martes, 20 de mayo de 2008

Óscar Godoy Barbosa


Nació en Ibagué, en 1961. Es Comunicador Social y Periodista de la Universidad Externado de Colombia, realizó estudios de Literatura en Paris III. Es asistente de la dirección del Taller de Escritores de la Universidad Central (TEUC). El cuento que se publica a continuación ganó el segundo premio del Concurso Nacional de Cuento de la Revista NÚMERO, y se leyó en la sesión inaugural del programa quincenal del Taller de Escritores de la Universidad Central, el miércoles 21 de mayo de 2008, en la sede de la Biblioteca de la Universidad Central.


SUSANA Y EL SOL




—¡Susana!


Sentada en el escalón de la puerta (¿ella?), Susana mira la calle. Con sus ojos (¡ella!) recorre fachadas de edificios, andenes solos, autos que transitan de vez en cuando (¡descarada!). Luego sonríe para sí, levanta la cara y los hombros desnudos, cierra los ojos y se entrega (qué rico) al disfrute del sol. La mañana de domingo es luminosa, sorprendente para esta Bogotá apabullada por dos meses continuos de nubarrones y aguaceros. Los deportistas de la cuadra fueron los primeros en notar el súbito verano y ya salieron rumbo a la ciclovía. En bicicletas, en patines, a pie, desfilaron solos o en grupos pequeños, provistos de tenis y sudaderas y cascos y cantimploras. Fueron los primeros, pero no los únicos. Un grupo de adolescentes (quiubo, men) empieza a reunirse en la esquina, en actitud despreocupada. Discuten las opciones (salgamos, juguemos un picado, salgamos, vamos a la tienda, salgamos, hay sol, salgamos). Y de nuevo discuten las opciones (salgamos): o seguir la ruta de los deportistas, en jauría de bicicletas, o arriesgarse a explorar a pie las montañas que acechan la ciudad. La segunda opción gana por mayoría (montañas, sol, aventura). Cinco de ellos (ya volvemos) corren a sus apartamentos y regresan con cantimploras y morrales pequeños, donde se abultan naranjas, leche condensada, bocadillo de guayaba, paquetes chatarra. Los demás revisan vestimentas: tenis resistentes, ropa cómoda, cachuchas para burlar al sol, chaqueta impermeable (nunca se sabe). Sus risas llenan la cuadra (nos vamos). Pasa un largo rato antes de que todos se consideren listos y, por fin, suena la voz de mando (nos vamos).


Los pasos iniciales de la improvisada excursión, valientes, optimistas, vacilan cincuenta metros adelante, tropiezan, se empujan unos a otros, se detienen. La aventura se desdibuja de repente al descubrir en esa puerta a Susana. No alcanzaban a verla desde la esquina (tan bella). Sólo ahora, al pasarle cerca (tan pulposa). Saben lo que ocurre en ese edificio de cuatro pisos (¡guau!). En alguna época debió tener apartamentos, pero hoy se encuentra (eso dicen) intercomunicado por puertas y escaleras y pasillos secretos y salones y habitaciones y saunas y bares (dicen), cuatro pisos con un solo propósito (el pecado, mija). Por eso la miran (¡una de ellas!), comentan en voz baja (tan pálida), se tapan la risa (tan lanzada), se estremecen (tan bella), y ninguno se atreve todavía a dar el primer paso para dejarla atrás y retomar el objetivo inicial de las montañas. Los ojos de los muchachos empiezan a mirar a Susana desde abajo, desde los pies (tenis blancos, de niña), suben por sus piernas cubiertas por un pantalón rosado de sudadera (tan largas), descubren la blusa azul cielo con los hombros destapados (esa piel), donde ni siquiera la posición discreta, un tanto encorvada hacia delante, logra disimular el tamaño y la pujanza de los senos (¡guau!). Allí se detienen, entre los hombros, que dan una idea del color de piel, y los senos (¿se los viste?). Sólo algunos llegarán más arriba, al cabello oscuro, recogido por detrás en una moña, a la cara blanca y los ojos cerrados (tan bella). Los ojos cerrados de cara al sol (lo que yo quiero son sus rayos).


—¡Susana!


A Susana, piel desgastada, sin maquillaje, expresión de disfrute total (qué rico), las miradas le resbalan. Desde que decidió sentarse a la entrada del edificio, veinte minutos atrás, se sabe observada y no le importa. Los conductores de dos o tres automóviles, surgidos de garajes vecinos, la miraron con intensidad (al fin se dejan ver), por encima de las caras de esposas o hijos (¿quién es?). Igual algunas mujeres rumbo a Carulla (ahora sí nos fregamos). Igual los niños (¡vive gente allí, mami!). Igual los deportistas (mamita). Le (me) resbalan. Desdeñosa (lo que yo quiero es el sol).


—¿Dónde está Susana?


El edificio de cuatro pisos no se distingue de los demás en su aspecto exterior (si supieran). Salvo por un detalle sólo perceptible para los vecinos: las oscuras cortinas cerradas día y noche. Corren rumores y quejas desde hace tiempos (que se vayan). Este tipo de establecimientos no debería funcionar en barrios decentes (tenemos niños). Recolección de firmas. Protestas del comité de vecinos (que se vayan). Panfletos en las paredes. Peticiones firmadas en manos de concejales, del alcalde local, del alcalde mayor, de autoridades nacionales. Un par de notas en los periódicos (sin fotos, por favor). Nada ha valido: los autos lujosos, de vidrios oscuros, que entran al garaje, o que a veces se detienen enfrente unos segundos mientras desciende su ocupante (descarados también), proveen suficiente protección. Corren rumores sobre la calidad y la investidura de los clientes (así cómo). Nadie en la cuadra tiene tanto poder. Por eso, con el tiempo, ha imperado la costumbre. Y un acuerdo tácito, en beneficio de las partes: negar toda evidencia. Por eso las cortinas. Por eso las paredes y vidrios contra el ruido. Por eso el silencio lúgubre. Por eso la discreción para entrar o salir, tanto de clientes como de muchachas (si supieran). Por eso pocos notan sus apariciones, cubiertas por gafas y abrigos oscuros, siempre un taxi junto a la puerta, nunca un recorrido a pie por esta calle. Por eso el horror (nos fregamos), el escándalo pintado en tantos ojos, ante el atrevimiento de Susana (lo que yo quiero es el sol).


—¡Susana!


La luz artificial, el maquillaje, el humo del cigarrillo, las sonrisas fingidas, la saliva, el semen, el sudor, las cremas, las caricias sin amor, las uñas, los mordiscos, las palmadas, el cansancio, el licor, las sábanas, los espacios opresivos resecan la piel, la cubren de pliegues mínimos, impensables para sus veinte años (lo que yo quiero es el sol). Demasiado tiempo en ambientes cerrados. Demasiados alientos. Demasiados ojos. Demasiados dedos. Demasiados labios. Demasiados gemidos falsos.


— ¿Dónde se metió Susana?


