algodón, pocos colores, todo se mantenía entre el blanco, el negro y un azul tan tierno que ahora, al recordarlo, no puedo evitar uno que otro suspiro nostálgico. A medida que los íbamos sacando, tocando, oliendo y poniendo a contraluz, me entraron ganas de amontonarlos en la cama, desnudarme y revolcarme entre ellos hasta que la vida se me fuera. Pero estaba con mi primo, así que me tocó controlarme, limitarme a las risitas, a jugar con los elásticos, a la mutua confesión de que Marta estaba muy buena y cosas de ese estilo. Adolescencia del demonio, por fortuna abandonada para siempre.


Jorge se cansó del jueguito y dijo que me tenía una sorpresa. Me llevó hasta la cocina, donde habíamos dejado nuestras provisiones, y con una gran sonrisa sacó del fondo de su morral un six pack de Clausen (la única cerveza nacional en lata por esos días) y un paquete de Derby. Metimos cuatro cervezas al congelador, comenzamos a tomar las primeras aún tibias y cada uno prendió su respectivo cigarrillo. En el bar encontramos una botella de aguardiente Néctar e hicimos los submarinos de rigor. Nos emborrachamos con esa velocidad y esa euforia de las primeras veces, oímos música a todo volumen y yo tuve el valor de confesarle que estaba totalmente enamorado de Sandra, una niña preciosa que usaba un parche para corregir su estrabismo, a la que él y otros tres chiquicafres atormentaban en la ruta del colegio. Él no entendió por qué me gustaba tanto. ¿Se puede entender algo así, la sensación que nos produce una belleza que está más allá de la que todos pueden ver, precisamente eso indefinible que sólo uno y nadie más es capaz de reconocer? A pesar de eso me prometió guardar mi secreto y no molestarla más. Juntos imaginamos mil maneras de decirle lo que yo sentía. Valor de borracho, porque nunca lo hice. Muchos años después, cuando estábamos terminando el bachillerato, cada uno en un colegio distinto, me crucé con ella en la calle. Ni nos saludamos. Y sin embargo todavía me gustaba. Pero eso es otra historia. Esa noche terminamos jinchos, durmiendo vestidos en la cama doble de Marta.


Una de las pocas cosas que extraño de esa edad es la impunidad alcohólica, la casi imposibilidad de tener un guayabo. Podíamos emborrachamos como locos y levantarnos perfectos al día siguiente. Una vez se tiene el primer guayabo, la cosa se echó a perder para siempre. Me levanté con un poco de sed y después de tomar agua, mientras mi primo dormía profundamente, me dediqué a desparecer las evidencias de la noche anterior. Mi tío nos iba a recoger a las nueve de la mañana y como eran apenas las siete no desperté a Jorge, sino que me puse a curiosear en la biblioteca. No era gran cosa, unos treinta libros, la mayoría del círculo de lectores. Novelas de suspenso, libros de dietas, En forma con Jane Fonda y cosas de esas. Pero en una esquina, camuflada detrás de un disco de Julio Iglesias, había una mini colección de libros sobre sexo. Mi emoción fue absoluta, me lancé sobre el Diccionario visual del sexo y pasé ansiosamente página tras página. Ahí aprendí algunas palabras básicas para actos ya imaginados pero cuyo nombre técnico ignoraba. Cunnilingus. Fellatio. Palabras que alborotan en cualquiera el deseo de estudiar latín. Pedicabo ego vos et irrumabo. Ví fotos de Sex-shops, aunque los del libro eran más interesantes que los que años después visité en Chapinero. Andaba en esas cuando mi primo se levantó y compartí con él mi descubrimiento. Todavía lo recuerdo aterrado, señalándome el dibujo de una mujer que recibía sexo oral y diciendo “mire la cara que le pintaron, eso es exagerado” y yo “¡cómo que exagerado, una nena se puede enloquecer así si uno se la sabe chupar!” Hablaban los dos expertos, claro. Y si lo mío son los calzones, lo de mi primo eran las mamadas, no porque me haya pedido una, ni tampoco porque se hubiera ofrecido a hacérmela, sino porque aún lo recuerdo hipnotizado con una foto: una escena de un rodaje porno en la que a un hombre megavergón (iba a decir un pene grande, un príapo contemporáneo o cualquier babosada de esas, pero el tamaño y fortaleza del portento exigen cierta crudeza para expresar su poder) se la está chupando una mona con rizos amplios, de rodillas sobre la cama, mientras que un camarógrafo con jean y camiseta hace un ultraprimerísimoprimer plano de la acción bucal. Nuestra gran discusión se dio alrededor de la siguiente pregunta “¿Cómo hace el camarógrafo para que no se le pare?” Y nuestras ideas oscilaban desde “la tiene parada y no se nota” hasta “el man ya debe estar acostumbrado”. De nuevo, lo dos peritos debatiendo.


En la biblioteca secreta también estaba el libro del doctor Andreu, un sexólogo rumano con vocación de poeta. Podría esforzarme horas y no lograría alcanzar una metáfora medianamente cercana a las suyas, cosas del estilo “el valle almizclado del peregrino” para referirse a la entrepierna femenina, o “el extinguidor del incendio húmedo” para referirse a un buen pene dispuesto para la acción. Aunque en ese momento sus palabras eran el punto medio entre lo arrechante y lo risible, ahora creo que leer al doctor Andreu permite comprender por un momento esa ancestral relación entre los vampiros y la belleza. Como sexólogo creo que no era la gran cosa, pero ¿hay alguno que lo sea? Decidí llevarme uno de los libros para seguir leyéndolo en la casa, acababa de terminar ¿Por quién doblan las campanas? y no había decidido con qué seguir. Así que eché mano del más discreto, un volumen marrón de formato pequeño y con un desnudo artístico en la portada, Hacer el amor de Eric Berne: menos atractivo que los otros, salvo por la carátula, pero más camuflable. Que me iba a imaginar que ahí estaba esperándome el romboide de mi vida.


