jueves, 11 de septiembre de 2008

¿A DÓNDE VAN LOS DESAPARECIDOS?

Reflexiones, preguntas y respuestas.


¿A DÓNDE VAN LOS DESAPARECIDOS?


La vida, las desapariciones y la construcción de un desaparecido a partir de los restos que flotaban río abajo, fueron los temas que acompañaron a los asistentes a la Noche de narradores, el 10 de septiembre en la Biblioteca de la Universidad Central. “Sin nombre, sin rostro ni rastro”, de Jorge Eliécer Pardo, “Camino a San Martín”, de Germán Gaviria, y “Sin rostro”, de Marco Polo Salcedo, son los cuentos ganador y finalistas, respectivamente, del Concurso de Cuento Sin rastro, que fueron presentados en esta sesión del foro–tertulia.

¿A dónde van los desaparecidos? Se pregunta Rubén Blades, cada vez que suena su canción, y Jorge Eliécer Pardo, por medio de su cuento “Sin nombre, sin rostro ni rastro”, parece responderle: “En Colombia los ríos son las tumbas de los miserables de la guerra. Los viejos nos han dicho que siempre los ríos grandes y pequeños albergan a las víctimas, desde la violencia entre liberales y conservadores de los siglos pasados cuando venían inflados, flotando, con un gallinazo encima.” En silencio, cada uno de los asistentes imaginaba la víctima que le correspondía, la que haría suya. “Como a mis hermanos los han desaparecido, esta noche espero a las orillas del río a que baje un cadáver para hacerlo mi difunto.” Y así corre y corre el río, con la compasión suficiente que le da a cada unos de los pescadores la esperanza de encontrar a su familiar, a su amigo, a su hermano.

Busca en el agua y en los matorrales, dice Blades, y Germán Gaviria le sigue en “Camino a San Martín”: “el cuerpo de la mujer estaba medio oculto por el pasto, cerca de las llantas, boca arriba”. ¿A quién no le ha tocado? Susurra alguien entre los asistentes, refiriéndose a los retenes ilegales montados por las guerrillas colombianas, o por los grupos paramilitares.

¿Y por qué es que los desaparecen? Vuelve y pregunta el cantautor panameño. En unísono la respuesta se hizo escuchar: por sospecha, por auxiliar a las guerrillas, por ser espía internacional. En fin, a cada uno “lo acusaban de enlace de los grupos armados”.

Y sintiendo como propio cada cuerpo, cada ser que flotaba por el río, uno a uno los asistentes planteaban cosas del pasado, del presente y del futuro. ¿Qué se escribió sobre desaparecidos, sobre violencia, sobre muerte? No era posible escribir, respondían algunos, entre los mismos escritores se censuraban, completaban los otros. ¿Cómo se escribe en la actualidad? Igual que en el pasado, todavía hay censura, contestaban en tono muy bajo. Aunque hay más reconocimiento, o se equivoca el camino, o tal vez no, o ¿hay muchos caminos? Añadían los otros.

¿Cómo se le habla al desaparecido? Se pregunta, finalmente, Blades. Y el auditorio respondió en silencio, pensando, imaginando todo un país que en el olvido desaparece la memoria. Y el cantautor añadió: con la emoción apretando por dentro.


Juan Diego Valencia Martínez.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Francisco Coloane, escritor


FRANCISCO COLOANE, ESCRITOR

"Llevo el mar adentro y lo necesito hasta hoy"


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Por ojos tiene dos faroles brillosos que pueden acoger o derrumbar, si él se lo propone. Nació en el sur del mundo y claramente es hijo del mar y del viento. Hoy es casi un personaje mítico que vive rodeado de caracolas, barcos de madera y un pingüino embalsamado. Aún no se traga el sabor del éxito que le han reportado sus libros en el extranjero, ni menos se cree escritor de culto. A punto de cumplir 88 años (el próximo 19 de julio), Coloane revisa su historia y su obra con la modestia de un marino que, al final, nunca se planta firme en la tierra.
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por Claudia Alamo

Santiago está brumoso, pero un sol tímido ilumina el rostro de don Francisco, que ha decidido salir a dar un paseo por el Parque Forestal. Toma la mano de su mujer, Eliana Rojas, con tierna complicidad. Caminan juntos, reconociendo árboles y mariposas. Les gustan las mariposas de alas rojas. Ella dice que no se ven muy seguido en el centro de Santiago. El responde que los seres humanos, cuando morimos, nos convertimos en cenizas de mariposas en el amplio incendio de un bosque. Somos apenas un puñado de vida.

..... Coloane no cree en Dios, pero sí en la naturaleza. Por eso, no mira los autos ni siente el olor a motores recalentados de la ciudad. Para él todo tiene olor a mar, a ballenas y lobos marinos. Y ésa es su gracia. Porque en ese cuerpo de hombre grande y fuerte, habita un niño cándido y soñador que se aproxima a la ventana buscando estrellas o historias que contar. No había mucho, pero cuando empieza a conversar, uno se sumerge en un mar de oleajes que vienen y se van. Así son sus relatos. Personajes al borde del abismo, que sobreviven a pura fuerza e impulso, porque casi siempre el entorno es devastador.

..... Francisco Coloane es, claramente, un clásico viviente de la literatura marítima. De hecho, este autor de obras tan célebres como El último grumete de la Baquedano, Tierra del Fuego, Cabo de Hornos, entre muchos otros, ya han sido traducido a casi todos los idiomas imaginables -el último fue el griego-, y en Chile tiene ventas que bordean el millón de ejemplares.

..... Sus historias encantan por el olor a aventura, a riesgo. Pero Coloane aprendió a vivir con esos sentimientos desde niño. No es fantasía, sino recuerdos de infancia donde su padre, Juan Agustín Coloane, un ballenero fuerte y querendón, murió cuando Francisco tenía 13 años. Su madre, Humiliana Cárdenas, también partió al poco tiempo. Y el Francisco adolescente hizo camino al andar. Entre sus múltiples oficios en el sur, de peón en una hacienda ovejera, de capador de corderos, de amansador de caballos, de cronista de un diario. Luego vendría el escritor, el redactor, el actor y hasta documentalista.

..... El proximo 19 de julio cumplirá 88 años. No quiere homenajes. Muy pocos amigos cruzan el umbral de su departamento. Quiere estar tranquilo, en silencio. De algún modo, Francisco Coloane ha hecho una opción radical por recluirse en sus recuerdos, en algunos libros y en sus propios escritos. Pero sobre todo en los brazos cálidos de su mujer. De hecho, dice que es ella la que lo mantiene vivo.

-Don Francisco, hay una parte de su vida, que es su infancia, en la que habitan recuerdos y personajes fascinantes. Sin embargo, intuyo que hay un dolor subterráneo en sus relatos. ¿Ese dolor tiene que ver con un modo de exorcizar sus propios sufrimientos o más bien como un modo de protestar por la soledad de esos seres débiles frente a la inmensidad del mar y la grandeza aplastante de la tierra, el viento y la nieve?

-Hay un dolor subjetivo o subterráneo o submarino, como diría yo, que se expresa en todos mis relatos, desde mi primera infancia chilota. Juan Gana, un periodista amigo que ya falleció, me llamó Chilote de Roca, identificándome con mucha intuición y afecto a los "patos libres y cormoranes de roca", donde procrean sus polluelos.


Coloane, adolescente

-¿Y cuáles diría que son sus "polluelos"?
-... Mis polluelos pueden ser mis inicios en la literatura, en la piedra, en la roca que fue parte de mi entorno junto al mar en Quemchi. Viento y nieve, mar y tierra entre los canales patagónicos, en las rutas de Magallanes y la Antártida.

-¿Cree, entonces, que hay una relación entre el carácter de las personas y la naturaleza en la que habita?

-Creo que sí. Sobre todo porque en Chiloé se agregan los temblores, terremotos y maremotos donde nuestras islas interiores bajaron más de un metro de su nivel del mar. Por ejemplo, mi vecino Elías Yáñez, un personaje siempre presente en mis apuntes literarios, me contó que para ese terremoto de 1960, él estaba sobre un cerco cuando empezó a temblar y se agarró a las varas como si fuera un caballo chúcaro; así se mantuvo durante largos minutos. Puede que Elías en esos años tuviera alrededor de los 80. Y su extraordinaria firmeza le dio vida hasta los 90 años. Siempre recordaré también al buzo que pescaba ostras en el golfo de Ancud y que fue lanzado por una gran ola sobre el ramaje de un coigüe. Semejaba con su escafandra a un astronauta que hubiera caído de otro planeta. Tal vez Venus, porque se bajó del "alamo" sano y salvo.

