martes, 20 de mayo de 2008

Mauricio Montes Mejía




Nació en Bogotá, en 1970. Es odontólogo, cuentista y cineasta. Trabaja en la modalidad de freelance como director, también como asistente de dirección, editor y guionista en diferentes proyectos. Es autor de cortos como Apegos y The birds will still be singing. Es egresado del Taller de Escritores de la Universidad Central. El cuento que se publica a continuación ganó el tercer premio del Concurso Nacional de Cuento de la Revista NÚMERO, y se leyó en la sesión inaugural del programa "Noche de narradores", el miércoles 21 de mayo, en la Biblioteca de la Universidad Central.


ASOMBRADO


A Noriomi Hori,
quien me regaló la idea generosamente.


I


La primera imagen que tengo de Hori es su mano, no sé cuál de las dos, tal vez la izquierda porque yo mismo soy zurdo, trazando, con una tiza blanca, una línea que divide la luz de la sombra sobre el pavimento. Su mano es la de un niño, y ahora que puedo visualizar su rostro, debe tener unos siete años, aunque recién nazca a partir de la imagen de su mano. Hori es una mezcla de rasgos negros y orienta32 les poco común en Bogotá. Lo demás, ojos grandes y fieros, cara angulosa, de frente muy pelada para un niño y su cuerpo pequeño, parece no pesarle ahora que camina como buscando algo indeterminado. Su vestuario definitivamente no combina, como si el vestuarista que mi mente contratara no hubiera logrado definir nada en concreto y terminara por tomar de algún clóset imaginario una serie de prendas al azar.


Desde su nacimiento, a los siete años, la única actividad conocida de Hori ha sido recorrer la ciudad e ir trazando con su tiza blanca la silueta de las sombras que diversos objetos proyectan sobre las superficies urbanas. Hoy, por ejemplo, ha encontrado algo interesante: un edificio con fachada de mármol, en esta ciudad ladrilluda. Lo que llama la atención de Hori son los amplios escalones de entrada del edificio, que a esta hora del día —media mañana— proyectan sobre sí mismos una sombra que los divide nítidamente. Hori saca su instrumento y se dispone a trazar la línea que divide la zona sombreada de los escalones de la zona iluminada. Cerca de terminar, el celador del edificio se percata y ahuyenta a Hori, quien apenas tiene tiempo para contemplar su efímera obra mientras huye. Hay algo que apenas descubro 33 mientras me fijo en su rostro: Hori no tiene miedo, ni del celador ni de nada. Su cara ha de permanecer impasible durante el resto de su tiempo.


II


Dentro del gran marco de la Jiménez bogotana, es difícil que el ojo se detenga en un zapato de tacón alto abandonado y Hori inicialmente sigue de largo, preocupado como está de no encontrar, con semejante solazo, una sombra digna de interés. Sin embargo, Hori se detiene y como si tuviera un detector, encuentra con su mirada la sombra abandonada de aquel zapato en la distancia. Su rostro se ilumina, dirigiéndose de manera inmediata a rescatarla. Hace el trazo con gran cuidado, se nota que durante los días que no ha ocupado mi mente ha practicado. Al terminar, se levanta y lo mira complacido. Ahora mira hacia el sol y se agacha de nuevo para trazar la sombra que proyectarían una pierna y un pie si tuvieran puesto dicho zapato. Hori, sin que yo lo pueda haber previsto, se quita uno de sus zapatos y la media correspondiente y se calza el zapato de tacón, haciendo equilibrio en un solo pie. Su pierna coincide exactamente con la de la sombra. Hori cierra los ojos y se queda haciendo equilibrio por un buen rato, mientras el sol le estalla en la cara como una transición que diera paso a otra imagen.