A esta hora de la mañana, la luz del sol llega plena hasta la puerta del edificio. Susana la siente (mujer), la disfruta (qué rico). No le importan las miradas de los muchachos (¿la viste?) que no lograron avanzar en su excursión y formaron un pequeño tumulto en diagonal a ella, ni tan cerca para evidenciar su interés ni tan lejos para no perder detalle (es linda). Levanta más la cara, con los ojos cerrados, y la ofrece al sol (¿puedes creerlo?). Cada movimiento suyo (¡nos fregamos!), por mínimo que sea, suscita un suspiro, una sonrisa, un coro de rumores (tan bella) entre los muchachos, y nuevas señales de rabia entre los demás vecinos de la cuadra (¡descarada!). Susana siente el calor en la piel (cuánto tiempo sin sus rayos). Quisiera exponer más, ofrecer el pecho, el ombligo, las caderas, las nalgas, las piernas, las rodillas, los pies, toda esa piel blanquecina, desgastada, transparente. Sabe que no puede hacerlo. No debe. No se atreve. Al menos la cara y el cuello, al menos las ojeras y los hombros y los brazos y las manos. No logra evitar una sonrisa (ahora sí nos fregamos, mija).


—¡Susana!


La voz gruesa de mujer resuena desde adentro del edificio y alcanza por fin a Susana (¡me llaman!). Susana da un brinco (¡no!), abre los ojos (¡no te vayas!), congela la sonrisa (qué pesar). Balbucea una disculpa, que se diluye bajo una ráfaga de palabras de la otra mujer desde adentro (menos mal, mija). De mala gana, se levanta (¡no!). Lo hace despacio, a propósito. Procura alargar los segundos de sol sobre su cuerpo (al menos lo sentí en la piel). Antes de entrar lanza una mirada a la calle. Sonríe a los muchachos (¡nos vio!). Una sonrisa de quince años (tan bella). Se da vuelta, como una reina de belleza (nos fregamos de verdad, mijita). La cuadra entera la mira, expectante (¡se nos va!). Las miradas tal vez no le resbalan (¿ahora qué hacemos?). Lamenta el sol, ese sol limpio y mañanero (la delicia de sus rayos). Es lo único que quiere extrañar (¡por fin! Qué pesar. ¡Descarada! Se nos fue. ¿Quién era, mami? Tanto tiempo sin sol. Una aparición, viejo men. Bellísima. Buenísima. ¿Le viste los ojos? Una perdida. La perdimos. ¿Y ahora qué hacemos? Adiós). Es lo único que quiere extrañar, cuando cierre la puerta y deje respirar al barrio.



Mauricio Montes Mejía




Nació en Bogotá, en 1970. Es odontólogo, cuentista y cineasta. Trabaja en la modalidad de freelance como director, también como asistente de dirección, editor y guionista en diferentes proyectos. Es autor de cortos como Apegos y The birds will still be singing. Es egresado del Taller de Escritores de la Universidad Central. El cuento que se publica a continuación ganó el tercer premio del Concurso Nacional de Cuento de la Revista NÚMERO, y se leyó en la sesión inaugural del programa "Noche de narradores", el miércoles 21 de mayo, en la Biblioteca de la Universidad Central.


ASOMBRADO


A Noriomi Hori,
quien me regaló la idea generosamente.


I


La primera imagen que tengo de Hori es su mano, no sé cuál de las dos, tal vez la izquierda porque yo mismo soy zurdo, trazando, con una tiza blanca, una línea que divide la luz de la sombra sobre el pavimento. Su mano es la de un niño, y ahora que puedo visualizar su rostro, debe tener unos siete años, aunque recién nazca a partir de la imagen de su mano. Hori es una mezcla de rasgos negros y orienta32 les poco común en Bogotá. Lo demás, ojos grandes y fieros, cara angulosa, de frente muy pelada para un niño y su cuerpo pequeño, parece no pesarle ahora que camina como buscando algo indeterminado. Su vestuario definitivamente no combina, como si el vestuarista que mi mente contratara no hubiera logrado definir nada en concreto y terminara por tomar de algún clóset imaginario una serie de prendas al azar.


Desde su nacimiento, a los siete años, la única actividad conocida de Hori ha sido recorrer la ciudad e ir trazando con su tiza blanca la silueta de las sombras que diversos objetos proyectan sobre las superficies urbanas. Hoy, por ejemplo, ha encontrado algo interesante: un edificio con fachada de mármol, en esta ciudad ladrilluda. Lo que llama la atención de Hori son los amplios escalones de entrada del edificio, que a esta hora del día —media mañana— proyectan sobre sí mismos una sombra que los divide nítidamente. Hori saca su instrumento y se dispone a trazar la línea que divide la zona sombreada de los escalones de la zona iluminada. Cerca de terminar, el celador del edificio se percata y ahuyenta a Hori, quien apenas tiene tiempo para contemplar su efímera obra mientras huye. Hay algo que apenas descubro 33 mientras me fijo en su rostro: Hori no tiene miedo, ni del celador ni de nada. Su cara ha de permanecer impasible durante el resto de su tiempo.


II


Dentro del gran marco de la Jiménez bogotana, es difícil que el ojo se detenga en un zapato de tacón alto abandonado y Hori inicialmente sigue de largo, preocupado como está de no encontrar, con semejante solazo, una sombra digna de interés. Sin embargo, Hori se detiene y como si tuviera un detector, encuentra con su mirada la sombra abandonada de aquel zapato en la distancia. Su rostro se ilumina, dirigiéndose de manera inmediata a rescatarla. Hace el trazo con gran cuidado, se nota que durante los días que no ha ocupado mi mente ha practicado. Al terminar, se levanta y lo mira complacido. Ahora mira hacia el sol y se agacha de nuevo para trazar la sombra que proyectarían una pierna y un pie si tuvieran puesto dicho zapato. Hori, sin que yo lo pueda haber previsto, se quita uno de sus zapatos y la media correspondiente y se calza el zapato de tacón, haciendo equilibrio en un solo pie. Su pierna coincide exactamente con la de la sombra. Hori cierra los ojos y se queda haciendo equilibrio por un buen rato, mientras el sol le estalla en la cara como una transición que diera paso a otra imagen.



III


Escondido detrás de algo que no sabría definir por la oscuridad, Hori observa la gigantesca sombra de un perro que no se corresponde con su pequeña existencia, retozando bajo aquel poste de luz, fuente única del engañoso efecto. Pero los perros no se quedan quietos y a Hori le resulta imposible, tras varios trazos malogrados, lograr definir aquella monumental sombra. La frustración parece excesiva en su rostro y su cuerpo se vuelve pesado, obligándolo a sentarse en el andén. Ya nunca más podré verlo como a un niño y por tanto debo volver a la imagen de la mano, que ahora se ve más robusta y grande aunque sigue siendo lo más bonito de la anatomía horiana. Ahora es de día y la mano, de nuevo la izquierda, corta con una tijera una larga tira de cartulina negra sostenida por la mano derecha. Esto me da tiempo para descubrir su cara y es extraño, pero el efecto es como si fuera un 35 negro blanco, no blanqueado, sino un negro... digamos pálido y, además, achinado.


La silueta que Hori corta con una habilidad que no sé cómo ha de resultar verosímil es la de un automóvil a escala real, de esos con baúl, tipo familiar y que corresponde a un modelo estándar estacionado frente a él, en una de las pocas calles en las que todavía se puede estacionar. No hay sol, así que Hori lo aguarda con su silueta sujetada por ambas manos. Las densas nubes sólo pueden sugerir un largo tiempo de espera, aunque en esta ciudad nunca se sabe.