Después de almorzar me encerré en mi cuarto a leer el libro, al cerrar la puerta ya la tenía parada de la emoción, ah adolescencia, por desgracia ida para siempre, y comencé con la lectura más decepcionante de mi vida. Más que El general en su laberinto o The Buenos Aires affaire. El libro no era más que una larga perorata sobre las personalísimas opiniones del autor acerca de lo bueno que es tirar, cuando es bueno hacerlo y cuál es la etiqueta del sexo, como si una cosa así fuera aceptable. Que exista vaya y pase, pero que se reconozca por escrito su existencia, eso es otra cosa. Iba a dejar tirado el libro pero me salté cincuenta páginas y caí en otra parte, en la que el autor decía que el súmmum de la perfección del cuerpo femenino era el romboide de Michaelis, delimitado por la parte superior del coxis y los dos hoyuelos que hay en la baja espalda. Supuse que el límite superior de la figura se hallaba trazando una línea imaginaria desde cada hoyuelo, formando un ángulo idéntico al que define el vértice inferior. Por esos días mi clase favorita era la de geometría.


A lo largo de mi vida he visto con una mezcla de admiración y envidia a muchos personajes célebres: Paul Gauguin, Henri Matisse, Jackson Pollock, Cassimir Malevitch, Erik Satie, Gustavo Cerati, Trent Reznor, Manuel Puig, Francis Scott Fitzgerald, Stéphane Mallarmé, William Butler Yeats, Aristarco de Samos, Johannes Kepler, James Maxwell... Pero a ninguno tanto como al maldito Michaelis ese, del que sólo pude averiguar su nombre completo y su ocupación: Gustav Adolf Michaelis, óbstetra alemán. En el colegio habíamos hablado de los órganos sexuales, del coito, del ciclo menstrual, de las hormonas, pero jamás mi profesora de biología había incluido esa parte del cuerpo en sus clases de educación sexual. Mínimo ella tenía el par de hoyuelos sacros y no se había dado cuenta. A partir de ese momento comencé a buscarlo obsesivamente. Bueno, más que al mismísimo romboide, a los dos hoyuelos que en ocasiones lo adornan a lado y lado. En fotos, claro está. Pero nunca pude encontrarlos a pesar del voraz consumo de pornografía que caracterizó mi adolescencia.


Esa noche volvimos a donde Marta. Devolví el libro sin que Jorge se diera cuenta, y repetimos la borrachera. Como era de esperarse, en mi mente juvenil se creó una relación indisoluble entre Marta, el romboide y los dos huequitos. Me robé unos calzones azul oscuro de corte clásico y pasé tardes enteras acariciando con devoción el elástico, imaginando que había ceñido el romboide y tratando de calcular si los hoyuelos quedaban o no cubiertos por el borde del calzón. Cuando volvió de su viaje nos regaló a Jorge y a mí unos chocolates gringos, agradeciéndonos nuestra labor de vigilantes. Casi no me sale la voz de la garganta cuando tuve que darle las gracias.


Me obsesioné con ella y su calzón. Olfateé muchas veces el refuerzo de algodón, tratando de capturar cualquier vestigio de su olor íntimo. Rompí el elástico a fuerza de ponérmelos. El algodón comenzó a soltar motas de tanto sobarlo. Y si eso pasaba con la prenda, ni qué decir de la infinidad de cosas que Marta y yo hicimos en mi imaginación. Por desgracia la historia acabó mal. La esposa de mi tío invitó a Marta a una fiesta en su casa. Desde el comienzo fue la comidilla de mis tías. Que cómo se viene vestida así, con esa faldita, a una reunión familiar. Que veánla tomando trago como si fuera un hombre. Que mírenla cómo se ríe, cómo coquetea con todos. Justo las cosas que nos tenían a Jorge, a Roberto y a mí viéndola hipnotizados desde una esquina. Por culpa de ella no prestábamos atención a nadie más, sólo de vez en cuando Jorge y yo bailábamos con nuestras primas, que tampoco la querían mucho pero que al menos refrenaban sus comentarios. Roberto era el más libre de los tres: era el hermano menor de la esposa de mi tío y había tratado más a Marta, a fin de cuentas era amiga de su hermana. A sus diecisiete años lo tenía sin cuidado cualquier comentario. Esa noche bebió todo lo que se le atravesó y envalentonado la sacó a bailar cuando ya la fiesta estaba animada. No se soltaron más. Ella le dedicó toda su atención, todas sus risas, toda su coquetería. El ambiente se puso tenso: a mis tíos no les importó mucho y siguieron tomando whisky hasta emborracharse, pero a mis tías esto ya les pareció el colmo de la desfachatez. A mí se me rompió el corazón. En un acto desesperado la saqué a bailar en un momento en que Roberto se había ido al baño. Ella aceptó pero tan pronto él volvió, se soltó, me acarició la mejilla como si fuera un niño y siguieron bailando juntos. El resto de la fiesta me lo pasé en la cocina, intoxicándome a punta de vodka con jugo de naranja. Después de comer, Roberto fue a buscarme radiante de la emoción: Marta le había pedido que la acompañara a la casa.


En la familia no volvió a tocarse el tema y la esposa de mi tío dejó de hablar con ella. En un gesto de despecho total, del que luego me arrepentí muchas veces, boté el calzón azul, sin ser consciente de que era lo único que nos unía.

lunes, 4 de agosto de 2008

Versiones de montaña

Versiones de montaña

Andrés Díaz

I.-

En la versión censurada, el bus toma la ruta del cañón, dejando atrás el bochinche de los campesinos que llegan desde las veredas a la plaza de mercado. Desciende hasta el boquerón, entre la vegetación insomne y despojos del aguacero y luego empieza el ascenso hasta el primer corregimiento. La ondulación de la sierra se va volviendo más rigurosa. La carretera se convierte en un camino sin pavimentar enredado entre montañas. Se observan los restos de casas arrasadas años atrás por la creciente, y muros derruidos de lo que fuera una edificación de colegio u hospital. El bus se detiene en cada uno de los poblados, esperando a que los hombres descarguen y a los nuevos viajeros, quienes se acomodan rápidamente, resguardándose con sombreros y ruanas. Hay siempre afán. El chofer se toma con apuro un café; recibe recados para los de más arriba, cuenta los cupos vacíos y escucha reportes sobre el clima y la seguridad.