-Usted siempre ha puesto al hombre al borde del abismo, enfrentando a la violencia de la naturaleza. Sin embargo, más allá del profundo realismo de sus relatos, hay una mirada de ternura. ¿Qué le provocan esas historias en su fuero interno?

-...Stendhal dijo: "La flor del amor se va a cortar siempre al borde del abismo". En mi fuero interno soy como hijo de esa naturaleza, a veces en la cresta florida de una ola, llena de ojos vacíos, y otras veces en los brazos amorosos de una extendida playa arenosa de sus resacas. Cada vez que entro al mar, soy lo mismo que un bote, salgo de espaldas nadando a remazos, con la quilla de mi espina dorsal y me levanto gracias al dios-mar sin revolcones.


Coloane, 19 años.

-¿Entonces, diría que usted es uno de esos personajes? Se lo pregunto porque perdió a sus padres cuando era un adolescente y sólo usted sabe lo que significó esa orfandad en su vida.
-Sí, a veces uno se identifica con dos o tres personajes como si fueran una "santísima trinidad", o como en un puente curvo desde la infancia hasta la ancianidad. Kipling escribió: "Dadme los primeros seis meses de un niño y os diré quién es el hombre". El era inglés-hindú. Yo chilote...

-Después de la experiencia de hacerse hombre sin tener a sus padres al lado, ¿cómo diría que se relaciona con sus dos hijos: es un padre aprensivo o, más bien, los deja partir mar adentro sin influir en su destino?

-La verdad es que mi relación con Alejandro, de 63 años, y Francisco, de 50, son muy buenas y normales. El primero vive en el extranjero, y el menor vive desde hace poco en Santiago. Tengo varios nietos a los que veo cuando viajamos con mi mujer a Europa o cuando el nieto suizo viene a Santiago, que es regularmente año por medio. Hace pocos días recibimos una carta suya. Nos decía que acababa de adquirir en Ginebra, donde vive, la traducción de El camino de la ballena, y nos adjuntaba un comentario del diario Le Monde de París. Lamentablemente todavía no tenemos ningun ejemplar. Pero ha sido una alegría en vísperas de mis 88 años. Alejandro se ancló en Francia hace muchos años. Hoy vive en los Altos Alpes, se casó con una maestra en estadísticas y tienen dos bellísimas hijas. El tiene una pequeña librería de libros antiguos y viejos. También tiene a la venta los libros de su padre y cuando le preguntan si tiene algún parentesco con ese "Coloane", él dice "a lo mejor sí", y larga una carcajada.

la vida y la muerte

-Ha dicho que en su infancia descubrió que las tragedias suceden sin aviso ¿Le teme a lo sorpresivo del destino?

-Siempre hay un azar en el destino. Parece que alguien jugara a los dados o a la ruleta con uno... Cierta vez entré al Casino de Puerto Varas y vi que el 28 no había sido jugado. Entonces, le puse tres o cuatro escudos de esos años, y de repente escucho al croupier que grita: "¡Negro el 28!". Desde entonces juego a esa terminación, si se me ocurre comprar un boleto de lotería. A veces me resulta.

-Usted mismo ha estado varias veces al borde de la muerte, pero siempre se ha salvado. ¿Cómo vive el tema de la muerte?

-Los indios yamanas del Cabo de Hornos creían haber descendido del cielo a través de una cuerda confeccionada con cueros de focas de dos pelos amarrándolas eslabonadas en forma de ocho. Yo siempre recuerdo una frase de la Biblia Latinoamericana que dice: "Dios es el infinito presente en lo íntimo del ser humano". Curiosamente, el ocho extendido es el símbolo del infinito. Sin embargo, a veces la vida y la muerte se eslabonan alternativamente con un negro y otro blanco, como el día con la noche.

-El año pasado anunció su partida para cuando cumpliera 88 años. ¿De verdad tiene ganas de partir? ¿Por qué?

-En una entrevista dije que me gustaría cumplir los 88 años, porque ese tiempo era suficiente para vivir; a esa edad se pierden muchos encantos de la vida; además, creo que en mi labor literaria he dado todo lo que he podido y de eso estoy satisfecho. Pero ahora me siento más tranquilo ya que estoy al borde de esa edad, y tengo la alegría de estar conversando con usted.

-Usted tiene una relación impresionante con el mar. ¿Qué es lo que lo revitaliza de esta pasión?
-... Lo que me revitaliza es el cosquilleo del oleaje envolviendo mi cuerpo, como si fuera un niño que está siendo acunado con una adormecida canción de las olas. Siento aquella osmosis que debemos al vientro materno, donde se tejen las primeras vibraciones del embrión humano. Nace la vida. Tal vez por eso llevo el mar adentro y lo necesito hasta hoy.


Coloane junto al monumento de Rubén Darío. Parque Forestal, Santiago de Chile.

-Siempre ha declarado que también lleva el sur adentro y que, por tanto, vive como "encajonado" en Santiago. ¿Por qué le desagrada la ciudad?

-Santiago fue una ciudad dificil. Venir desde esos campos magallánicos, y llegar a la Estación Central, un barrio con cierta sordidez a pesar de sus trenes, y con gente, perros y de todo pululando por sus alrededores me produjo un gran desencuentro. Creo que la ciudad no me cayó bien ni yo a ella. A los pocos meses regresé a Magallanes. Pero luego volví a la capital para intentar una nueva aventura. De a poco me fue interesando el mundo nuevo que se me iba abriendo y, por cierto, la vida cultural con la que empecé a tomar contacto. Hasta que lentamente el clima me empezó a conquistar un poco, aunque siempre he extrañado ese viento del sur que lo limpia todo.

-¿Cuál es el aporte que usted siente que ha hecho a la literatura? Se lo pregunto porque, aunque su trabajo ha sido premiado en el mundo entero, usted mantiene una cierta distancia con el éxito.
-No lo sé bien, siempre he dicho que en todo eso que está publicado algo bueno debe haber. Yo escribí porque pensé que a la gente les podía interesar el mundo que les transmitía.

-¿Y cómo definiría usted su obra y trabajo creativo?

-Uno está consciente de lo que escribe, pero no está plenamente conscientedel cómo escribe. varios críticos me han ayudado a tener una visión más completa de o que hago, como Alone o Polac. Sin embargo, David Petreman, un crítico norteamericano, señala que en la prosa de mis cuentos se destaca lo que llama el understatement, o sea, decir mucho pero con pocas palabras en un estilo simple, el lenguaje de los silencios o algo así. En realidad, imagino que los críticos aprecian mejor el ejercicio del creador.

-¿En este ejercicio, existe una dualidad entre el hombre y el escritor que es usted?

-Es una pregunta difícil porque si existe algo donde menos se puede separar la actividad creativa del ser mismo, es la literatura. Esta se hace en silencio y en soledad, porque los impulsos iniciales son aquellos que van en la búsqueda de algo que pertenece a los orígenes y que no se puede definir. No sé muy bien que buscaba en mis escritos de entonces, pero ciertamente había algo del hombre esencial en esos personajes en que muchas veces no sabía exactamente si eran mis propias vivencias.

-¿Por qué nunca ha echado mano a las fábulas ni a los "efectos especiales" para contar sus historias? ¿Cree que estas técnicas pueden distorsionar el oficio del escritor?

-Sobre literatura es poco lo que me gusta decir; me considero un buen lector y leo de todo. Pero no podría hablar de técnicas literarias, ni de modernismo, ni realismo mágico o sin "magia". Soy un autodidacto y he dado lo que he podido entregar de acuerdo a lo que he vivido y me ha impactado.

-¿Pero qué es lo que le atrae del realismo?

-... Algo le voy a contar sobre este tema. Como corriente literaria sé más de oídas que por estudios. La literatura la he sentido como un medio para expresar mis visiones, mis sentimientos, mi entorno en general. Algunos críticos que han escrito de mi trabajo, han habalado de un "realismo populista" y de allí que Montes y Orlandi me sitúen entre los de la generación del 42.

-Aunque, como dice, usted sepa más de oídas que por estudios, imagino que tendrá algunos autores preferidos...

-Existen muchos escritores nuevos y jóvenes que son muy buenos. No puedo nombrarlos porque son muchos. Pero siempre observo la inteligencia de un escritor como Bobbio, el filósofo italiano. Patricio Manns tiene una prosa rica y poética, y Luis Sepúlveda rescata la esencia del escritor cosmopolita. Las crónicas de José Miguel Varas me acompañan porque hay genio e ingenio. Leo también a Lafourcade porque a veces me hace reír y otras veces me hace pensar.