Un señor de unos cincuenta años se acerca al carro frente al cual aguarda Hori. Una pierna más larga que la otra lo hace cojear rítmicamente, y en medio del vaivén vertical, Hori observa interesadísimo como un sol repentino marca el sube y baja de la sombra de aquel hombre. Pero es consciente de que sería muy difícil captar aquella secuencia de sombras como pequeñas notas en un pentagrama, así que ante la salida del sol se dispone a llevar su silueta para hacerla coincidir con la sombra del carro elegido, que ahora se aleja ante sus ojos. Así como había observado que no hay miedo en su mirada, tampoco hay intranquilidad y mucho menos rencor con el señor cojo por haber malogrado su pequeña instalación.


Hori camina con su gran silueta de cartulina sujetada con ambas manos. El sol continúa pleno, sólo estorbado ocasionalmente por algunos pequeños nubarrones.


Espero que Hori pueda encontrar un vehículo de características similares, yo mismo intento visualizarlo... tal vez ese carro que acaba de sobrepasarlo se estacione o cuando voltee en la próxima esquina... pero él, de nuevo, me sorprende al detenerse en frente de un camión cuya sombra no coincidiría jamás con la silueta de cartulina. Evidentemente, al posarla sobre el pavimento, silueta y sombra resultan dramáticamente diferentes. Lo que ahora me pregunto es por qué vuelvo a mirar a Hori, quien no parpadea mientras su concentrada expresión se va relajando casi en cámara lenta, como en uno de esos dibujos japoneses estilo manga. Al ver de nuevo el camión, observo que su sombra ha sido remplazada por la del automóvil, coincidiendo perfectamente.


La sensación que me queda es como si me hubiera engañado un mago de piñata infantil en un truco que, a pesar de ser predecible, vuelve y funciona ante nuestros ojos... o nuestra estupidez.


IV


Después de cierto tiempo, Hori descubre algo que cambia su expresión habitual, su caminar pausado y su despreocupación. Sus movimientos se vuelven súbitos y su mirada adquiere una especie de ansiedad desesperada al percatarse una y otra vez de que las calles con sus andenes y sus alcantarillas y sus hidrantes y sus grandes y pequeñas estatuas, que en algún tiempo le llamaron poderosamente la atención, hasta el punto de dedicarles varias de sus efímeras obras, ahora lo fastidian; incluso todo el conjunto «ciudad» empieza a parecerle absurdo, grotesco y sin sentido.


Camina por algunas calles céntricas buscando rincones en dónde cazar alguna sombra solitaria; frente a un par de construcciones nuevas que intentan disimular con estoicismo la fealdad imperante a la que sus ojos ya se habían acostumbrado; en medio de algunos lugares abandonados como aquel cementerio de trenes donde ocasionalmente había encontrado algún bello detalle gracias a la luz, y no halla sino la misma monotonía, una especie de perverso sin fin en el cual diera lo mismo ir hacia delante que hacia atrás.


En ese momento, Hori imagina a Bogotá destruida, completamente arrasada para intentar ver, a través de las nubes de polvo marcadas por un artificial ocaso, unas fantasmagóricas sombras que la reivindiquen.


Pero aquel cuadro nunca llega a completarse... Abatido, Hori prefiere refugiarse en una pequeña calle de barrio, sencilla y cotidiana, llena de casas uniformes. Se sienta en el andén y las observa detalladamente, intentando abstraer una, sin pestañear, sin una luz suave que disimule sus defectos, y es como si aquella casa aislada le sugiriera otra imagen que lo toma por sorpresa: el rostro mal iluminado de una actriz madura, antiguamente bella. Hori se esfuerza por rescatar a un mismo tiempo, de la casa que observa y del rostro cansado que imagina, algún minúsculo rastro de belleza o de talento, y después de extraer hasta la última particularidad, no sólo parecen una sola aberración, como toda la ciudad, sino que resulta absurdo pensar que alguien pueda vivir detrás de una fachada semejante. Abrumado, desvía la mirada y encuentra en una esquina a una señora cuya expresión parece ser más joven que su cuerpo, tomando de la mano a un pequeño niño, bastante ajeno a sí mismo. Hori los observa, ha visto esta misma imagen incontables veces: madre e hijo conectados frágil y mentirosamente por sus manos, pero hoy, en el estado de sensibilidad extrema en el que se encuentra, logra llamar y fijar su atención lo suficiente para imaginar que un obediente contraluz los recorta, llevando a sus ojos una evocadora silueta, una oscura madre que lo salve de lo horrible que le empieza a resultar el mundo. Así, Hori se obliga a evocar un recuerdo que no posee: él mismo agarrado a una de las manos de su madre, no él mismo, sino su sombra y la de su madre, proyectadas en un pequeño estanque de agua en un parque. Pero no logra encontrar un parque adecuado en su repertorio de lugares, un sitio en el cual su evocación resulte perfecta y hermosa, lo único que se me ocurre para acudir en su ayuda es un parque imaginado.


Hay uno en Trópico de Capricornio, de Henry Miller, que podría funcionar, un parque que existe antes de volver a ser hombre, «un parque ventilador para erradicar los venenos» traídos por el hombre, un parque que evoluciona no hacia lo civilizado sino hacia «la conversión en parque salvaje para ser simplemente una brizna de espacio vivo, palpitante, un trecho de verde, un poco de aire fresco, el estanque de agua en el que» ahora la sombra de Hori y la de su oscura madre se refrescan...


V


En una nueva etapa delirante, la sombra de Hori adquiere un matiz mutante y sugestivo, intentando construir a partir de diferentes proyecciones un pasado que no existe, donde ciertos objetos comunes se vuelven vitales, necesarios... pero en el caso de Hori, aquellas siluetas imaginadas parecían extraídas a la brava de algún contexto cálido y privado para ponerlas a la intemperie sin previo aviso, deteriorándose rápidamente o perdiendo su sentido: un perchero sin nada colgado en él, un triciclo abandonado, un bote hundiéndose, una matera escarbada, una sombrilla desbaratada cuya sombra parece más un colador... Lo único que resultaba interesante para un eventual observador era ver cómo aquellas proyecciones coincidían como la sombra perfecta de Hori y se desplazaban con él como presas de quién-sabe-qué conjuro.


Hasta un día en que no hay más repertorio y el pequeño cuerpo de Hori, reponiéndose de aquel maratónico desfile, espera bajo el sol la proyección de su propia sombra. Hori la aguarda con paciencia como si fuera un ser querido, pero ella no aparece, tal vez llevada por el despecho, deseos de venganza ante la momentánea indiferencia o simple desprecio; o tal vez, al tener que esconderse en el sitio más oscuro de Hori, resulta imposible volver a verla.


Por su parte, el sol se encarga de recordarle a Hori, día tras día, que no es más que un hombre asombrado, una especie de vampiro al que le faltara la sombra en vez del reflejo. Lo único que se le ocurre es acudir a su vieja técnica de las siluetas recortadas en cartulina negra. Su sombra fabricada se ve bien pero al arrancar a caminar se queda estática, inerte, detrás de él. Fuera de control, Hori intenta coser su sombra con aguja e hilo a sus zapatos, pero caminar con ella resulta imposible. Sólo encuentra descanso cuando el sol se oculta. Hori ha pasado de ser un personaje del día, del sol, a ser un personaje de la noche, alejado hasta de las luces artificiales.