Desde lejos, cuando el día está despejado, se observa la cima del nevado. Pero hoy la niebla cierra el horizonte y por momentos parece como si entrara en una cumbre extraviada en el tiempo. Forzado por la gravedad de acantilados cada vez más profundos, sube con dificultad, las llantas resbalan y la carga se mece peligrosamente, a punto de precipitarse en la nada.


Llegan al último caserío. Un pesebre diluido en la neblina perpetua de las estribaciones, acosado por las crecientes del río. Levantado a un lado del cañón, parece un balcón de casas pobres, adosado a un extremo de los páramos que resguardan, como pretores, el valle de los nevados. Todo es lento y eterno, rasgado a veces por la llegada de hombres armados, por la migración de águilas que vuelan hacia la Patagonia o por las excursiones de montañistas que, a pesar de las noticias sobre enfrentamientos armados, vienen a escalar.

En la plaza principal descansan los soldados que han llegado desde la semana anterior. Caminan despacio, como si estuvieran guardando fuerzas para los combates de más arriba; a veces miran con curiosidad o recelo a los que llegan, especialmente a los montañistas. Pero estos parecen sentirse invulnerables a los hechos que aquí ocurren; se ponen las mochilas en los hombros, conversan o miran las nubes y las montañas intentando presagiar el tiempo de los próximos días.

Confundida entre el grupo de deportistas, una pareja compuesta por un hombre maduro y su hijo ayudan a desatar el equipaje y toman, - junto con el equipo de montañistas, personal de socorro y campesinos -, el camino hacia el nevado del Tolima.

Poco a poco el grupo se dispersa. Los que quedan, - el hombre maduro, el joven y los montañistas que prefieren tomar la ruta que llaman La Cueva -, paran en un hospedaje de cabañas de madera y piscinas termales. Comen, mientras unos niños corretean entre gritos de júbilo por la ladera de la montaña, pateando la cabeza de un cordero. Los chillidos de terror de los ovejos a punto de morir son seguidos por el temblor estentóreo de los que, aún calientes, cuelgan boca abajo. Las moscas trazan volutas, evadiendo con pereza el manoteo que las rechaza. Sus alas parecen aferradas por una estela invisible y fatal a la carne de variado color rojizo. En la cocina, las mujeres preparan los enjuagues de sal para conservarla. Los comensales las ahuyentan con desidia pues el frío ha recrudecido y el hambre no da tiempo para el asco.

Algunos de los montañistas se separan, tomando por La Cueva. Basta mirar en qué consiste ese “camino” para sentir miedo. Una pared de caliza húmeda, más húmeda aún por el musgo y los helechos, que solamente podría escalarse con lazos o prendido como un escarabajo. Otros, en cambio, prefieren un camino largo: tres días zigzagueando entre montañas, lagunas, precipicios y pantanos.

Siguen por un cañón apertrechado de nubes. La tierra está perpetuamente mojada; las horas pasan y la tarde precoz baña los frailejones de un suave color miel. Desde allí, cuenta el arriero que funge de guía, se divisa en las noches la ciudad, un resplandor que titila como una lámpara a punto de apagarse.

Antes de que anochezca, alcanzan – fatigados - un remanso de casas alrededor de una laguna. Los montañistas se instalan en una cabaña construida adrede para los que vienen a escalar. El casero, un rostro viejo esculpido en roca, advierte que no hay más habitaciones. El arriero explica que ellos van donde Ulises. El hombre piensa un rato, incómodo. Los lleva a una casita que sirve de depósito. Tira un colchón al lado de bultos de concentrado, leña y herramientas de labranza: No se pueden encender velas ni fósforos.

Extenuados por la caminata, se adormecen, mientras la oscuridad borra lentamente el sol de los venados. Temeroso de la noche, el hombre maduro regresa a la cabaña y espera a que el último de los montañistas se vaya a dormir.

Supersticiones de por aquí, comentan, cuando arrecia la neblina se oyen voces que confunden a los viajeros y los extravía.

Uno de ellos señala una masa de nubes anaranjadas y repite la historia del arriero sobre la ciudad. Otro se mofa, incrédulo.

-Quizás sea un mito – se excusa el otro - Pero a los de aquí les gusta contarlo y vale la pena repetirlo, así no sea cierto. Se queda pensando y agrega: Tal vez crean así que no están lejos del mundo.

Cuando todos los montañistas se han ido, regresa a la habitación. Intenta dormir, dejando entreabierta la puerta que da al gallinero. El altercado de aves sonámbulas lo alivia de la noche total. Duerme poco, apenas una línea de sopor que se malogra con el ruido. Escucha el grito de fantasmas o animales o viejos recuerdos que estridulan. La cerrazón de tinieblas enceguece las pupilas hasta hacerlas estallar de miedo. Lo alivia sentir los ronquidos del hijo.

“Ricardo” oye decir entre sueños.

Se incorpora con terror, abatido por el paroxismo de la ceguera.

Se arrastra en cuclillas, tanteando con las manos hacia la ventana que da al corral. La noche es una sucesión de telones negros que caen, cuál más oscuro y denso; telones del recuerdo.

- ¿Quién es? - La pregunta se estrella contra las paredes invisibles. El muchacho despierta.
- Qué pasa papá?
- Nada, es la oscuridad -

Deja el postigo entreabierto. En la escasa luz que llega a la barraca, imagina el rostro de su amante muerto. La figura se yergue como un espectro de humo y trata de abrazarlo. Son apenas imaginaciones, se dice, despierta con otro sobresalto. Desde la casita observa el valle. Toda la noche es azul.