-¿Y cómo ve a la nueva generación?

-He leído a varios jóvenes a quienes admiro; nombrarlos es difícil porque se me quedarán varios escondidos. Siento que hay una verdadera revolución en la escritura más que en la literatura. El lenguaje a veces me desconcierta. Por eso vuelvo a mis viejos libros. Siempre tengo a Darwin a mi lado y algunos otros que me acompañan.

-Da la sensación de que le inquieta que lo vean como un célebre. ¿Por qué tanto pudor?

-Sí, me inquieta, especialemnte ahora en la vejez. A veces, cuando veo algunos libros o traducciones mías, parece que no fuera yo. Son como sueños increíbles que bordean mi ancianidad. Aunque tampoco niego ni oculto mi vanidosa alegría de tener la traducción de mis libros como la de El último grumete de la Baquedano al inglés al francés y este año, al griego. Entonces pienso que mi "grumete" puede estar en buena compañía junto a La Iliada y La Odisea de Homero. Pero para terminar con esto que no puede llamarse celebridad, menos fama, vuelvo a un poema que siempre me ha gustado. "Lo fatal" de Rubén Darío que dice: "Dichoso el árbol que es apenas sensitivo / y más la piedra dura porque ella ya no siente / No hay mayor dolor que el dolor de ser vivo, / ni mayor pesadumbre que la vida consciente".

buscando una estrella

-¿En qué está ahora, don Francisco? Da la sensación de que ha querido replegarse un poco. ¿Siente que hay una etapa de escritor que se cerró?

-... Son los 87 años. No tengo tu agilidad ni la ligereza de mis tiempos de periodista, que también lo fui. Pero antes las entrevistas no se hacían con máquina grabadora, sino que recordando lo que se había conversado. Recuerdo que una vez, cuando era joven, le hice una entrevista a Pabo Neruda en su casa. Yo no lo conocía. Neruda me llevó a caminar por todos lados y nunca me contestaba lo que yo le preguntaba. Cuando terminé la entrevista escribí: "A lo mejor, Pablo Neruda no tiene más voz que la de un caracol". Así fue como me vengué. Y a él le gustó mi venganza.


Francisco Coloane y su esposa Eliana Rojas.
(junio de 1998)

-O sea, que tiene una larga relación con el género de las entrevistas...

-Yo le tengo un poco de temor a las entrevistas. Esa es la verdad de las cosas.

-¿Y qué es lo que le da temor?

-Me da miedo decir tonterías. Recuerdo que Oscar Wilde dijo una vez que no había preguntas tontas, sino que respuestas tontas. Mire, hace rato le hablé de la palabra "osmosis". Y esa es una palabra griega que se puede escribir con acento o sin acento. Yo prefiero hacerlo con acento: ósmosis. ¿Sabe por qué? Porque el acento es como un bailarín. Se puede poner en cualquier parte, aunque a veces no corresponda ponerlo. Porque los acentos son como un pajarito que va picando de flor en flor, y no molestan porque siempre son hermosos. Entonces, un acento siempre es bonito.

-Bueno, ésas son licencias que usted se puede dar, ¿no? Total, ya hizo su aporte a la literatura...

-Bueno, como decía Alone, soy un hombre de prosa sencilla. Y lo sigo siendo hasta ahora. Una vez, Juvencio Valle me dijo: "No sé para que escriben versos que no se entienden". Y a mí me gusta escribir con claridad y sencillez para que sea leído por cualquier persona.

-En ese sentido, ¿considera que hay un poco de vanidad en la iteratura de hoy?

-En la actualidad, sí, incluso, ahora, con todos estos jugadores extraordinarios del Mundial de Fútbol, se ha producido una nueva literatura, que es la futbolística. Neruda decía una cosa muy notable: que en Francia hasta los tontos son inteligentes. Y eso es lo que estamos viendo ahora en el Mundial de Fútbol, donde hasta los tontos se vuelven inteligentes. (Se ríe).

-¿Y no le preocupa que exista una adicción al fútbol?

-Sí, es extraño, ¿no? Porque parece que incluso está reemplazando a las cosas religiosas. Hace poco leí que en las iglesias de Santiago se iban a poner oraciones para que ganáramos. O sea, hay que rezar para ganar. Asombroso. Pero, bueno, casi generalmente los boxeadores u otros deportistas se persignan antes de la pelea. También a mí me enseñaron desde niño a persignarme en los botes. Cuando venía un temporal, por ejemplo, mi madre me decía: "Persignate, hijo. Reza para que nos salvemos". Y yo lo hacía. Y ahora, cuando a veces me meto al mar, también me persigno.

-¿Se persigna aun cuando usted no sea creyente?

-No soy creyente. Pero creo en la naturaleza, porque ahí hay partes de la divinidad. Por ejemplo, Pío Baroja decía una cosa extraordinaria: que si la tierra fuera un Dios, el mar debería ser su cerebro. La verdad, es que pienso que tanto la vida en la tierra como en algunos planetas ha surgido del mar. El planeta Venus, por ejemplo. Y en las mañanas, cada vez que puedo, miro a Venus, que es muy brillante, tiene un titilar precioso, como si tuviera cinco patas.

-¿Esta afición por la astronomía, es de ahora o le viene de la niñez?

-Desde niño anduve en bote, a caballo, y siempre las orientaciones de las estrellas las he llevado en la mente. Incluso, en mi casa de Quintero siempre salgo a la terraza y veo constelaciones enteras.

-¿Recuerda algún minuto de su vida en que haya dejado de mirar las estrellas?

-No, siempre he mirado una estrella. En la noche sobre todo, antes de dormirme, voy por cada una de las ventanas de mi departamento para ver si encuentro una. Y cuando veo una estrella, entonces, me acuesto feliz porque el mundo está tranquilo. Y yo puedo dormir en paz.-



en revista Caras
Nº 267, 26 de junio de 1998.

Sin nombres, sin rostros ni rastros, de Jorge Eliécer Pardo

PREMIO NACIONAL DE CUENTO

Sin nombres, sin rostros ni rastros
Por Jorge Eliécer Pardo



A las amorosas mujeres colombianas




Como a mis hermanos los han desaparecido, esta noche espero a las orillas del río a que baje un cadáver para hacerlo mi difunto. A todas en el puerto nos han quitado a alguien, nos han desaparecido a alguien, nos han asesinado a alguien, somos huérfanas, viudas. Por eso, a diario esperamos los muertos que vienen en las aguas turbias, entre las empalizadas, para hacerlos nuestros hermanos, padres, esposos o hijos. Cuando bajan sin cabeza también los adoptamos y les damos ojos azules o esmeralda, cafés o negros, boca grande y cabellos carmelitas. Cuando vienen sin brazos ni piernas, se las damos fuertes y ágiles para que nos ayuden a cultivar y a pescar. Todos tenemos a nuestros nn en el cementerio, les ofrecemos oraciones y flores silvestres para que nos ayuden a seguir vivos porque los uniformados llegan a romper puertas, a llevarse nuestros jóvenes y a arrojarlos despedazados más abajo para que los de los otros puertos los tomen como sus difuntos, en reemplazo de sus familiares. Miles de descuartizados van por el río y los pescadores los arrastran a la playa para recomponerlos. Nunca damos sepultura a una cabeza sola, la remendamos a un tronco solo, con agujas capoteras y cáñamo, con puntadas pequeñas para que no las noten los que quieren volver a matarlos si los encuentran de nuevo. Sabemos que los cuerpos buscan sus trozos y que tarde o temprano, en esta vida o la otra, volverán a juntarse y, cuando estén completos, los asesinos tendrán que responder por la víctima. Si la justicia humana no castiga a los verdugos, la otra sí los pondrá en el banquillo de los que jamás volverán a enfrentarse a los ojos suplicantes de los ultimados.