VI


Muy temprano en la mañana, Hori observa a lo lejos por última vez, desde una carretera solitaria y bajo un cielo totalmente despejado, cómo una gran nata luminosa entre gris y anaranjada se cierne sobre Bogotá. El efecto contaminante no deja de ser interesante para Hori en la medida en que, al avanzar el día, va adquiriendo diferentes matices. Al darle la espalda a la ciudad de la cual Hori nunca pensó salir, ya es mediodía y la luz le resulta excesiva, a causa de su reciente comodidad con la penumbra. Al fondo la carretera, en una de sus curvas, parece extenderse en perfecta continuidad con un caño de arena blanca en medio de dos pequeñas y rojas montañas. Hori decide continuar por el caño y no por la carretera.


El paisaje le resulta impactante y por un momento recobra su interés por lo novedoso. Aquel riachuelo de arena blanca, estallado por la enorme cantidad de luz, contrasta de manera violenta con el rojo circundante. Luego, tras caminar tal vez una hora inusitadamente emocionado, descubre el motivo de su hasta ahora inconsciente decisión. En medio del riachuelo de arena, yace dibujada una silueta en carboncillo. Se acerca para verla en detalle y sí, parece un perfecto figurín hecho por un sastre que lo conociera de memoria.


Hori, tras verificar que a pesar de la potencia solar no proyecta ninguna sombra, se tira al piso y se acomoda cuidadosamente dentro de aquel patrón. Para lo que sigue se hace necesario cerrar los ojos y ver cómo el cuerpo de Hori se va oscureciendo de manera progresiva, hasta convertirse en una densa silueta sobre la arena que proyectara, bajo un sol matemáticamente cenital, su sombra perdida.


Miguel Ángel Arévalo


Nació en Bogotá en 1977. Es profesional en relaciones económicas internacionales de la Universidad Autónoma de Colombia. Ocupó el primer puesto en la convocatoria hecha por esta Universidad sobre ensayos libres con el trabajo titulado “Escrúpulos” (2001). El cuento que se publica a continuación fue finalista en el Concurso Nacional de Cuento de la Revista NÚMERO, y se leyó en la sesión inaugural del programa "Noche de narradores", en la Biblioteca de la Universidad Central, el 21 de mayo de 2008. Arévalo pertenece al TEUC.



AQUEL 9 DE ABRIL

7 de abril de 1948 (1)



querido diario.
esta mañana me agarre con el emilio, de nuevo llego entrada la adrugada sin contarme donde se la habia pasado el muy desvergonsado. a estado muy raro en los ultimos dias, se la pasa cuchicheando con el compadre herrera, diciendo que esta haciendo egocios con el pero que es mejor no decirme nada mas, que las mujeres estamos para planchar, cocinar y criar a los chinos y que somos lenguiflojas. se la pasa haciendo mala geta y en esta semana ni siquiera vino a almorsar, para mi que esta enfermo del buche. hace un mes lo echaron de la carniceria de misia conchita, pero aun sigue trayendo lo necesario para los gastos de mi chinito y mios, gracias a dios no nos falta con que vivir, ni el techo ni la sopita. el compadre herrera se porta muy bien con nosotros, los santos lo bendigan, es un hombre generoso, amplio, de buenos modales aunque algo estraño y eso si, con un terrible defecto, godo como mi emilio. por ahora lo que me preocupa es la salud de manuelito, a estado tosa que tosa toda la noche y mientras le preparaba un agua de panela para ver si le calentaba el pecho se me prendio en fiebre mi pobre angelito, toco meterle las paticas en un platon al baño de maria, a ver si se le calmaba la calentura. emilio dice que me este tranquila, que pronto saldremos de pobres, que por fin nos podremos largar de esta casa donde la matrona mira a mijo como si fuera el ultimo varon de bogota. no es que no la tenga en aprecio, a fin de cuentas es mi jefa, la que nos da techo, pero no tanto como para permitirle que se meta con mi marido, eso no se lo perdono a nadie. ella es una mujer vieja, chocha, dura, que defiende su herencia dejada por su taita don agustin, alma vendita y que mi dios lo tenga en su gloria, a punta de puños y amenasas, parece un macho, para ser conservadora no se porta como una dama. asi no es facil ser liberal en medio de dos godos, ella y mi emilio, pero ¿que mas se le puede hacer?, prefiero cerrar el pico y como si nada. la matrona me tiene aca para cuidar el casaron donde vive y para que le haga mandados, a cambio recibo mi piecita donde nadie nos friega la vida y el plato de sopa. estamos solos los cuatro en semejante ranchononon: la matrona, mijo que le hace de plomero también de ves en cuando, mi niño y yo, pues al mayordomo lo despidio por borracho y marrullero. esto es mas que suficiente para una mujer como yo, ademas tengo los libritos regalados por los vecinos, unos extranjeros lo mas de queridos que le insistieron a la matrona a que me dejara ir a la casa de ellos para que me enseñen a leer y escribir. y para que el resultado a sido bueno, si no, no pudiera llevar este diario donde escrivo mis tristezas y que me lo regalaron ellos, los santos bendigan a estos señores españoles tan amables y gentiles. aprovecho cualquier momento entre las comidas o cuando la misia reposa para ponerme a escribir. ellos me dicen que voy muy bien, que compongo bueno y que tengo ojo para la ortografia, que la prosima semana me enseñan las mayusculas, las tildes y los punto y coma. yo procuro practicar lo mas que pueda, y si no tengo que hacer, pues me pongo a leer los libros que me regalaron, escritos por un tal señor don edgar, lo mas de inteligente el, todo un sabio eso si.


8 de abril de 1948


estoy asustada y reso a dios para que interceda por mi emilio y no le vaya a dar por hacer una pendejada. e estado organisando nuestra piesa esta mañana cuando encontre un pequeño baul de madera con la llave puesta. mi curiosidad me gano como siempre y abri el cofre, encontrando para mi espanto un revolver y cinco balas. no se si es del emilio, pero creo que si. estoy muy asustada, con nuestra situacion minimo le va a dar por hacer una loquera. ya pense en irme para funsa con mi mama, pero no quiero embarrarla, a lo mejor se lo dieron a guardar, ademas manuelito a mejorado montones, pero aun no esta del todo bien como para coger carretera, mi pueblo natal queda muy lejos y no creo que el chinito aguante el viaje, y el clima esta bien picho. lo único que me reconforta es escuchar los discursos del doctor gaitan por radio. soy liberal hasta los huesos, asi emilio se emberraque y amenace y diga que me va a dejar por ser cachiporra, no importa, yo lo aguanto godo y todo. espero que mi emilio no vaya a hacer una locura por ai. con lo misterioso que a estado ultimamente.