II.-


El tiempo de amar concluyó trágicamente, murió en un accidente de carretera. Ricardo no quiso mirar el cadáver, dejó que la muerte de su amante fuera de otros, ajena, una noticia que no nos incumbe. Fue al trabajo y esperó, sin servir de testigo o convidado.

Sucede, tiene que suceder. El día pasó, llegó la noche. Esculcó en su mente escenas sórdidas, razones para desamar, convencido de que la penumbra y el desprecio pueden curar, fuerzas oscuras entreveradas al instinto de supervivencia.

Días después, como siempre sucede, como debe suceder, se mantuvo en la decisión inquebrantable de conservar la memoria.

Flores todos los diecisiete de febrero, al lado de la foto donde reían, abrazados en la terraza de alguna ciudad, quizás la Ibagué que alguna vez Nelson inventó[1], mientras a lo lejos el Nevado del Tolima, malicioso, ratificaba el amor. Entre el calor y el viento de julio, el recuerdo coloreaba la ciudad de rosa y azul. Un disco de Paul Anka que ambos escuchaban en los viajes, porfiadamente triste. Y un verso de Cernuda: “Danos señor, la paz de los deseos satisfechos, de las vidas cumplidas”.

Se recostaba en el sofá, tomaba ginebra, esperaba el efecto consabido. Lloraba despacio, la vida es irónica, luego con rabia, la vida es miserable, hasta que el cansancio lo adormecía, la vida es, sin predicados.

Ahora no lloraba; dejaba la flor ante el retrato y recordaba que había amado, que existe la palabra amor, que hay quienes practican ese hábito. Sustituyó a Cernuda por Dickinson; no quería saber del deseo sino de la muerte, su sombra, su corolario. No era tanto el otro sino su propia finitud. Hay que morir. Y quien muere se lleva todo, como en las apuestas. Es inevitable.

Sucedía sin embargo, así es la vida, que a veces volvía la tristeza con anhelos de repetir un instante. Lo que nos duele no es la muerte, lo que nos duele es la vida, dice ella.

La vida, un leve aleteo. ¿Cómo era posible que hubiera vivido con alguien, construido sueños, esperanzas, y ahora estuviera solo?
Ahora estaba solo. Ahora, ahora.
Un silencio que al principio había sido levedad se transformaba en realidad atroz. El efímero aleteo, un vuelo torturante de alas que lo sumergía en la tautología del destino.
Era presente. Era la muerte. La agonía de no tener a otro a su lado.

El día le permitía postergar el dolor. En la noche, sin embargo, las cosas que lo rodeaban, al parecer apacibles, se desgajaban como ruinas dejando fluir una memoria cruel. Caminos sin salida, calles anegadas por el rencor y la impotencia de los acontecimientos. Y al final del derrumbe volvía el amante, convertido en pregunta ¿Por qué?

Sucede que hubo una noche en particular que recordó ese rostro; recordó que habían vivido juntos; las manos que lo acariciaban cuando llegaba cansado y quería dejarlo todo, iniciar una vida distinta, lejos de la ciudad, el trabajo, la fatiga. Por un momento la desesperación quiso arremeter como un animal liberado en la estepa, cansado de la mansedumbre que ríe y se apoltrona. Gritó y se dio cuenta que no era suficiente. Era un dolor del cuerpo que había esperado el momento de vengarse de todas las cosas postergadas en nombre de alguien cuyo fantasma no alcanzaba a satisfacerlo. El animal corría contra el olvido, extraviado entre cosas vacías e inasibles, como si pidiera un momento final antes de comenzar la resignación del tiempo y el adiós al deseo.

Era casi medianoche, jueves, suele suceder: decidió buscar, como en los años de juventud, la calle y los rincones donde, antes de conocerlo, iba para relajarse y olvidar.

En la cámara del baño turco podían percibirse dos sombras en el devaneo de la seducción. Alguien acariciaba y era acariciado. Al cruzar la puerta los cuerpos se apartaron como repelidos por agua helada. Permaneció allí, disimulado en el vapor, ausente. Poco a poco llegaron otros cuerpos y empezaron a acariciarse. Recordó los sueños compartidos, los sintió disolverse entre el calor y la orgia.

Una mano, cualquiera, generosa, lo condujo a la eyaculación.

Y sucedió que al regresar, distraído, anestesiado, encontró al niño agazapado frente al edificio. Había armado una especie de cama con plásticos y se resguardaba en el umbral de la casa abandonada.

Durante varios días lo observó. Lo vio desperezarse y caminar hasta la esquina, buscar una tienda, pedir un vaso de leche y regresar, sentarse a pedir limosna, mientras las astromelias del jardín crecían bajo la lluvia. Otras veces bajaba hasta la avenida y pedía monedas a los que esperaban el bus. Varios domingos lo vio también en la entrada de la iglesia.

La noche en que decidió asumir el destino de padre vio al niño temblando de frío, sentado en la escalera del edificio.
- ¿Tiene familia?
- No… sí…
- ¿Por qué no está con ellos?
- Me dejaron, alzó los hombros con desgano, sin mirar, no sé donde están.
- Cuando sienta hambre o frío, puede venir al apartamento. Hay una habitación.

Así pasaron los días. Otro domingo sintió que alguien golpeaba la puerta. Era el niño.

- Esta haciendo frio…lo miró y luego miró hacia el interior del apartamento. Usted me había dicho, no sé si pueda…
- Claro. Era en serio.
Intentó un gesto de afecto pero ya estaba adentro y se sentaba en el sofá.
- Espere. Tiene que bañarse primero.


III.-


El guía señala otros senderos que se esconden entre los valles. Son casi seis horas de camino en mula y en tierras bajo el dominio de bandidos.

La niebla cae y se desliza, rajándose a veces en pequeños claros que desnudan la vegetación. Rehenes de las nubes, se adentran en un camino de sirga.