Esta noche hemos salido a las playas a esperar a que bajen otros. Nos han dicho que son los masacrados hace varias semanas, los que sacaron a la plaza principal y aserraron a la vista de todos. Quiero que venga un hombre trabajador y bueno como los pescadores y agricultores de por allá arriba y que yo pueda hacerle los honores que no le dieron cuando lo fusilaron. Mis hermanas tirarán las atarrayas y los chiles para no dejarlos pasar, uno no sabe si el que le toca es el sacrificado que con su muerte acabará la guerra. Aquí todas creemos que nuestros difuntos prestados son los últimos de la guerra, pero en los rezos nos damos cuenta de que es una ilusión. Cuando traen ojos se los cerramos porque es triste verles esa mirada de terror, como si en sus pupilas vidriosas estuvieran reflejados los asesinos. Nos dan miedo esos hombres armados que quedan en el fondo de los ojos de los muertos, parecen dispuestos a matarnos también. Muchos párpados ya no se dejan cerrar y, dicen en el puerto, que es para que no olvidemos a los sanguinarios. Los enterramos así, con el sello del dolor y la impunidad mirando ahora la oscuridad de las bóvedas.

Algunos están comidos por los peces y los ojos desaparecidos no dan señales del color de sus miradas. A muchos de los que nos regala el río y no tienen cara, nosotras les ponemos las de nuestros familiares desaparecidos o perdidos en los asfaltos de las ciudades. Pegamos las fotografías en los vidrios de los ataúdes para despedirlos con caricias en las mejillas. Fotos de cuando eran niños, con sus caras inocentes. Las novias hacen promesas, las esposas les cuentan sus dolores y necesidades y las madres les prometen reunirse pronto donde seguramente Dios los tiene descansando de tanta sangre. Las solteras les piden que les traigan salud, dinero y amor. Y cuando las palomas anidan en las tumbas es el anuncio de que deben emigrar para otra parte de Colombia o para Venezuela, España o los Estados Unidos.

Los primeros meses poníamos en sus lápidas las tristes letras de nn y debajo un número para que todos supieran que era un muerto con dueño, o mejor un desparecido reencontrado. Cuando nadie viene por ellos y las autoridades también los dejan a la buena de Dios, los dueños de los cadáveres los rebautizan con los nombres de sus muertos queridos. Es como un nacimiento al revés: parido entre el agua del río y lavado después en la arena. Les llevamos flores, les encendemos veladoras y les regalamos rosarios completos y unos cuantos responsos. Todas sabemos que en cada rescatado hay un santo.

Los lunes nos reunimos en un rezo colectivo porque ya todas tenemos muertos y sabemos que están muy solos y que todavía sienten la angustia de haber sido degollados, descuartizados o ejecutados con desmayo en la humillación. El dolor produce una mueca que nos hace respetar más al sacrificado. A los aterrorizados les tenemos más amor y consideración porque uno nunca sabe cómo es ese momento de la tortura lenta y cómo enfrentaron las motosierras, las metralletas, los cilindros bomba.

Cuando oímos los llantos colectivos de las viudas errantes buscando a sus muertos, en peregrinación por las riveras, como nuevos fantasmas detrás de sus maridos, les damos los rasgos corporales y les entregamos los cadáveres recuperados. Lloramos con devoción y esa misma noche se los llevan envueltos en costales de fique, en sábanas viejas, en barbacoas o en los cajones simples que nosotras hemos alistado para los difuntos santificados. Romerías con linternas apuntando el infinito con estrellas como pidiendo orientación al cielo para no perderse en los manglares, tras la huella invisible del río. Lloran como nosotras la rabia de la impotencia. Cuando no encuentran al que buscan nos dejan su foto arrugada porque ya no importa tanto la justicia de los hombres sino la cristiana sepultura de los despojos.

Nos hemos contentado con recibir y adoptar pedazos porque tener uno entero es tan difícil como el regreso de nuestros muchachos reclutados para la muerte. Ellos no volverán, mucho menos las noticias porque la guerra se los come o los ahoga. Cuando no se los traga la manigua, los matan las enfermedades de la montaña o el hambre.

Nos han dicho que no somos los únicos en el puerto, que en Colombia los ríos son las tumbas de los miserables de la guerra. Los viejos nos han dicho que siempre los ríos grandes y pequeños albergan a las víctimas, desde la violencia entre liberales y conservadores de los siglos pasados cuando venían inflados, flotando, con un gallinazo encima.

Al reemplazar el nn en la lápida por el nombre de nuestro esposo o hijo, la energía que viene del cemento es como la que sentimos cuando nos abrazábamos antes de la desaparición. Lo sabemos porque al golpear la pared y empezar las conversaciones secretas, después de las palabras, aquí estamos, no estás solo, nos llega un vientecito tibio como el calor de los cuerpos de nuestros seres inmolados. Los santos asesinados son los mismos en todo el mundo, en todas las guerras y nosotras lo sabemos sin decírnoslo. A algunas de nuestras vecinas les han dicho que se vayan del puerto, que busquen en las ciudades un mejor porvenir para los niños y muchas se han ido sin regreso posible. Entonces regalan o encargan a su muerto, a su Alfredo o Ricardo, a su Alfonso o Benjamín, para que los guíe y cuide en los largos y miedosos tiempos del errabundaje. Así el puerto se ha quedado con muy pocos niños y las adolescentes desaparecen antes de que los padres las saquen de las zonas de candela. Por eso creemos que nuestros muertos, los descendientes sacrificados que nos da el río, reemplazarán a tantas familias que mendigan por Colombia. Mi esposo seguramente ha sido redimido por otra madre desconsolada, más abajo de aquí, porque hemos sabido que lo arrojaron desnudo y dividido, lo acusaban de enlace de los grupos armados. Tendrá otras manos y otra cabeza, pero no dejará de ser el hombre que amaré por siempre, así me lo hayan arrebatado untado con mis lágrimas. Se me ha acabado el agua de mis ojos pero no la rabia. El perdón, el olvido y la reparación, han sido para mí una ofensa. Nadie podrá pagar ni reparar la orfandad en que hemos quedado. Nadie. Ni siquiera el río que nos devuelve las migajas, nos da la comida para vivir y nos entrega los muertos para no perder la esperanza.

Nuestro cementerio no es de desconocidos como pretendieron hacernos creer. Nosotras no pedimos a nuestros muertos números de suerte ni pedazos de tierra para una parcela, pedimos paz para los niños que aún no entran en la guerra a pesar de que a muchos de nuestros sobrinos los han quemado o arrojado al agua. Los niños no llegan a las playas, no son pescados por manos bondadosas. Dicen que a ellos los rescata un ángel cuando los asesinan. El río los purifica.

Después de tantas noches de cielo hechizado, de tanto llanto contenido, mi hija ha quedado viuda. Por eso está conmigo esta noche en la orilla, rezando para que baje un hombre por quien llorar junto a nosotras. Más arriba hay chorros de linternas. Sabemos que cada uno tiene los muertos que el río buenamente le entrega. No importa que seamos un pueblo de mujeres, de fantasmas, o de cadáveres remendados, no importa que no haya futuro. Nos aferramos a la vida que crece en los niños que no han podio salir del puerto. A nuestras criaturas inocentes las hemos dejado dormidas para salir a pescar a los huérfanos de todo. Mañana nos preguntarán cómo nos fue y nosotras les diremos que hay una tumba nueva y un nuevo familiar a quien recordar.

Bajan canoas y lanchas. No sabemos si estamos dentro de un sueño o nosotras flotamos despedazadas en el agua turbia, en espera de unas manos caritativas que nos hagan el bien de la cristiana sepultura.

pardojorge@cable.net.co

1. Sobre el concurso, organizadores y premio. Entidades convocantes.http://www.dos-mundos.org/sinrastro_gc.html


Sobre JEP http://www.creadorescolombianos.com/http://www.creadorescolombianos.com/autores/creadores.php?id=4

Sin rostro, de Marco T. Polo S.



“Qui gladio occidit, gladio occisus erit”



“Y he aquí que uno de los que estaban con Jesús, tirando de la espada, hirió a un enviado del príncipe de los sacerdotes, cortándole una oreja.
Entonces Jesús le dijo: Vuelve tu espada a la vaina, porque todos los que se sirvieren de la espada por su propia autoridad, a espada morirán”.
(MT.26.51-52)


1


La primera vez pude ir reconstruyendo su rostro secreto desde el papel de oficio caratulado y vuelto libelo, de mi despacho. Mi corazón estaba sumergido aún en el vórtice oscuro de la nueva legislación que nos borraría del mundo.
Se que eran los primeros años noventa porque luego, estaría en todo su furor la cacería del capo que a diario con el bloque de búsqueda reemplazaba en los medios de comunicación cualquier noticia.

Como deben colegir, les diré, que yo era parte de esa comedia jurídica, mediática, que a alguien se le ocurrió representar como una ficha de rompecabezas y que desde el 91, el engendro comenzó a usar como enseña el puzzle amarillo que impulsó el tío Sam, como aggiornamento copiado de Italia, para reprimir la vendetta de una nueva cosa nostra que amenazaba con destruir no la institución, sino la humanidad de cada funcionario empacado en esos ternos oscuros, que también serían reemplazados por ridículas togas negras de anglos ajusticiadores.