9 de abril de 1948

horror, hasta ahora la sorpresa me a dejado escribir. mataron al doctor gaitan, le pegaron un tiro cuando iba por la calle en el centro de la ciudad. esto se a vuelto un infierno, la gente pasa furiosa armada con lo que puedan, echando vivas, unos a los conservadores y otros a los liberales y cuando ambos grupos se encuentran ay virgencita toca buscar escondederos a peso. ya pasaron varias veces golpeando la puerta grupos preguntando si quienes vivimos somos rojos o asules, es entonces cuando la matrona sale por el balcon y grita lo que quieran oir. ella, de tanto andar lidiando con ambos partidos por mantener sus propiedades ya puede reconocer unos de otros. ¿y el ejercito? pues escondidito debajo de las alcantarillas, esperando a que todo este revoloteo se calme, o cuidandole el culo al presidente chulavita que tenemos. la gente corre aterrada buscando refugio así no sea su hogar, unos cargando todavia los robos que han hecho. pasan marchantas como la pepa (vistiendo un caro y pesado abrigo de color cafe bastante bonitico y unos sapatos negros sin medias que la hacen tropesar como yegua hincha, yo la veo y le grito "¿y que?, ¿se gano la loteria?" y ella me contesta "mejor mija, me gane esto sin siquiera comprarla. mi marido anda atras cargando un mueble para sapatero, el pendejo se va a herniar pero como es tan terco no lo quiere soltar" y se echa a reir caminando oronda en medio de la calle. mas tarde, cuando iba anocheciendo sali a comprar algo para preparar la comida y me encontre con que a don jesus le habian volado la cabesa cuando intento cerrar la reja de su local, alma vendita el. "no salgan que hay tiradores" gritan algunos policias que pasan corriendo como si los persiguiera el mismisimo chiras en persona. cuando oscurecio la matrona mando abrir los portones de la casa y dejar entrar a todos los que pasaran escapandose del linchamiento, se quería salvar el alma con buenas acciones la muy trampera. pero nada de eso me preocupaba. lo que si me dejo de una sola piesa fue lo que descubri mas tarde. yo me quede en mi cuartico con manuelito por horas mirando el cofre vacio que guardaba emilio con tanto misterio, no hay ya nada dentro de el, ni revolver ni balas ni nada, se lo debio haber llevado cuando salio muy afanado el señorito esta mañana. con que esto era lo que planeaban el par de chulavitas granijueputas, el emilio y el compadre herrera, por eso tanto misterio y tanta pendejada, querian matar al negro y lo hicieron. a mi no me vengan a meter gato por liebre, yo sere pobre pero no bruta, gracias a mi virgencita e leido al señor don edgar y puedo distinguir cuando le hacen morcillas al diablo. claro, los pajaros estos creen que todo va a quedar como si nada, solo dispararle al doctor gaitan y salir corriendo y listo, pero mi dios no olvida a sus liberales y me ilumino. A eso de las once de la noche, cuando todos los escondidos por misia se habian ido, entre a la piesa principal para preguntar si a la matrona se le ofrecia algo mas y la encontre tendida cual larga era en la cama bañada en su propia sangre. seguramente alguno de sus protegidos era un godo ladron que aprovecho para matarla y robarle lo que pudiera, pues todos los cajones estaban revueltos y la piesa parecia como atacada por la furia del putas. pobre vieja, pero eso le pasa por bruta y confiada. aun tenia el cuchillo clavado en la barriga. pero vea no mas, esto me a dado la manera de vengar a mi glorioso partido liberal, a mi doctor gaitan. la mente se me despejo y se me ocurrio una idea. esperare a emilio detras de la puerta del cuarto de servicio con la pala con la que cargo la estufa de carbon y cuando entre le dare duro en esa mollera, y si sigue vivo, pues le vuelvo a cascar hasta que deje de resoplar y demostrarle que por muy godo que sea no tiene sangre asul sino roja como el partido liberal. a no, yo no quiero un mata compartidarios como taita para manuelito, ni mas faltaba, prefiero que sea huerfano mi pobre angelito. lueguito, cuando le haya reventado esa geta, le unto gasolina y le prendo como a un pollo como pienso hacer con mi antigua patrona. prenderles fuego en el patio de ropas. con el olor a mortecino que hay en esta ciudad hoy nadie sospechara. ya queme las cobijas y todo lo quepueda salpicarme la cara, pues no creo que la policia crea que yo no mate a la matrona. no era tan santa de mi devocion, eso si, pero no para tanto, no para quitarle el resuello. no me quiero arriesgar a que me culpen por la muerte de la misia. es que una que lee se instruye y aprende a adelantarse a las cosas.




tantico y me jodo yo solita. cuando queme a la matrona las llamas empesaron a crecer y vino a golpear apurado el vecino, don mariano gritando que salieramos, que la casa se estaba incendiando. me toco salir y calmarlo y decirle que tranquilo, que estabamos quemando las sobras de carbon y madera y todas las cosas de godos que tenia la dueña de casa vaya terminaran metiendose los rateros y ademas le dije que la matrona estaba durmiendo el dolor de cabesa. me miro como con desconfiansa y se marcho refunfuñando. por culpa de este chismoso de don mariano ya no puedo quemar a emilio, se salvo el suertudo de morir rostisado, pero que lo mato lo mato. ahora solo espero darle bien duro al godo de mi marido. tranquilo doctorcito gaitan, el desgraciado de emilio la va a pagar y bien caro.