III


Escondido detrás de algo que no sabría definir por la oscuridad, Hori observa la gigantesca sombra de un perro que no se corresponde con su pequeña existencia, retozando bajo aquel poste de luz, fuente única del engañoso efecto. Pero los perros no se quedan quietos y a Hori le resulta imposible, tras varios trazos malogrados, lograr definir aquella monumental sombra. La frustración parece excesiva en su rostro y su cuerpo se vuelve pesado, obligándolo a sentarse en el andén. Ya nunca más podré verlo como a un niño y por tanto debo volver a la imagen de la mano, que ahora se ve más robusta y grande aunque sigue siendo lo más bonito de la anatomía horiana. Ahora es de día y la mano, de nuevo la izquierda, corta con una tijera una larga tira de cartulina negra sostenida por la mano derecha. Esto me da tiempo para descubrir su cara y es extraño, pero el efecto es como si fuera un 35 negro blanco, no blanqueado, sino un negro... digamos pálido y, además, achinado.


La silueta que Hori corta con una habilidad que no sé cómo ha de resultar verosímil es la de un automóvil a escala real, de esos con baúl, tipo familiar y que corresponde a un modelo estándar estacionado frente a él, en una de las pocas calles en las que todavía se puede estacionar. No hay sol, así que Hori lo aguarda con su silueta sujetada por ambas manos. Las densas nubes sólo pueden sugerir un largo tiempo de espera, aunque en esta ciudad nunca se sabe.


Un señor de unos cincuenta años se acerca al carro frente al cual aguarda Hori. Una pierna más larga que la otra lo hace cojear rítmicamente, y en medio del vaivén vertical, Hori observa interesadísimo como un sol repentino marca el sube y baja de la sombra de aquel hombre. Pero es consciente de que sería muy difícil captar aquella secuencia de sombras como pequeñas notas en un pentagrama, así que ante la salida del sol se dispone a llevar su silueta para hacerla coincidir con la sombra del carro elegido, que ahora se aleja ante sus ojos. Así como había observado que no hay miedo en su mirada, tampoco hay intranquilidad y mucho menos rencor con el señor cojo por haber malogrado su pequeña instalación.


Hori camina con su gran silueta de cartulina sujetada con ambas manos. El sol continúa pleno, sólo estorbado ocasionalmente por algunos pequeños nubarrones.


Espero que Hori pueda encontrar un vehículo de características similares, yo mismo intento visualizarlo... tal vez ese carro que acaba de sobrepasarlo se estacione o cuando voltee en la próxima esquina... pero él, de nuevo, me sorprende al detenerse en frente de un camión cuya sombra no coincidiría jamás con la silueta de cartulina. Evidentemente, al posarla sobre el pavimento, silueta y sombra resultan dramáticamente diferentes. Lo que ahora me pregunto es por qué vuelvo a mirar a Hori, quien no parpadea mientras su concentrada expresión se va relajando casi en cámara lenta, como en uno de esos dibujos japoneses estilo manga. Al ver de nuevo el camión, observo que su sombra ha sido remplazada por la del automóvil, coincidiendo perfectamente.


La sensación que me queda es como si me hubiera engañado un mago de piñata infantil en un truco que, a pesar de ser predecible, vuelve y funciona ante nuestros ojos... o nuestra estupidez.


IV


Después de cierto tiempo, Hori descubre algo que cambia su expresión habitual, su caminar pausado y su despreocupación. Sus movimientos se vuelven súbitos y su mirada adquiere una especie de ansiedad desesperada al percatarse una y otra vez de que las calles con sus andenes y sus alcantarillas y sus hidrantes y sus grandes y pequeñas estatuas, que en algún tiempo le llamaron poderosamente la atención, hasta el punto de dedicarles varias de sus efímeras obras, ahora lo fastidian; incluso todo el conjunto «ciudad» empieza a parecerle absurdo, grotesco y sin sentido.