Aunque algunos no estuviéramos de acuerdo.

A punto de escapar ya de éste infierno, para refugiarme en los libros, éramos el peor remedio de una enfermedad que estimuló el país del norte.

Desapareceríamos como humanos.

Seríamos innominados, ocultos, oscuros tras los vidrios blindados vueltos espejos para los reos, en esas cabinas, que reproducían y pervertían nuestras voces, distorsionándolas, haciéndolas miserables, como las de un ratón Mickey.

Las ocho horas de labor, en el edificio del Ley. (Nombre alusivo no a la justicia sino al mercado de venta popular, ubicado en plena zona negra de la calle once con décima. Rodeada del circulo de cabalgaduras metálicas que avanzaban en tropel infinito sobre el ruido infernal humeando atracadores y mendigos, lupanares y cafetines de hampones con restaurantes de traficantes e hipócritas de la justicia, almacenes de recién nacidos y primeras comuniones o bodas que iban ampliando el otro círculo, en escasas dos cuadras, con el del poder de obispos, magistrados, senadores y el jefe de toda la Caína recibiendo en todas sus cabezas los detritus de las palomas de la paz, apestadas en la plaza mayor). Se incrementaban al doble en las madrugadas de allanamientos y capturas que fueron acreciendo el miedo de los habitantes de la ciudad, con un grupo paramilitar de negros robocops, adjunto a la institución que pulverizó la comprometida tranquilidad de los otrora jueces de instrucción.

Los eternos viajes de los Caprice, como blancos blindados en rutas colectivas, nos convertían en secretos escolares pérfidos todas las mañanas, con las motocicletas adelante y atrás abriendo vía, y violando aún mas el catastrófico transito capitalino que perforaba la úlcera de la justicia que antaño al menos había sido de humanos.

Nos volvían un pedazo de copia, un trozo de patria cercenada por rubios hombres con sus veladas ayudas económicas, que pretendían transformar a rabulescos diocesillos en simples policías electrónicos, con radios, beepers, teléfonos móviles y armas de fuego y un número serial que debíamos llevar en rígida estadística.

Digo, eso era, al momento de comenzar a recuperar su rostro secreto del mamotreto polvoriento. Porque de todas maneras, había hecho consciente la supuesta labor de dioses que entraña administrar justicia. Lo repetía a veces a los cagatintas, para que aterrizaran y se dieran cuenta que no eran nada. Que la materia prima de esa, nuestra diaria labor, por el contrario, era ni más ni menos que el crimen. Y no olvidaran lo untuosa que es la miel.

Muchas cosas mas les decía, al punto que algunos años después, antes de la insubsistencia, como un sindicalista del círculo infernal, escribiría el memorial de agravios de los Fiscales Desechables.

De todas formas, me sentía excluido ya.

Fuera de la oscura ratonera que se empeñaban en llamar justicia.



2

Su rostro a diferencia de cualquiera de los dirigentes de la revolución del cincuenta y nueve en la isla, no llevaba barba.

Es más, en la fotografía de la tarjeta decadactilar de registraduría, aparecía como cualquier colombiano. Es decir, con ese rostro de guerrillero que llevamos todos en la cédula de ciudadanía, que es el único signo de igualdad nacional de cualquier ciudadano de los años setenta.

Parecía mas bien de una revolución mas vieja, como escapado de un batallón de Pancho Villa, a quien solo le faltaban las cananas cruzadas sobre el pecho. Porque en lugar de barba ofrecía un bigote espeso, cual si tuviera que ver con el otro Marx.

Por eso su rostro así recuperado no intimidaba, como no intimidó el de su jefe desaparecido hasta hoy en una avioneta, que en un vuelo incógnito se perdió buscando la paz y la halló en la eternidad de las selvas Chocoanas, también, con su bigotito de mariachi, con su gesto alegre y su palabra festiva de costeño que pegó en su rostro con sorna, la nariz de Cyrano.

Como sí debió haber intimidado a cientos o miles de colombianos de las montañas, nuestra versión de guerrillero. En los llanos que limitan el sur del Huila y se pierden hacia abajo buscando el Caquetá y la oscura e infernal amazonía, donde habitó su corazón en la sangre y las tinieblas, como un dios de la oscuridad, gobernando el horror, mucho antes de tocar la gloria del poder legislativo, donde al menos debió hablar del campo como todo buen político, sin que sus oscuras historias brillaran con la luz.

Esas, muchas, fui releyendo del catalogo de sus proezas, que estaban en el sumario y que entendí normales en cualquier ser humano metido en tal ejercicio.

Todas, menos una.

Participó en la compra masiva de 1.000 fusiles Fal y organizó su trasladó del Karina al avión de Aeropesca que acuatizó en las playas del Río Orteguaza y que se observaba encallado como el fósil ridículo de una película futurista de ficción.

En osadas tomas a pueblitos desprotegidos de verdaderas seguridades estatales, acribillando soldaditos bachilleres, o remontando cordilleras para llegar a tiempo en defensa del comandante en jefe del momento, en las montañas del Cauca.

Los hurtos con fines sociales a la multinacional Nestlé, a quien secuestraban a cada rato sus camiones lecheros para repartir a las gentes humildes en remotas veredas, sorprendía a los mismos grupos armados.

Al leer su historia desde un sumario, se establece que la mayor gloria de éste simple campesino estaba en haberse ubicado al lado de los más pensantes, porque era notoria su ramplona y hasta perversa ignorancia, sumada a portar armas en su permanente estado de ebriedad, en los nueve anillos de su seguridad personal por donde se pavoneaba frente a su joven guardia de niños matones, de milicianos coartados por el terror o de rasos soldados con el corazón vuelto acero.

Para no entrar en equívocos debo decir, que fui de los funcionarios más imparciales, porque pesaba a su favor el que en los años setenta hubiera ejercido la militancia que me prohibió la lectura de Borges para impedir mi intelectualismo. Hoy era un simpatizante crítico, irónicamente dedicado a la literatura de los mundos de aparente ficción, que me dotaron de una verdadera sensibilidad y formación humanista real, que iba mas allá de los códigos, a una Criminología Crítica levantando los derechos humanos que Cesare Beccaría había empuñado contra la inquisición que se hacía llamar derecho, penetrando en la hondura de adquirir un nuevo concepto que lo humanizara, apoyado en las ideas del rebelde filosofo Michael Foucault.

El gobierno había solicitado pronunciamiento inmediato de los procesos que cursaban contra miembros del desmovilizado ejército subversivo capturados hace poco y que se acogían a la amnistía y los fiscales sin rostro que teníamos los casos de terrorismo a cargo, debíamos dictaminar sobre cada uno, para que el choque de manos de Hobo Huila donde se pactó la paz con el presidente poeta hacía ocho años, se cristalizara en algo, pues de parte y parte quedaba sellada mas bien, de nuevo, la historia de sangre que ha sido la paz, en el palacio de justicia o en el asesinato del guerrillero mas amado por las Colombianas, con el aciago disparo en el avión, por paramilitares que segaron como siempre el socorrido trapo blanco.

Al estudiar el proceso observé y comprendí todas sus historias delictivas, rebelión, asonada, terrorismo y hasta bajas en combate.

Todas, menos una, como dije.

El grave y repetido caso de horror, fuera de combate, con sevicia a la víctima, en estado de indefensión e inferioridad que no podía lavar la ley con la amnistía.

3

Tres guerrilleros rasos lo presentaron al jefe que casi yacía recostado en la hamaca con varios morrales de plástico verde que pretendían hacer servir de almohada. El leve humillo que todavía salía del rescoldo del fogón no lograba rebasar la altura de los árboles que sombreaban el cambuche y lo mimetizaban en esas fauces oscuras y lacrimosas de la selva, en un campamento provisorio de un diámetro de veinte metros a la redonda, el noveno círculo de su seguridad, donde se había desmatonado el piso y desyerbado y construido las trincheras que se elevaban de la superficie por las barricadas de los sacos de arena.

La casucha que cubría el rancho de cocina con un techo de tejas de paroy de color negro, parecía conservar el calor pese a dar la impresión de ser una rancha de juegos para infantes, que se continuaba por los lados y alrededor en extraños escaños de madera casi verde que se ajustaban a los troncos de los gruesos árboles con alambres y uno que otro clavo, como si fueran las sillas de recepción del trono del rey menesteroso, que se ubica en frente, mientras suena un corrido sureño de México en una grabadora plástica y a su lado tres jóvenes milicianos mas, hacen de coperas y centinelas del bigotudo, que se esfuerza por seguir pronunciando bien las palabras o acentuando el tono de mando, pese a los estragos notorios del alcohol.