lo echo echo esta, pero casi no puedo, la virgencita me dio la fuersa para hacerlo. espere por mas de dos horas detras de la puerta de la piesa a que llegara emilio hasta que por fin aparecio. cuando entro estaba con una cara felis y un ramo de flores el muy ijueputa, flores ahora, solo a este godo marica se le ocurriría. aun tengo la cara pintada en mi memoria cuando se voltio y me vio con la pala en alto lista para reventarle esa bocota. ver esas flores en sus manos me dio tanta ira que saque las fuersas escondidas. el primer mangaso le partio el labio en dos, el segundo le dio en el hombro, al tercero me agarro por el palo y no lo soltaba. forcejeamos un momento y por poco me gana pero gracias a la santisima virgen Ilebaba el cuchillo con que le chusaron las tripas a la matrona en el bolsillo del delantal. fue solo echar mano al bolsillo y clavarlo en el cerdo chulavita que tenía en frente. sus ojos se abrieron tanto que pense se iban a salir, y pude decirle a la oreja "por el doctor gaitán chulavita malparido". cayo con el mango del cuchillo asomado en su barrigota igualito que la matrona. pataleo como la cucaracha que era y se murio rapidito, pero con arto dolor, eso si lo puedo jurar por mi chinito. lo deje sangrar en la sala hasta que quedo bien seco y luego le cosi la chamba con hilo. mientras trapiaba el reguero de sangre que dejo el emilio me lo pense bien, no podía quemarlo por el chismoso de don mariano y no me atrevo a despresarlo, ni bestia que fuera, así que, ¿que me toca?, pues me fui corriendo y saque el fino vestido de la matrona, ese de botones cafe, las medias, los sapatos y una de sus pelucas. pensaba disfrasarlo y dejarlo por ai tirado para que se lo coman los perros como hicieron con jose, un piadoso servidor de dios, buen vendedor de libros, que seguía golpeando casa por casa sin saber lo que habia ocurrido hasta cuando se topo con una bandada de compartidarios, no le quedo mas remedio que cerrar los ojos y dejarse matar pues el muy pendejo se había puesto la corbata asul ese día, quien lo manda, eso me lo conto la dolores cuando le lleve a mi chinito para que me lo cuidara. Luego vestí al emilio y quedo hasta chusco, para rematar encontre un sombrero que ni mandado hacer. el cabron quedo irreconocible, con la cara de vieja que tenia. además en esta oscuridad ya no importa si lo ven o no, esta joda se la llevo el patas. pero la vaina no había terminado aun. espere a que llegara la sorra que recogía muertos pero nada, hasta que se hiso mas de noche. luego se asomo don mariano y me grito que estuviera despierta, que la policía estaba entrando a las casas para ver si había revoltosos. al comienso me entro la terronera, si me veian con este me metian derecho a la carcel, y ni por el chiras me dejo agarrar. así que ni modo, me arme de valor y decidí envolverlo en una alfombra y cargarmelo al hombro por las casi treinta cuadras que hay entre la casa y el cementerio. que animal para pesar dios mío. hubo momentos en que quise dejarlo por ai tirado, pero me lo pense mejor y era mas prudente no tentar al diablo vaya y una este tan de malas que alguien lo reconosca, las cosas pasan por algo y si la sorra no pasaba, por algo seria. así que pujando, bufando y resoplando, llegue casi de manecida con mi paquete. algunos creian que era una alfombra que me había robado del centro, y yo decía que si y apuraba las patas. por el camino me encontre con una cantidad de mutilados y algunos borrachos que salían hinchos gritando pendejadas. aun había carteles pegados que decían el partido comunista y la conferencia panamericana y no se cuanta mierda mas, con los doctores gilberto vieira, carlos aguirre y carlos mendes, me aprendí los nombres de ver tanta papeleta en las paredes. Lo que si me partio el corason fue que pase por al lado de un tranvía chamuscado, lastima, con lo que me gustaba montar en ellos, estos godos son unos animales sin corason. luego me detuve un momento sin soltar mi paquete cuando vi un monton de gente llorando y dejando flores y botellas de aguardiente en una calle. sin siquiera preguntar alguien me dijo que aquí cayo el caudillo, inmediatamente, sin darme siquiera cuenta, tire al muerto y me arrodille y me santigue, al final de la oracion le dije al negro gaitan “y tranquilo mi doctor, que allí llevo nuestro secretito” mas adelante me tope con una manifestacion que gritaban a pulmon suelto que a tomarse palacio, iban armados con palas, machetes, cuchillos y cuanta basura encontraran por el camino, eso si, iban como cubas, borrachos a mas no poder. y por el camino me enteraba del saperoco que se había formado, que quemaron la iglesia del hospicio, que quemaron el hotel regina, que quemaron el siglo, que arde la gobernacion, mejor dicho, esto se jodio, pero poco importaba para mi, solo quería botar a este desgraciado en alguna fosa del cementerio e irme a dormir un buen rato, ademas mi chinito esta ingrimo solo. cuando al fin, despues de muchos esfuersos, llegue al cementerio, el sereno no me quería dejar entrar. pues mija ¿quién dijo miedo?, levante a punta de madrasos a este ijueputa, que me dejara entrar, que yo venia con este muerto en la espalda y no sentía mis piernas, que no jodiera, que ya empesaba a oler bien feo, que me dejara entrar si no quería verme de verdad brava. en esas, alertado por la gritadera que le forme al celador, salio pachito, el administrador que conocia a la matrona y ai si casi me cago del susto. ¿qué tal que al gordo este le de por ver la cara de su amiga de chiquitos?, pero que va, el susto le da valor a una cuando dependen sus propios hijos, pues invente tantas mentiras que hasta yo me las crei, que llevaba a la matrona ahí envuelta, que la mataron los liberales metiéndose en la casa, que yo me escondi con mi niño en la alacena, que le desfiguraron ese rostro, que quien sabe que porquerias le habían hecho y que ni idea de emilio. el gordo pachito apenas si pudo contener las lagrimas, me dejo seguir sin más problemas pegandole una vaciada al celador que me miraba todo golpiado. yo siempre dije que pachito era como medio bruto y gallina, porque para mi alegría no quiso ver por ultima ves a su amiga del alma por purito miedo. miedo a los muertos, valiente administrador de cementerio era el gordo este. al entrar me falto un pelo para devolver lo que comí, ese olor a muerto podrido es peor cuando les da por reunirlos, estaban todos bien arrejuntaditos, en fila los muertitos, todos con la cara amoratada y bañados en sangre. hay una cantidad de personas, soldados y jornaleros, cavando uecos inmensos donde meten a la gente. mi primer reaccion fue llevar mi paquete directo para alla, pero no, al pachito este le dio por que la matrona debería tener su propio ueco, que que tal, que ella siempre tan digna como iba a juntarse con la prole y no se que mas pendejadas, hasta quería conseguirle ataud y buscar su mausoleo familiar, pero yo le dije que no, que ya olia a feo, que dejaramos descansar a la señora, que ya no habia tiempo, que que tal que a los liberales les diera por llegar a desenterrar muertos y nosotros todavia enterrando a misia. entonces a pachito le entro el miedo y ordeno a todos cavar mas rapido y le dijo a un soldado que le cavara un poso a la doña. asi pues me tuve que aguantar las horas esperando a que un soldado flacuchento cavara un hoyo para mi muertico. hasta pense, "mira cuanta suerte la tuya emilio, no te vas a untar con los liberales que tanto odiabas, si por mi fuera te echaba al caño, pero no tengo tantas fuersas para llegar hasta alla". yo ya le habia echado ojo a la peluca de la matrona, lo mas de bonita, hasta me la probe antes de embutirsela al cabeson de mi marido, asi que como quien no quería la cosa, cuando estaban distraidos, cogi y me la robe dejandole el sombrero para taparle la cara, y rapido me la meti entre las naguas y como si nada. Lo que me llamo la atención fue ver que tenia los pies descalsos, me di cuenta cuando el soldado que habia hecho el ueco se quedo mirando los pies todos torcidos de emilio. yo lo apure aplaudiendo afanada para que se metiera en sus asuntos, no fuera que le diera por preguntar. seguramente se habran caido por ai, mientras yo bregaba a cargarlo. menos mal el resto fue sencillo, sentarme a ver como amanecia, maldecir el frio tan arrecho, mas tarde tirar el bulto al ueco, unas palabras del sacerdote, una bendicion, el pachito berreando y listo, todos para sus casas. echa su voluntad doctorcito gaitan, el mandado quedo para preparar. ahora, si me disculpa, voy a cuidar a mi manuelito.



10 de abril de 1948

esta mañana me encontro la comadre teresa saliendo con mis corotos y mi chino de la casa de la matrona alma vendita. me pregunto que a donde me iba, que donde andaba mi marido. yo, mentirosa por bocacion, le dije que ni idea, que no sabia donde andaria durmiendo la borrachera, y que la misia estaba de visita. la comadre me conto del pobrecito ese que dicen que mato al doctor gaitan, lo volvieron mierda apenas salio corriendo, era un tal roa. yo apenas si me aguanto la carcajada, me gustaria decirle que no sea pendeja, si fue mi marido, pero prefiero no decir nada. ahoritica mismo arranco rumbo para funsa, alla me espera mi mama, y voy dichosa porque le llevo la peluca a mi viejita que tan poquito pelo le queda ya en la cabesa. solo me quedan dos tristesas, una, que no volvere a ver a los señores españoles, se quedaron con las ganas de enseñarme mas, y la segunda que no me pude cargar tambien al godo del compadre herrera, se salvo el desgraciado. que la vida se lo cobre.