Escuchan, a veces alcanzan a ver entre la niebla, los hombres armados que descienden por la ladera. Esperan, siguiendo las instrucciones, a que pase la tropa. No hay peligro, los tranquiliza, pero es mejor evitar preguntas. A medida que avanzan se divisa el terreno bajo y helado; vuelven a descender y el paisaje volcánico se desvanece en la blandura lechosa de los pajonales.

El otro valle, al frente, también se descubre por instantes. Al rato las nubes desaparecen. Han tenido suerte. El cielo está limpio, y la nieve perpetua del volcán nevado resplandece. Antes de alcanzar la planicie se divisa, emboscada entre el follaje mediano, la casa de Ulises.

El muchacho se desprende del grupo y sube el terraplén sin correr, con impaciencia y miedo. El hombre se apresta a guardar las ovejas, pero al verlo correr hacia él se detiene, herido en la cara por un sol de hielo. Su mirada parece recomponer un recuerdo desmoronado en los años.

- Jacob…, más que una pregunta o una afirmación es como si estuviera leyendo un rastro, un camino que de repente la lluvia despeja. El muchacho lo saluda, receloso, y entonces el viejo deja caer un abrazo involuntario, como si la emoción debiera ser anónima para no destruir el rigor de la vida entera.

- Padre - exclama. El rencor, el respeto, vuelven adoloridos en el vestigio de la tarde. El muchacho llora.

IV.-

La obsesión de un mundo dual se recobra en la oscuridad en la imagen de los animales degollados. Un mundo escindido, descuartizado en partes imposibles de unir. El mundo de la luz tenue de ciudad, allende las montañas, y esa tierra hostil y ruda.

Parece como si las cosas, entre la lluvia, tuvieran un lenguaje, un lenguaje construido no por palabras, sino por la propia sucesión de sonidos, arboles, ríos. El no podía ni quería entender ese idioma de la tierra. Estaba por amor al hijo inventado en una noche de soledad, aunque no aceptaba el capricho de volver a aquel lugar de donde Jacob se había marchado siendo niño.

Escucha llorar a Jacob. ¿Por qué llora? ¿Merece lágrimas el abandono? ¿No había tenido que irse por desprecio? ¿Acaso no era suficiente el presente que él le brindaba sin esperar nada a cambio?

Sintió decepción. Quizás Jacob habría alcanzado, después de años, la tranquilidad de saber que había una historia que le otorgaba un destino. Pero, ¿De qué servia todo eso? ¿No era acaso su verdadera historia la que vivían en la ciudad, lejos de esa barbarie que nunca alcanzaba a deslindarse completamente del afecto?

Al otro día llegó Saúl, el hermano.

Ulises y los hijos hablaron hasta la medianoche.

En la penumbra, dibujados por la decrepitud de la luz agónica, podían adivinarse las marcas del destino que los hacía diferentes. El cuerpo robusto de Saúl contrastaba con la flacura anoréxica de Jacob.

Jacob ahora estaba feliz. No se refería a la mendicidad sino a “días muy duros”, y luego, con mirada de agradecimiento, contaba que Ricardo lo había apoyado. Siempre había intentado saber de ellos. Ahora, anotaba con gesto de éxito, era tiempo de que Saúl estudiara. El hermano sonreía, evadiendo la ternura.

Luego el licor hizo efecto y hablaron de ella. Ulises mencionó con desprecio que aún vivía, muy lejos. Mas tarde corrigió: no tan lejos, apenas unas horas. Guardaron silencio largo rato.

Los perros ladraron hasta la madrugada. Cuando amaneció decidieron regresar. El hermano los acompañaría hasta el otro lado de la montaña, luego seguirían algunos kilómetros para tomar la ruta hacia Juntas.

Pero Jacob variaba los planes. Era un viejo gesto que Ricardo había aprendido a leer. Una terquedad sin respuesta, una resistencia a las preguntas y los actos que exacerbaba los ánimos y los llevaba a discusiones inútiles. Por eso, cuando lo vio conversar con su hermano, apartado del resto y como transmitiendo un secreto, le espetó la pregunta “¿Dónde vive ella?”.

Eso implicaba postergar un día más el retorno, explicó Jacob, buscando la aquiescencia de Ricardo. No querían herir al viejo, le dirían simplemente que habían decidido recorrer los valles.

V.-

A veces sucede, es el destino. Era domingo y las águilas se habían detenido exhaustas en la arboleda del caserío mientras los pájaros revoloteaban alrededor, esperando que levantaran el vuelo para volver a los nidos.

Había bajado, como de costumbre, a la iglesia. La misa era un pretexto para sentir que pertenecía a la especie humana: evocaba los años de juventud, su primera esposa difunta, los hijos que habían decidido marcharse; las colusiones de políticos, las noticias de muertos.

Todos los años que había vivido en el páramo, le habían enseñado que no existía Dios sino solamente un caos que, en sus intersticios, parece detenerse y brindar esperanza. Se encontraba con los del pueblo, tomaba cerveza en la tienda, se quejaba de las cosechas, el precio del abono, el último muerto. Desde hacía tiempo era viudo y no pensaba tener mujer. No tenía nada que confesar con el cura y en todo caso, no lo hubiera confesado. Mascullaba su soledad con orgullo. A veces, pocas, visitaba la gallera para apostar.

Aún existía un bailadero donde solían reunirse. Los jóvenes se habían marchado lejos o vivían en Ibagué. Ellos, los viejos, persistían en este lugar, como los árboles y los pájaros pusilánimes.

Allí la conoció a ella, Concepción Rodríguez. Era más joven que él; no muchos años. Venía del sur y se había empleado mientras su esposo trabajaba en la construcción del acueducto, kilómetros abajo. Fue en la época en que la creciente arrasó el caserío y varios de los trabajadores desaparecieron. Por eso, cuando la vio de luto, cuando escuchó su historia, se hizo cómplice de su dolor.

Tenían la muerte en común, el abandono. Estaban los dos, los hijos que se marcharon, los domingos en el bailadero. Así comenzó esa compañía, ese remedo de amor. Hasta que ella decidió marcharse con él hasta el páramo. Tuvieron dos hijos.