__Ehh, onde o trae… los hombres con signos evidentes de cansancio, se esfuerzan también en conservar cierta arrogancia militar y hablan recio por encima del despecho que se lee de las notas musicales y palabras que vuelan y se pierden aún mas, por los agujeros oscuros de la fronda. Porque su fuerza no es mas que la casualidad nacida de la debilidad de los otros.

__Comandante, para informarle que el prisionero se encontraba haciendo inteligencia en la vereda del Bobo. En tanto lo empujan con la trompetilla del fusil, el hombre asustado hasta la palidez, pretende entender la escena.

__Seg biologist… Dice sin que se note que alguien entienda lo que el hombre ha expresado con su atuendo de dril caqui, las botas de gruesas suelas de color café y una cámara que pende al pecho.

__Que hace aquí malpa…ido espía… Le responde al comandante afirmando su poder en tanto se limpia las fauces con la manga del uniforme camuflado.
El hombre duda un momento, pensando en acertar si es que le surge la palabra que rebusca en su cerebro en español y lo conecte definitivamente con el santo y seña de su salvación.

__...pajatdo…

__Que dieee, eesste …jueputa… Comienza a molestarse el comandante. Mientras los captores pretenden complementar su informe.

__Mi comandante, el informante de la vereda del Bobo, dice que éste tipo venía en un campero inglés, que se quedó bloqueado en la trocha y dizque estaba tomando fotos.
Al escuchar la ultima palabra, el hombre rubio expresa una sincera sonrisa con sus profundos ojos azules y señala la mandíbula de su captor.

__Yes, yes, foto, foto. Newspaper biologist…

__Ah, inglé.. y e..pía con la cámara . Se yergue el comandante en la mitad de la hamaca como celebrando poder hablar, mientras sigue sentando con los pies colgando, como si hubiera culminado una investigación. El hombre sin sonrisa ya, vuelve a explicar pegado a la esperanza de lo que logra entender.

__Spia no, no. Pajatdo..

__Que di..e é..te ma i cón, les espeta el comandante a sus hombres, con la convicción de que no obtendrá respuesta.

__Pajatdo.. pajatdo… sigue repitiendo angustiado el hombre señalando con la cámara hacia los árboles, como buscando algo que vuele para retratarlo.

__Que pàjatdo ni que hiju…utas. U..ted lo que e.. es un … mal…arido espia…inglé..

__Pajatdo, pajatdo… sigue repitiendo el hombre rubio, cuando el comandante harto de no entender se levanta y le propina un puntapié en los testículos que descuajan al grueso gigantón sobre sus rodillas. Y de nuevo como si el alcohol lo hubiera dotado de agilidad, levanta otra vez la pierna y con la suela de sus botas de campaña pisa su cabeza contra el piso que es un barro amarillo mezclado de hojas y raíces.

__Ca..te… ca..te y lo dejo i… le dice el comandante levantando un dedo al cielo, mientras sigue en pie al lado de la cabeza del hombre enterrada en el barrial.

El monigote que es ahora el hombre, levanta un poco la mirada que sigue siendo azul a través del maquillaje de barro y mira entre sorprendido e implorante.

__Newspaper…. Pajatdo… foto… y deja caer su cabeza sobre el barro de nuevo en un sollozo que le arrebata los últimos trozos de dignidad.

__Ca..te ju..puta.. ca..te y se va.

__Co..que… es..pia inglés…inglés. Se le escucha de nuevo al comandante.

__No, no ingles, responde el hombre.

__No inglés… no inglés. No espía. Y llora como lloran todos los despojados de su personalidad al ser torturados.

__Pi…or en..to… que…

__Nonglés, nonglés ento… que…

__Griiii..nngo, peor, peor..Dice el comandante regresando a la hamaca, mientras le hace una seña a uno de los captores para que se encargue y mientras un guerrillero lo levanta de su infame posición el otro comienza a interrogarlo de nuevo alistando el fusil por la culata como si fuera a golpearlo otra vez…

__Gringo, Cia, espía…

__Gringo, yes, gringo, Newspaper… pajatdo.

__Comandante el hombre dice que es un fotógrafo de pájaros… que…El comandante le hace señas para que insista…

__Dice el comandante que si confiesa ser de la Cia, lo deja libre. Y mueve los brazos como si fuera a volar.

__Pajatdo yes pajatdo, pajatdo… Y también, mueve los brazos manifestando con una leve sonrisa la alegría de la comunicación humana.

El comandante que está viendo la escena de nuevo traga el contenido de un pocillo de campaña y se levanta torpemente desabrochando la pistola de la cintura. Con ella en la mano, la desasegura con lentitud como un aprendiz y luego pretendiendo cierta agilidad, acelera sus movimientos, va hasta donde está el hombre, lo rodea y desde la parte posterior del rubio, al lado de su oreja le desgaja un disparo, que tira al hombre de nuevo a tierra.

__....El rubio no sabe si está vivo o muerto. No entiende si su nueva situación boca arriba mirando los árboles y las caras oprobiosas del ebrio y su risotada y la de los otros captores amenazándolo con sus fusiles, puede ser escena del mas allá o de la vida.
Lo levantan de nuevo, según la seña del comandante, quien simula congeniar ahora con él y le toma el rostro con la mano y luego pretende con un toque al hombro, abrazarlo…

__Gringo, cante y se va… No se haga matar, cante gringo… Le dice el interrogador.

__No espía, no cia, pajatdo…

El comandante, perdida su paciencia da una nueva señal y el rubio hombre comienza a ser casi arrastrado con la cabeza vuelta al comandante como pidiendo una explicación, como implorando clemencia a un borracho perdido en el bar de un barrio de matones.

Lo llevan a escasos doscientos metros, a una explanada donde se ve el agujero rectangular de tierra casi roja con el fondo húmedo de agua que se ha empozado. Le han quitado la cámara y le vacían los bolsillos sin dejarlo volverse ya y mientras un guerrillero le señala a lo profundo de la selva para distraerlo en un mínimo gesto de piedad, el otro le dispara a la mitad del occipucio y el fotógrafo norteamericano inicia un vuelo infinito hacia el cielo que comienza a reflejarse a trechos con lapos de luz que penetran hasta el fondo del agujero que es ya su tumba.

__Comandante, comandante… aterrado, casi con lágrimas regresa corriendo el matador, llevando un carné amarillo y documentos de una billetera.

__Era de la National… era fotógrafo… era periodista… y llora.

__No.. eg… digo… se ..hi..jo mata… e ju…puta… pob…na…a .se hi…jo ma…tá.

4

No puedo dejar de confesar el horror y la rabia que por primera vez en la vida, originó la aflicción causada a un gringo y como si aquel fuera de mi familia, con las armas a mi favor, de inmediato procuré hacer justicia, para intentar aplacar los terribles sabores amargos conque la lectura del proceso habían marcado mi corazón.

La justicia pretende ser mediadora entre el dolor de los deudos, su deseo de venganza y el criminal. Y termina al final con una vindicta social permitida que es la condena, que no satisface ni a Dios ni a los hombres.

Pese a mi verdadero dolor, no me declaré impedido.

Por el contrario suscribí al gobierno en el acta, que el personaje no era merecedor del indulto, porque legalmente no lo era.

Agregué, que el homicidio había sido cometido con los agravantes de indefensión e inferioridad de la victima y con la sevicia de un borracho, por lo que nuestro héroe ameritaba una de las más altas penas del código.

Con la vindicta social consumada, pude tener algo de reconciliación con los hombres y llegar a estudiar otros casos antes de abandonar el barco de Caronte.

Pero juzgar aniquila.

Entendí entonces, que el norteamericano al haber sido víctima de desaparición forzada, extrañamente se comunicaba con mi situación y valoré el hecho frente a la administración de justicia, para atreverme a concluir una comparación perversa.

El hombre rubio de quien no recordaré sus señas perdidas en el sumario, y el Fiscal que era yo, estábamos unidos en el infinito del olvido que es la muerte.

Entonces, fuimos innominados, ocultos, oscuros tras los vidrios blindados vueltos espejos para los reos, en esas cabinas- tumbas, que reproducían y pervertían nuestras voces, allá en la selva, distorsionándolas, infamándolas, como las de un ratón Mickey perdido en cualquier agujero rectangular de tierra amarilla, húmeda, en la selva oscura de la ignominia. En las tinieblas del corazón de los hombres.