1. Me he tomado el atrevimiento de copiar las pocas hojas de lo que al parecer es un diario que data de 1948. Considero de suma importancia respetar plenamente lo consignado en ellas dado su valor histórico, a pesar de las notorias faltas de ortografía y redacción. Espero que el lector comparta mi sentimiento y no lo considere una omisión imperdonable por parte del transcriptor. M.H.C.

Yezid Cepeda Buitrago

Nació en Bogotá en 1980, es licenciado en Lingüística y Literatura de la Universidad Distrital. Ganó el Premio Nacional de Literatura Ciudad de Bogotá, en la categoría Jóvenes en 2003. Es egresado del Taller de Escritores de la Universidad Central. El cuento que se publica a continuación fue finalista en el Concurso Nacional de Cuento de la Revista NÚMERO y se leyó en la sesión inaugural del programa quincenal "Noche de narradores", el 21 de mayo de 2008.


CON LOS PIES EN LA TIERRA

«Despiértame cuando pase el temblor».
Soda Stereo

La gente se alarma con facilidad y yo disentía de ello. Les decía a todos que aunque las situaciones que se presentaban hicieran temer lo peor, sólo deberíamos contar con la mesura y la serenidad para poder elegir mejor nuestras decisiones. Ese era mi discurso en la infinidad de charlas que mantuve al respecto para evitar desastres. Alzo la mirada y mantengo en alto las manos para demostrarles, con la inmensidad que abarcan mis brazos, cómo esas columnas, aquellas vigas, esos soportes pueden desplomarse. No podemos confiarnos. Me levanto en las noches a cerrar bien el grifo del lavaplatos, tiene un goteo terrible que me taladra y despierta a todo momento.

De regreso al cuarto, ella lloraba dormida y me decía que no quería morir, que esta ciudad lo era todo, que no quería dejarla de lado. Mis abrazos no amainaban su tristeza y eso que la apretaba muy fuerte. Sabíamos lo de México, lloramos con lo de Perú, y nos mirábamos ausentes al recordar las políticas en caso de que siguiera nuestro turno; sabíamos que todos los artistas que apoyaban las campañas publicitarias de prevención no vivían aquí. Al caminar por las calles nos avergonzábamos de nosotros mismos al escucharnos preguntar cuál de estos edificios resistiría, cuál colapsaría primero. Pero era inevitable, teníamos miedo.

Una tarde que llegué a casa la encontré acuclillada al lado del sofá, cubierta por varios cojines. Me llamó entre susurros y me jaló hacia abajo. Nos acomodamos en el piso, arrinconados en ángulo contra el sofá y protegidos por los cojines. Miró resignada el espacio y dijo que necesitábamos muebles más grandes. «Este triángulo es muy pequeño para los dos, no podrá protegernos », y arrancó a explicarme que sabía de una técnica de salvamento no convencional que podía ayudarnos; lo dijo lentamente: «Esto puede salvarnos». No quería hacer nada al respecto, igual sucedió con lo de Monserrate, que convertiría todas las calles en un infierno de lava y ceniza.

Una angustia que no se ha cumplido a pesar de nuestras ganas de que así fuera, pero me complació ver su sonrisa cuando desempacamos el nuevo juego de sala. Me besó largamente y se puso feliz a organizarlos de acuerdo con su teoría.

Utilicé todos los recursos que se ingeniaron para las campañas de prevención, expliqué el dominó de la vida, la jugada maestra y los pasos para un buen sobreviviente. Soy hábil convenciendo, debería ser escritor, o por lo menos periodista, a lo sumo profesor, no importa, lo cierto es que mediante frases creativas, juegos ilustrativos y palabras de seguridad y consuelo, iba llenándolos de tranquilidad hasta encontrar facciones relajadas y buenos ánimos. «Quiero silbatos», fue lo primero que me dijo al llegar esa tarde. «Se usan para avisar a los cuerpos de socorro si estás debajo de las ruinas, pero no pitos cualesquiera, deben ser aquellos que se escuchen a mucha distancia.

Los necesitamos», sentenció. Yo conocía lo de los pitos, y también su precio, pero bueno, los Fox 40 pearl son de los mejores; su diseño de dos cámaras y sin partes móviles hace que su frecuencia sobresalga por encima de ruidos industriales y de ambiente, para llamar la atención en caso de alguna eventualidad. Además, sus colores son bonitos; a ella le compré uno amarillo, el mío es gris, y se ven bien en nuestro cuello con la fotocopia de nuestra cédula y los números telefónicos de emergencia. Los dejo en la repisa de la cocina, al lado de las llaves, y de pronto piso un charco que se escurre por el piso. La gotera gana terreno y me pone a limpiar todo el suelo.

Preparé todo antes de comenzar. Mantuvimos una rutina habitual de un día cualquiera y sincronizamos los relojes de la casa para que nos dieran la señal. Ella cocinaba carne en gulash y yo veía las noticias en nuestro nuevo sofá. Llueve sin descanso y mucha gente se queda sin casa en todo el país. Pero una desgracia a la vez: o nos ahogamos o se nos cae el mundo encima. Dejo el control del televisor con mi café y los cigarrillos en una mesa auxiliar que me permite tenerlo todo a la mano. Cómo se ven de banales los enseres y electrodomésticos cuando están mojados.

Qué fastidio debe ser sacar de tu casa baldes llenos de aguas negras, con las manos. Suenan las alarmas al unísono y ella sale corriendo de la cocina y se tira conmigo a un lado del sofá, la mesa se balancea y el café se riega en mis piernas y al caer me golpea en una canilla. Comenzamos a pitar con los Fox 40: primero ella, tres veces; luego yo, dos; otra vez ella, tres veces. Es la señal de SOS que hemos practicado.

Después del simulacro sólo quedan la mancha en mis pantalones, un tremendo moretón en mi pierna y los oídos aturdidos de tanta pitadera. Salieron buenos los silbatos. Revisamos los relojes y vemos que los tiempos no fueron los mejores. Me mira con mueca de disgusto y me dice que tengo que estar más alerta, que esto no es un juego. Debemos mecanizar nuestros actos para tener alguna ventaja. Recuerda: «Hombre prevenido vale por dos, por nosotros dos». Con los cojines encima y el triángulo de la vida protegiéndonos, comencé a besarla con desenfreno. Nos quitamos todo; íbamos a salvar la especie.

Invitamos a comer a Marcos, es mi jefe en el departamento de prevención de desastres. Es paramédico, jefe de salvamento y practica yoga todas las mañanas. Siempre lleva puesto un chaleco amarillo con varios bolsillos, en donde carga desde botiquín de primeros auxilios hasta linterna infrarroja. Nos mostró cómo se le hace un torniquete a una persona que tiene una fractura.