Las águilas continuaron su migración inevitable. Eran otros tiempos o había que decirlo así, como justificación. Nunca supo por qué se fue. Durante un año bajó al pueblo a preguntar por ella. Nadie sabía nada.

Años más tarde, cuando ya había olvidado o por lo menos evadido la obsesión y el deseo, escuchó que vivía al otro lado del valle. Pero nunca la buscó, estaba ahí, era parte de las montañas, el nevado imprescriptible, los días largos de soledad y la lluvia que quemaba los pastos: solamente existía el presente, la duración indestructible y el trabajo cansino. Ahí estaban los hijos: dos niños idénticos, con los ojos zarcos como los de ella, inevitables. Así sucede y debe suceder.


Ulises está recostado en la penumbra, adormecido por el licor, escuchando el viento que baja desde el páramo. Todos los días ha llovido, salvo este domingo, pero la tierra levanta una humedad triste que la resolana no puede apaciguar. El sonido del río crecido llega hasta la casa. Un sonido dulce que, extremado por la resaca, le despierta un viejo instinto de acariciar una piel desnuda. El cuerpo que intenta ceñir ya no está. Escucha a uno de los hijos y se levanta. Llega a la habitación y encuentra solamente a Saúl.
-.¿Y Jacob?, pregunta.
-.Se fue anoche.

VI.-

Saúl lleva la delantera. Bajan por el flanco de la sierra, despidiéndose poco a poco de las cimas anegadas por la niebla.

Llegan a un camino vecinal.

El Farol es el nombre del parador donde preguntan por Concepción Rodríguez. Al poco rato arrima la tropa. Más o menos, al ojo, son treinta hombres vestidos de camuflado, cansados por la caminata y la resolana. El jefe se sienta en la veranda y, fusil en mano, escudriña al grupo.

- ¿Concepción Rodríguez? El tendero habla en voz baja, limpiando con aparente desparpajo la estantería, sin quitar los ojos de los hombres armados - Nadie sabe, dicen que se fue hasta el Caquetá o murió. La última vez venía con uno de los Núñez, pero hace años. Nunca se le volvió a ver.

-Espías - comenta el que dirige la tropa, como respondiendo a la conversación de los otros. – Están en todas partes. A veces es difícil reconocerlos. Se camuflan de montañistas. Escupe hacia el pastizal, mirando el camino con rabia y como si esperara a alguien.

Otro hombre llega, vestido de civil y con una ametralladora. Desmonta el arma e interrumpe al jefe.

- No se preocupe - dice, somos de los mismos, deja ver una chapa de policía. Pide una cerveza y se sienta en una de las mesas, sonriendo a ratos, nervioso, mientras los otros callan.

-Una mujer hermosa en su juventud, cierto, hermosa...El jefe de la tropa entra con algunos hombres al salón.-… Nunca bajaba por acá… ¿Dice usted Concepción Rodríguez o Concepción Vásquez…, a veces se me olvida.- En realidad, no se cual de las dos sea… posiblemente esté equivocado.

De pronto, el último en llegar parece adivinar el peligro y salta, aterrado, intentando alcanzar la calle. Los hombres de la tropa lo rodean, y antes de que pueda tomar el arma lo dominan.

- Esperen, déjenme explicarles, suplica el hombre. El jefe del grupo desenvaina el machete y le arranca de un tajo firme la cabeza.
- Traidores, masculla arrojándola hacia el pastizal. De repente se percata de las miradas del grupo y señala:
- A ellos también.
Ricardo intenta esbozar una aclaración, demostrar que aquello no le incumbe, pero no puede hablar. Uno de los hombres dispara el fusil sobre Jacob y Saúl quienes, como marionetas que han perdido sus hilos, se desgonzan. El tendero solloza, pidiendo misericordia.

-Por sapos.- dice otro, y le propina un tiro en la cara.

Ricardo recula hacia la ventana. La terrible certeza de un sueño no consentido lo invade para siempre. Alguna vez había insistido en que al morir, quería ver el rostro de su amante. Pero el vacío no admite fantasmas.

VII.-

Es apenas un final posible. Sucede que no hay historia, la historia pertenece a la tierra y sus protagonistas. La anécdota del hombre maduro y el joven, padre e hijo, es personal e incumbe a familiares y acreedores.

Queda el pasado como una canción o una tregua o la imposibilidad de unir historias y discursos. La de los montañistas apenas logra una cita de pie de página[2].

En la versión de las altas montañas, Ricardo muere y la sangre se coagula hasta adquirir el color violeta de los lirios. Fue una infeliz coincidencia y para otros el destino disfrazado de casualidad. Los guerrilleros llegaron, huyendo del ejército. Al poco rato aparece un hombre de la policía secreta, confunde al grupo y se identifica. Los otros lo matan, degollándolo y tirando la cabeza al potrero. Deciden exterminar a todos los que se encuentran en ese lugar.

Otros proponen una versión urbana. El hijo nunca volvió a la montaña y permaneció con el padre fabulado, viendo crecer las astromelias en la casa del frente, escuchando el ruido de los carros en la noche, mientras Ricardo iba a los turcos para olvidar con orgías al fantasma del amante. Cuando cumplió los veinticinco años desapareció sin dejar rastro, sin robos, sin cartas de despedida, de la misma forma que lo hiciera alguna vez de las tierras lejanas. Quienes censuran la historia piden que se eliminen referencias a guerrilleros, bandidos y ejército. Consideran que se trata de palabras inútiles y que son incidentes superados con nuevos hechos. Entonces la historia se desvanece y queda solamente una aventura de montañistas en la que aparecen sin razón un hombre maduro y su hijo ficticio, confundidos en una excursión al nevado.