Como ser humano y funcionario también, yo sufría por arte de la ley otra desaparición forzada.


5
Pasaron años de la libertad que el gobierno le otorgo injustamente al reinsertado.
Incrédulo, cada vez crecía en mí el deseo de abandonar la comedia de la justicia.
De vez en cuando miraba los diarios y veía la fotografía del amnistiado y se me representaba el rostro con cara diversa. Escondiendo la que yo en secreto conocía. La de un simple mortal que mató a otro ser humano. La de un campesino armado. Este ahora, departía con las autoridades del Huila con sus guardaespaldas oficiales.

Lo extraño de la justicia de los hombres, lo llevó a ser miembro de la asamblea que reformó la constitución, donde efectivamente cabíamos todos.

Luego fue candidato a la duma del departamento.

No se si ejerció.

Yo no tenía que perdonarle porque no era su victima.

Pero tengo que admitir que algo en mi lo resistía. Algo que nunca fue rencor. Pese a la oscuridad de mi corazón.

No entendía eso si, cómo ese hombre con sombrero Suaceño tenía derecho a la felicidad. A veces pensaba si podía dormir o si por ello debía vivir cerca de la botella todo el tiempo, para adormecer los alaridos de su noche eterna.

Yo que había escuchado el odio de clase, tornaba a una filosofía de tolerancia, de conciliación con los hombres a los que ahora veía como polvo de estrellas, portadores del vestigio de dios.
Olvidaba.

A veces renegué de dicha creencia.

Confronté con mi experiencia y pude verificar que casi todos los que mataron con puñal fueron muertos por otro.

Como si fuera un juego me decía, que Dios se había equivocado, o las escrituras.

Que no era cierto eso de que el que a hierro mata a hierro muere.

Entonces ocurrió la segunda vez que fui reconstruyendo su rostro secreto, el que solo yo pude ir viendo salir del sumario, ahora, desde la página principal del periódico regional.

Fueron doce años los que habían pasado, desde mis descreídas veleidades.
Ya estaba retirado y había apaciguado el corazón.

Por el ridículo anuncio en el Diario, entendí que Dios manejaba muy bien la ironía.

Su primera página ilustrada con la fotografía del hombre sonriente, de sombrero, anunciaba que mientras departía whisky con políticos de la región, en vestido de baño, el ex guerrillero apodado Iparco el Charrito se había resbalado ebrio en una de las gradas que anteceden a la piscina de las aguas termales, en el Club de la Riviera y se había golpeado el occipucio muriendo de forma fulminante.


F I N

Camino a San Martín, de Germán Gaviria Álvarez

Después de una curva amplia, el bus entró en una recta y, en lugar de aumentar, disminuyó la velocidad. Observé por la ventana, justo cuando que frenó sobre la cinta amarilla, en medio de ambos carriles. El ayudante detuvo el cassette. El conductor se echó sobre el timón, segundos después, apagó el motor.


El hombre que unos puestos atrás venía cantando, guardó silencio.

Quienes íbamos sentados, estiramos el pescuezo para saber qué pasaba. Quedamos a la expectativa, como detenidos ante un precipicio. Hacia atrás, la carretera vacía; adelante, destacaba un grupo de hombres armados y con ropa militar.

Miré sus pies, respiré profundo. Llevaban botas de lona y cuero, no de caucho, típicas de los guerrilleros.

Un retén, pienso.

La mujer a mi lado se inclinó hacia el frente, y escudriñó por la ventana con sus brillantes ojos de pescado. Se mordió el labio inferior, agarró su bolso.

–¿Ejército o paramilitares? –susurré.

Su cara relucía por las cremas. Los pómulos se habían acentuado, parecían a punto de recibir una bofetada. Metí los lentes de sol entre el estuche, y lo guardé con los cigarrillos en el morral.

Algunos de los que se alzaron para ver, volvieron a sus asientos. Lo hicieron con lentitud, a sabiendas que debían levantarse de nuevo.

–Los Cuervos Negros –dijo alguien entre dientes.

No están nada mal. Tienen pinta de haber matado a muchos, me dije divertido por la situación. Estoy seguro que es un escuadrón del ejército. He sabido que suele usar nombres por el estilo.
La mujer a mi izquierda quedó a la espera, sentada y tensa, con los tobillos en cruz. Al costado derecho, unos metros más allá, media docena de llantas viejas al lado de una finca cercada con alambre de púa. Detrás, un vasto sembrado de maíz gigante.

El sol, despojado de la frescura matutina, caía con fuerza, como si hubiera perforado el cielo y quemara de manera directa.

–¿Ah, mi señora? –insistí.

En el bus se concentró el calor, sentí un violento deseo de orinar.

–Eso qué –dijo sin mirarme, y añadió en voz baja–: Mejor preocúpese de que lo dejen pasar. No les vaya a decir que va para San Martín, es territorio de ellos. Tenían que aparecer, justo cuando falta tan poquito para llegar. Lo hacen a propósito, sólo para jodernos.

Estaba seria y desdeñosa. Apretó en sus manos el bolso como si alguien se lo fuera a quitar.
Después de unos minutos, dos hombres gruesos con el arma lista y cachucha militar, subieron y nos miraron. Esperamos a que hablaran.

–¡Todos fuera! ­–ordenó uno de ellos.

Su rostro era duro, su boca ancha y carnosa. Daba la impresión que la cuchilla de afeitar había sacado de lo profundo de la piel una tersura infantil. Debía tener veinte o veinticinco años de edad. Llevaba el cabello al rape, su pecho abombado y potente semejaba el de un palomo. Me sorprendió la blancura de sus dientes, la pulcritud de su uniforme militar.

Tomé el morral, bajé lentamente y en silencio, como los demás.

–Las mujeres aquí, los hombres allá. Sin chistar –mandó otro.

Los dos hombres armados revisaron el bus por dentro. Uno de ellos puso el cassette, subió el volumen.

Sonó La copa rota, de Alci Acosta.

Conté a los tipos que apuntaban con sus armas. Dieciocho, a lo mejor otros tantos apostados a lado y lado de la carretera.

Ordenaron dejar en el suelo las maletas y los paquetes que llevábamos. Nos movimos hacia el arcén sucio de papeles, botellas plásticas, patas de cigarrillo.

De la música ahora se oía un murmullo.

Otro hombre dijo que nos alineáramos en silencio y nos quedáramos quietos. Los comentarios cesaron.

Esperé a que inspeccionaran cada centímetro y nos dejaran ir.

Vaciamos los bolsillos, hicieron una requisa minuciosa. Otro grupo de hombres, con las armas colgadas del hombro, revisó los paquetes, las maletas, los morrales.

Apareció una camioneta cuatro por cuatro, gris, de vidrios negros. Descendieron tres tipos. Dos de ellos con armas y pertrechos militares. El otro, también con ropa militar, llevaba lentes oscuros, una pistola al cinto y el sombrero en la mano. Era mediano, fibroso, de cabeza alargada, pelo ralo. Su bigote, espeso y entrecano cubría los labios.

Se puso el sombrero con el ala derecha doblada hacia arriba. Caminó hacia nosotros con energía, las manos abiertas y apoyadas en la cintura. Los otros lo siguieron rezagados.

Cuando llegó hasta nosotros, sacó una libreta del bolsillo de la camisa de manga corta. Pasó revista detenidamente. Siguió hacia el grupo de mujeres y volvió donde nosotros estábamos. Percibí su olor a lavanda. En medio del calor fuerte, sus sienes no largaban una gota de sudor.
Sabes lo que va a pasar. Lo has leído en libros, revistas y periódicos.

Vas a presenciar un espectáculo.

Lo mismo, pero diferente, te dices.

Recuerdas la toma de la Universidad dos días atrás. Saliste corriendo como un conejo ante una jauría de lobos hambrientos. Eres un cobarde. Habrías podido unirte a los demás profesores e impedir que la policía entrara a la Universidad y se acercara al estudiante muerto.

Dijeron que el muchacho llevaba un revólver. Se justificaba que la policía le hubiera disparado. Pero no es cierto, lo viste. Sólo cargaba la mochila llena de papas explosivas.

Lo recuerdas bien, te importa un carajo. Que la policía allane la Universidad, que siembre cuanta evidencia le dé la gana, te dices.

La imagen del muchacho derrumbándose contra la reja, cruza ante tus ojos.