Utilizó espaguetis para simular la secuencia de derrumbe que puede llegar a sufrir un conjunto de edificios como en el que vivimos. Marcos era un genio, a ella le cayó muy bien; al despedirse, nos dio la mano como un boy scout y nos dijo: «Siempre listos». Lo acompañé hasta la puerta del conjunto, y allí me preguntó que si la quería mucho. «Esa mujer me mueve el piso», respondí. Nos reímos bastante.

A la entrada del edificio de Avianca hay un mendigo negro y ciego que toca sones con un palo y una caja. Qué ritmo tiene el desgraciado. Rumores de mar y costa se abren en sus versos. La paranoia se está adueñando de todos. El negro canta:

¡Ay, tem-blor!, que son para ti estas tierras; ¡ay, temblor!, protégeme tú a mi negra.

Cuando le doy unas monedas, le digo que éste no es buen lugar en caso de un sismo. Busca mi presencia en unos ojos opalinos y me dice que si se cae este edificio ya nada importa. «He estado cuarenta años aquí, sentí la gente explotar contra el suelo tratándose de salvar del incendio y él sigue aquí quietito».

Golpea su caja, lanza una carcajada y vuelve a cantar, ignorándome. La carrera séptima palpita frenética. Siento el temor en sus calles, la gente disimula su miedo en el agite diario, en las cosas por hacer. Se sienten bien por la falsa seguridad que dan las montañas que nos rodean, a pesar de que éstas serán las primeras que se vendrán abajo sepultándolo todo. Somos ingenuos. Está en nuestro himno. Después de la conferencia, Marcos me acompaña a casa y me explica que Bogotá es inestable, algo de los pisos, los humedales, se drenó mal el terreno, se pisa en falso.

Me dice que está preocupado y estas lluvias no ayudan mucho. Antes de entrar, me pregunta qué es esa mancha en la fachada. Miro cómo un surco marrón y húmedo se abre paso desde mi apartamento. Destila la pintura, asciende y desciende a los pisos siguientes, dejando una marca astrosa en la pared. Al entrar, ella mira profundamente el televisor. En las noticias el centro sismográfico anuncia que hubo pequeñas alteraciones, que aunque pueden ser una señal, no podemos alarmarnos. «¿Tenemos todo listo?», me pregunta. Y sí, sabemos nuestro punto de encuentro, tenemos las provisiones almacenadas, los documentos listos. Los dejo un momento para ir a hablar con el administrador sobre la filtración.

Marcos la tranquiliza diciéndole que el mundo tiembla más de dos mil veces por día. Ella le refuta asegurándole que sabe que las pruebas atómicas subterráneas que hacen los chinos produjeron el tsunami. El administrador me mira incrédulo y hace caso omiso de mis reclamos. «Primero pague y después quéjese. Además, eso lleva así muchos años y usted es el primero que molesta». Lo maldigo en silencio, prometiéndome que será al último que ayude cuando todo esté derrumbado. Haré caso omiso de sus ruegos debajo de los escombros.

Llego al edificio Colpatria para atender la conferencia de prevención del día de hoy. Vengo solo. Marcos ha dejado de asistir y quiere renunciar a este oficio. Comienza a descreer de nuestra causa y dice que ya no va a pasar nada en esta ciudad, que siempre será igual, que aquí lo único que aumenta es la indiferencia, las ventas ambulantes y los indigentes. El resto seguirá como siempre. Antes de entrar, un libro golpea en la cabeza a una señora. Se desmaya. Siguen lloviendo libros pequeños en forma intermitente. Se estrellan presurosos contra las ventanas, contra el piso. Rebotan dos veces y caen deshojados. Se descuadernan con el impacto. El viento los arrastra para todos lados. La gente se agolpa en la portería, protegiéndose.

Me río al pensar que a lo mejor los golpean y aprenden algo. Después del diluvio, los agentes de seguridad bajan esposado al hombre que los lanzaba desde el último piso. Vocifera injurias e imprecaciones contra todos. Lleva una mochila con algunos de los libros-arma, los libros-agua, los libros-suicidas. «Son sólo libros al viento —grita—, lo único que perdurará, el resto se lo llevarán la miseria y el olvido ». Uno de los guardias pisa un título de Saramago y resbala, el loco se suelta, corre, se pierde calle abajo. Se escapa por los puentes. Antes de subir al ascensor, recojo del suelo uno de los libros y lo guardo.

De regreso a casa y después del éxito de la conferencia —varios se acercaron a hacerme preguntas, otros susurraban comentarios incrédulos—, traté de leer en el bus, pero no pude. El pelo mojado de la gente expelía un olor acre, las ventanillas se empañaban. Por la apretura un hombre quedó muy cerca de mí, volteábamos las miradas para no incomodarnos. Me dio mareo. Al acercarme al apartamento, sucedió. Las hojas de los árboles empezaron a agitarse y las cuerdas eléctricas se balancearon lentamente. Una cometa de papel enredada en ellas acompañó el movimiento.

Unos perros ladraron. Fue un leve temblor que meció las calles como un suspiro. No pude hacer nada. Aun después del movimiento me mantuve pétreo en la acera, pegado al suelo con mis pies de plomo que no quisieron responder. Luego… el estruendo. Un sonido seco retumbó en las calles, rebotando en las paredes. Un crujir de ladrillos y vidrios que se desploman.

El edificio de mi apartamento ya no estaba, sólo se levantaba una estela de polvo rojizo en su lugar. Los otros estaban incólumes. Corrí hacia el conjunto, donde la montaña de escombros se desmoronaba de a pocos. Mucho silencio. El agua salía a borbotones de pedazos de tubería podrida. La maldita fuga, lo viejo de la construcción. Grité su nombre. Esperé el eco del silbato. Mucho silencio. Me olvidé de las técnicas y me lancé desesperado contra los pedazos de pared, contra los bloques rotos. Nada, sólo tierra, sólo agua y barro, sólo polvo, enseres desbaratados, pedazos de tela, olor fétido, una cortina gruesa. Ningún sonido.

Muchos triángulos de la vida, nada de ella. Las sirenas inundaron el lugar, luces amarillas, azules, rojas; ruidos de gente que se agolpaba en los alrededores del desastre. Bomberos y rescatistas que corrían hacia la montaña. Alguien que me preguntaba si estaba bien, si tenía alguna herida. Que cuál era mi tipo de sangre. Dije que ella estaba ahí, que me estaba esperando, que la amaba como a nadie, que debía de estar cerca de nuestro sofá, que prestara atención a los sonidos, que ella tenía un Fox 40.

Empezó a llover. La ciudad se manifestaba en su forma más habitual, un cielo gris y cerrado de nubes, gotas paulatinas que se sumaban a la montaña de tristeza. Sacaron un chaleco amarillo con muchos bolsillos, lleno de barro y ceniza. «Encontramos algo», gritaron. Varios hombres se acercaron y removieron una placa de concreto. Al levantarla, se asomó de un triángulo perfecto entre los muebles y los escombros la desnudez encajada de Marcos y de ella. Se produjo un ligero estruendo, con epicentro en mis entrañas hasta mis pies. «Una réplica», pensé.

Al despertar, un agente de policía me preguntó si el libro era mío. Me lo entregó con cara de resignación y se fue hacia las sirenas. Miré la solapa confundido. Abrí en el índice y elegí un título al azar: «Con los pies en la tierra».