Nelson, ineluctable gnóstico, rubrica todas como posibles, dependiendo de la época y de la intención de los editores.
[1] Nelson Ospina, adorado gnóstico y desdeñoso autor de historias. Hay quienes dicen que ha interpolado este escrito.
[2] Escrito en letra pequeña, otra letra, y a manera de interpolación.
Un montañista.-
¿Qué hay más allá de las altas montañas? ¿Qué se esconde tras los silenciosos cerros cubiertos de niebla, hijos de la niebla?
Con los ojos heridos por la nieve, entre el silbido del viento que arrastra las nubes, imponiendo al paisaje una movilidad infinita, vemos solamente un montañista.
Se trata de alguien vestido de negro, aferrado con sus manos a la roca, esquivando la gravedad con la fuerza de un escarabajo. Está en la lejanía, y la lejanía lo torna en algo liviano, libre de apremio, de esfuerzo alguno. No es posible percibir el cansancio de sus manos, el sudor que escurre a pesar del frío entre su uniforme, ni los labios secos por la brisa helada que reclaman un sorbo de agua. Asciende, busca una cima. Pero desde donde estamos no es posible observar sino una quietud extrema, como si no fuera posible avanzar, como si avanzar no significara nada en la extensa ladera que se abre al infinito. No obstante, el avanzará, alcanzará la cima, pondrá un estandarte que señala una hazaña, un triunfo. Pero ese futuro lo desconocemos. Queremos solamente verlo, admirar el rigor de su aventura, admirar esa empresa de esfuerzo y valor. Un montañista no tiene historia: la aventura consume toda genealogía, todo relato. Sus apuntes, porque seguramente el montañista lleva un diario de su “viaje”, parecen apenas los trazos lacónicos de un mapa. En realidad, ha cambiado la historia por una geografía, el relato por un a bitácora. Una nueva forma de heroicidad, geométrica, pura, sin los aditamentos melancólicos de una vida personal, sin guerrilleros ni soldados con el rostro tiznado por el odio.

El lápiz fantástico

Julieta Loaiza

Sobre un escritorio, metido en un frasco cuyo destino inicial fue contener mermelada, permanecía un lápiz haciendo mil piruetas para llamar la atención de alguna persona, necesitaba que lo sacaran del encierro y se preguntaba por qué nadie quería escribir con él.

Había sido creado por un mago en un país de oriente para hacer cosas extraordinarias en manos de quien lo utilizara; confundido entre un fardo de lápices semejantes, pero sin sus virtudes, llegó al país en un embarque de mercancía pirateada que luego de ser adquirida por un comerciante fue repartida entre varias personas que salían a revender en los buses de la ciudad.

La suerte del lápiz no auguraba nada bueno. Se ilusionó pensando que la niña a la que fue entregado el paquete donde iba, lo podría utilizar para hacer sus tareas, pero aquella chiquilla era una de tantas a las que les toca trabajar para ayudar en la casa y ella no estudiaba.

Sin saber que en sus manos llevaba un tesoro, la niña se subió a un bus, gritó su acostumbrada perorata exaltando el tamaño de los lápices y dijo para terminar: “Y recuerden: cada lápiz tiene un costo y valor de tan sólo mil pesitos”.

En uno de los asientos, un niño de ocho años jaloneaba con insistencia el brazo del padre para que le comprara uno de aquellos lápices, ya iba a iniciar la pataleta que hacía cada vez que quería conseguir algo, cuando la niña se paró frente a ellos mostrándoles el paquete.

—Cómprele uno patrón —suplicó la pequeña.

—Bueno —contestó el señor complaciente—. Escoge el que quieras —y enseguida amenazó—. ¡Pero cuidadito lo dejas tirado!

El niño buscó con la mirada, en la mitad del paquete asomaba la cabeza de un lápiz que anhelaba ser el escogido, lo reparó, lo cogió con la yema de los dedos para sacarlo otro poco y lo señaló para que la vendedora terminara de hacer el trabajo. Con los ojos chispeantes cogió el lápiz, empezó a darse golpecitos en la palma de la mano mientras una sonrisa dibujada en sus labios anunciaba lo que iba maquinando para mortificar a sus hermanos, castigados, por no hacer las tareas a tiempo. Se fue jugueteando durante el camino a casa con el lápiz que se dejaba doblar a su antojo, emocionado porque tal vez iba a empezar a hacer cosas maravillosas en manos de ese niño, pero ¡oh, sorpresa! la felicidad le duró poco, su nuevo dueño no era el estudiante que todos creían, siempre se las arreglaba para que algún compañero le hiciera las tareas y tenía a sus padres convencidos de ser un niño ejemplar; acostumbrado a conseguir lo que quería, lo abandonó tan pronto llegó a casa, eso si, después de haberse vanagloriado frente a sus hermanos por el logro. Ese día todos lo repararon, se pelearon por el novedoso artículo y cuando se cansaron fueron y lo metieron en el frasco destinado para los lápices sin haber trazado una línea con él, sólo les hizo gracia su tamaño y su flexibilidad. Así llevaba meses. A pesar de sobresalir veintidós centímetros del borde del frasco, todos lo ignoraban, no valía moverse de un lado a otro, ni buscar puesto en el centro del frasco abriéndose paso entre los demás lápices y colores que lo apretujaban, ni aprovechar el espacio que quedaba cuando algún niño sacaba los colores para bambolearse como una danzarina árabe buscando que alguno le prestara atención, porque en vez de eso, lo que conseguía era que lo doblaran y lo embutieran dentro del frasco para que se quedara quieto.

Los colores, envanecidos porque los sacaban con frecuencia, le hacían mofa cuando regresaban al frasco y lo atormentaban contándole lo agradable que había sido pasear por el bosque, o nadar por las frescas aguas del mar, o sentir el olor de los jardines; le contaban tantas cosas que el lápiz, invadido por la tristeza se dejaba desmadejar y terminaba llorando al creer que nunca iba a poder mostrar sus facultades, pues para hacerlo, alguien tenía que cogerlo y empezar a escribir para que el aliento de vida que le fue dado se activara.