El de la libreta comenzó con el grupo en el que me encontraba. Alzó la barbilla, llamó con voz alta y clara.

De varios nombres que dijo, dos personas respondieron con poquedad. Hizo una seña, se movieron al frente. El primero, era el hombre que subió con una niña de diez o doce años unos kilómetros atrás. Llevaba sombrero de paja, iba sin afeitar y la camisa vinotinto se abombaba en su espalda. La pernera muy ancha del pantalón oscuro, tapaba sus zapatos. El segundo, era un tipo rubio de cabeza fina y tez desleída. Llevaba lentes oscuros, camisa a rayas rojas y negras, zapatos de goma.

–Vayan para allá –ordenó el hombre.

Se quedaron quietos.

Como si lo hubiéramos calculado, los demás pasajeros dimos un paso atrás. Dos hombres empezaron a empujarlos con sus armas hacia las llantas viejas.

–No hice nada, patroncito. No soy informante, lo juro por Dios y por mi niña, patroncito –dijo el hombre escuálido estrujando el sombrero.

Hablaba tan bajo, que apenas podía escucharlo. Trató de ir hacia el hombre de la libreta; se lo impidieron.

Antes de llegar donde estaban las llantas, el de la camisa a rayas, que caminaba dócil, dio media vuelta. Agarró sorpresivamente el arma con que el hombre lo empujaba, y forcejeó para arrebatársela.

Sonó un tiro del fusil.

El de la libreta se detuvo. Sacó la pistola. De tres zancadas llegó donde los hombres se insultaban con furia y se daban patadas. Los demás, les apuntaban con sus armas.

Sonó otro tiro.

–¡Viva la guerrilla! –gritó el hombre.

El de la libreta le disparó en la frente, cayó al piso. En seguida, le disparó en el pecho al hombre con el que forcejeara, quien aplastó al de la camisa a rayas.

Oí gritos, pies que corrían, movimiento de armas.

–¿Algún otro que esté con la guerrilla? –dijo el de la libreta.

Se quitó los lentes oscuros. Puso una mano en la cintura, y regresó con paso firme hacia donde nosotros estábamos. A cada uno nos miró a los ojos. Los suyos eran gruesos y negros, como los de un caballo.

En su ceja derecha, brillaba un chisguete de sangre.

No pude soportar su mirada.

Instintivamente, me volví hacia donde estaban los dos hombres abatidos. Las piernas del tipo de la camisa a rayas temblaban. El otro yacía inmóvil en su posición torcida de medio lado.

El hombre del pecho escuálido, estaba de rodillas. Gemía, apretaba el sombrero.

Jamás habías visto los ojos de un asesino. ¿Te hacen gracia? ¿Estás contento, te causa una ‘extraña fascinación’ lo que acaba de ocurrir?

No.

Empiezas a entender que, en este viaje, buscas la muerte. Estás harto de la vida que llevas. Viste caer al estudiante y deseas morir así. Pero aquellas piernas temblorosas dicen que no. Prefieres vivir, sentir aire en los pulmones.

El hombre guardó la pistola en la cartuchera. Siguió hacia el grupo donde se encontraban las mujeres, alineadas como nosotros. Llamó a lista.

Salió una mujer gruesa, bajita, de cabello corto.

–¿Usted qué me dice, madrecita? –dijo el de la libreta.

–Me sapiaron. A esa gente le vendí un lote y para no pagar lo que deben, dijeron que soy de la guerrilla. Se lo juro, no es verdad. Pero no le voy a suplicar, no le voy a dar ese gusto. De todos modos me va a matar así como hizo con mi marido. Caín, hijo de mala madre. El infierno lo confunda.

Caminó hacia el maizal, no dejó que la empujaran. Cuando pasó al lado de los hombres baleados, se detuvo y dijo con voz quebrada:

–¿Por qué no lo rematan? Por caridad cristiana. No sean tan animales.

Nadie contestó.

El de la libreta hizo una seña, cerré los ojos. Oí tiros y gritos.

Las piernas me fallaron y caí de rodillas. Sentí el bluyín empapado por mis orines. Alguien me jaló del brazo, dijo que me quedara derecho. Su voz nasal entonaba acento llanero. Lo miré con atención. Tenía la piel seca, tostada. Era delgado. En su nariz sobresalía un morro como si se la hubieran partido.

–¿Ahora sí nos van a dejar ir? –susurré.

Apretó los labios.

Yo había vomitado, sentía en la boca un sabor agrio. Miré hacia el maizal.

El hombre que subiera al bus con la niña, al parecer había corrido, y quedó engarzado en el alambre de púa. El cuerpo de la mujer estaba medio oculto por el pasto, cerca de las llantas, boca arriba.

Observé las manos grandes y nudosas del peón a mi lado. Tenía las uñas crecidas y astilladas. Cada uno de los dedos envueltos en trapos sucios. La camisa y el pantalón de tela, roto y manchado. Debe ser un raspachín, pensé deteniéndome en sus brazos color chocolate.

Los gritos se apagaron.

La mujer que viniera a mi lado, tenía los brazos cruzados y miraba la escena. Me gustó verla allí, distinguida entre aquellas mujeres atemorizadas y con ropa vistosa. Recordé sus párpados cerrados, su boca entreabierta vuelta hacia mí antes de que el bus se detuviera.

Se llamaba Emelina de Lancheros, según se presentó.

Ansié caminar hasta el morral, coger un cigarrillo, sentir el humo en mi garganta. Cuando di el paso, la mano grande del raspachín me tomó del hombro. Escuché su voz, inaudible casi, como si lo hubieran cogido del cuello:

–Ni se le ocurra, señor.

Su mandíbula huesuda se contrajo y me ofreció una sonrisa incompleta. Bajo la piel de su cara, serpeaba un color verdoso cargado de miedo.

–Ni se le ocurra. No con el Capitán.

Algunas mujeres lloraban. La niña del hombre muerto, oprimía la mejilla izquierda contra el estómago de la mujer embarazada. Tenía la mano metida en la boca. Miraba al que aún le temblaban las piernas y aguantaba un muerto encima.

Entre varios recogieron los cuerpos, los arrojaron sobre las llantas.

–Entreguen documentos –ordenó el de la libreta.

Alguien pasó con una bolsa negra de plástico, y la llevaron al interior de la camioneta de vidrios polarizados.

Era medio día cuando volvió el de la libreta. Su paso era marcial y envarado. Martilló algunos nombres y apellidos, y agregó:

–Los que llamé, vienen con nosotros. Los demás se largan.

Avanzó unos pasos, dijo algo al que tenía un potente pecho de palomo. Éste dio una orden. Los hombres armados se movieron. Regaron gasolina sobre las llantas viejas, y los cadáveres.

Prendieron fuego.

–Perdone, Capitán –dije.

El hombre había dado media vuelta e iba hacia la camioneta con las manos en la cintura. El viento soplaba hacia donde estábamos. Olía a carne y a llanta quemadas.

–¿Puedo hablar con usted un momento, por favor?

–No –dijo, y me dio la espalda.

Quise abogar por la mujer que viniera a mi lado, Emelina de Lancheros.

Mi nombre y el de unos pocos no figuraba en su libreta. Miré hacia donde ella estaba. Tenía el rostro desencajado, los ojos llorosos, como si hubiera recibido una bofetada.

Es tu única oportunidad de ayudarla, maldita sea, me dije.

–Por favor –insistí, anhelante por ella, feliz de haberme salvado.

El de la libreta giró el tronco, y quedó de medio lado. Hizo un gesto con el brazo, vi el arma en su mano y siguió andando.

Reventó un tiro, me deslumbró, sentí un violento ramalazo en la cara.

Quise levantarme, echar a caminar.

La luz murió, y no volví a saber de mí.








viernes, 5 de septiembre de 2008

Historias "Sin rastro" en la Noche de Narradores

Con Francisco Coloane en entrevista

El próximo miércoles 10 de septiembre, a partir de las 6 de la tarde, el programa Noche de narradores tendrá como invitados en su novena sesión a Jorge Eliécer Pardo, Marco Polo Salcedo y Germán Gaviria, ganador y finalistas, respectivamente, del Concurso de cuento Sin rastro, organizado por la Fundación Dos mundos.

En esta sesión, se proyectará una entrevista realizada por Claudia Alamo, al escritor chileno Francisco Coloane.

Lugar: Biblioteca Universidad Central Sede Centro (carrera 5 # 21- 65). ENTRADA LIBRE.

Al final disfrute de un buen café.

Mayor información:
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