—Si me sacaran de este frasco —se lamentaba una vez el lápiz—, si alguien me usara, trazaría paisajes y bodegones jamás hechos por nadie en el mundo; delinearía figuras humanas con la mayor delicadeza; escribiría poemas, cuentos, relatos tan perfectos y de tanta belleza que los más grandes literatos y pintores de la historia envidiarían la finura de mis trazos. ¡Y aquí me desdeñan! No me usan por que creen que no sirvo para nada, prefieren los lápices de tamaño normal y los colores, siempre me hacen a un lado de un manotazo porque estorbo; ¿de qué me sirve ser un lápiz fantástico si aquí no se dan cuenta de ello?, si sólo me trajeron para complacer el capricho de un niño insolente. ¡Oh, qué futuro me espera encerrado en este frasco!

En esa ocasión los colores se conmovieron escuchando las quejas del lápiz, avergonzados por hacerlo llorar de esa manera, decidieron callar para no verlo sufrir, sin embargo, la pena les duró poco, tan pronto los volvieron a sacar y hubieron regresado al frasco las burlas aumentaron pues cada vez pasaba más y más tiempo sin que sacaran al lápiz, mientras ellos se achicaban de tanto pintar para los niños.

—Cuando nos acabemos —le decían una tarde que llegaron convertidos en enanos—, nos van a reemplazar por otros nuevos, mientras tú te quedas ahí, esperando que alguien te saque del encierro.

Así pasaban los días de aquel lápiz sin que nadie, ni siquiera por equivocación lo cogiera para hacer el más diminuto punto.

Pero la mala fortuna no dura para siempre. Y una mañana —dichosa mañana para el lápiz—, la señora de la casa entró al estudio con Miguelito, su hijo menor, para hacer un informe que debía enviar a la oficina ya que el niño requería sus cuidados y ese día no podría ir al trabajo.

Como el propósito era trabajar un buen rato, la señora cogió varias hojas de papel de la resma que tenían para la impresora, sentó al niño frente a la mesa auxiliar, le alcanzó el frasco de lápices y colores y le pidió que se pusiera a pintar mientras ella llenaba los datos del informe.

Miguelito no quería hacer nada esa mañana. Con absoluta apatía corrió el frasco donde estaban los colores, hizo almohada con los brazos dejando descansar su cabeza sobre ellos en un ademán de no querer saber nada de nada y fijó la mirada en un punto cualquiera, de pronto, algo llamó la atención del pequeño, el lápiz con el que nadie quería escribir se movía de un lado a otro haciendo gala de su plasticidad, con deseos de salirse, quedándose quieto sólo cuando apuntaba directo a los ojos del niño como diciéndole:

“¡Mírame por favor! Sácame de este encierro y tú y yo haremos cosas hermosas en esas hojas que tienes sobre la mesa. ¡Sácame, sácame!”

Miguelito sin incorporarse siquiera, agarró el lápiz y lo puso sobre la hoja con tal desaliento que ni miraba lo que hacía. Se podría decir que aquella manita permanecía quieta, que era el lápiz, el que la hacía deslizar de un lado a otro realizando trazos que se fueron convirtiendo en el paisaje más hermoso de luces y sombras.

Aquel fue el día del gran hallazgo.

Sucedió entonces que la mamá de Miguelito habiendo terminado el trabajo, se acercó al pequeño para mirar lo que hacía y al descubrir el paisaje tan perfecto que había en la hoja preguntó llena de asombro:

—¿Tú hiciste esto Miguelito? ¡Por Dios!, pero si eres un artista.
—Yo no hice nada —contestó el niño extrañado—, sólo he trazado garabatos.
—¡Pero cómo dices que garabatos si esto es hermoso!
—¡Yo no lo hice! —dijo el niño mirando el dibujo con temor—, yo estaba rayando nada más.
—¿Y entonces quién lo hizo si aquí sólo estamos tú y yo?
—Fue el lápiz. Él se movía solo.

La señora queriendo comprobar lo que el niño decía, tomó el lápiz para escribir algo, pero éste, siempre flexible, adoptó una rigidez inimaginable e impidió el libre desplazamiento de su mano. Mas, para mayor asombro, acto seguido se volvió a desdoblar y comenzó a escribir con tal soltura que la señora sólo atinó a esperar que su mano se quedara quieta.

Cuando el lápiz dejó de moverse había escrito en finas letras cursivas:

“Soy un lápiz fantástico, pero como ustedes me han ignorado por tanto tiempo, premiaré a Miguelito que me sacó del encierro. Sólo él tendrá el privilegio de usarme por siempre y hacer conmigo cosas maravillosas”.

Al leer esto, la mamá del pequeño intentó escribir de nuevo, pero su mano, como los pies cuando se entierran en un lodazal, necesitó ayuda para poderla levantar, le pidió al niño que escribiera lo que quisiera y cuando Miguelito puso su mano sobre la hoja, el lápiz fantástico empezó a delinear figuras humanas, castillos, paisajes, y todo cuánto cruzara por la mente de la criatura.

La envidia se apodero del hermano de Miguelito cuando se enteró de los atributos del lápiz, caprichoso como siempre, quiso ser él, por ser el dueño, el único que lo utilizara, mas nunca pudo hacerlo porque cuando lo cogía, su brazo giraba sin control sobre su cabeza como tomando impulso para lanzar una piedra con la honda; lleno de rabia, varias veces intentó destrozarlo sin poder alcanzar sus malvadas intenciones.

Nunca pudo nadie escribir con el lápiz, aunque no fueron pocas las veces que lo intentaron. El lápiz fantástico cumplió la promesa de castigarlos a todos inmovilizándole la mano a aquel que osara cogerlo. Sólo Miguelito que lo sacó del anonimato, pudo beneficiarse de aquel prodigio, convirtiéndose en un famoso pintor con la técnica del lápiz y en un gran literato.

Lo que no supo el mundo del famoso hombre en que se convirtió Miguelito, fue que no pudo volver a utilizar otra cosa para escribir porque sus manos no sabían hacerlo.