Camina por algunas calles céntricas buscando rincones en dónde cazar alguna sombra solitaria; frente a un par de construcciones nuevas que intentan disimular con estoicismo la fealdad imperante a la que sus ojos ya se habían acostumbrado; en medio de algunos lugares abandonados como aquel cementerio de trenes donde ocasionalmente había encontrado algún bello detalle gracias a la luz, y no halla sino la misma monotonía, una especie de perverso sin fin en el cual diera lo mismo ir hacia delante que hacia atrás.


En ese momento, Hori imagina a Bogotá destruida, completamente arrasada para intentar ver, a través de las nubes de polvo marcadas por un artificial ocaso, unas fantasmagóricas sombras que la reivindiquen.


Pero aquel cuadro nunca llega a completarse... Abatido, Hori prefiere refugiarse en una pequeña calle de barrio, sencilla y cotidiana, llena de casas uniformes. Se sienta en el andén y las observa detalladamente, intentando abstraer una, sin pestañear, sin una luz suave que disimule sus defectos, y es como si aquella casa aislada le sugiriera otra imagen que lo toma por sorpresa: el rostro mal iluminado de una actriz madura, antiguamente bella. Hori se esfuerza por rescatar a un mismo tiempo, de la casa que observa y del rostro cansado que imagina, algún minúsculo rastro de belleza o de talento, y después de extraer hasta la última particularidad, no sólo parecen una sola aberración, como toda la ciudad, sino que resulta absurdo pensar que alguien pueda vivir detrás de una fachada semejante. Abrumado, desvía la mirada y encuentra en una esquina a una señora cuya expresión parece ser más joven que su cuerpo, tomando de la mano a un pequeño niño, bastante ajeno a sí mismo. Hori los observa, ha visto esta misma imagen incontables veces: madre e hijo conectados frágil y mentirosamente por sus manos, pero hoy, en el estado de sensibilidad extrema en el que se encuentra, logra llamar y fijar su atención lo suficiente para imaginar que un obediente contraluz los recorta, llevando a sus ojos una evocadora silueta, una oscura madre que lo salve de lo horrible que le empieza a resultar el mundo. Así, Hori se obliga a evocar un recuerdo que no posee: él mismo agarrado a una de las manos de su madre, no él mismo, sino su sombra y la de su madre, proyectadas en un pequeño estanque de agua en un parque. Pero no logra encontrar un parque adecuado en su repertorio de lugares, un sitio en el cual su evocación resulte perfecta y hermosa, lo único que se me ocurre para acudir en su ayuda es un parque imaginado.


Hay uno en Trópico de Capricornio, de Henry Miller, que podría funcionar, un parque que existe antes de volver a ser hombre, «un parque ventilador para erradicar los venenos» traídos por el hombre, un parque que evoluciona no hacia lo civilizado sino hacia «la conversión en parque salvaje para ser simplemente una brizna de espacio vivo, palpitante, un trecho de verde, un poco de aire fresco, el estanque de agua en el que» ahora la sombra de Hori y la de su oscura madre se refrescan...


V


En una nueva etapa delirante, la sombra de Hori adquiere un matiz mutante y sugestivo, intentando construir a partir de diferentes proyecciones un pasado que no existe, donde ciertos objetos comunes se vuelven vitales, necesarios... pero en el caso de Hori, aquellas siluetas imaginadas parecían extraídas a la brava de algún contexto cálido y privado para ponerlas a la intemperie sin previo aviso, deteriorándose rápidamente o perdiendo su sentido: un perchero sin nada colgado en él, un triciclo abandonado, un bote hundiéndose, una matera escarbada, una sombrilla desbaratada cuya sombra parece más un colador... Lo único que resultaba interesante para un eventual observador era ver cómo aquellas proyecciones coincidían como la sombra perfecta de Hori y se desplazaban con él como presas de quién-sabe-qué conjuro.


Hasta un día en que no hay más repertorio y el pequeño cuerpo de Hori, reponiéndose de aquel maratónico desfile, espera bajo el sol la proyección de su propia sombra. Hori la aguarda con paciencia como si fuera un ser querido, pero ella no aparece, tal vez llevada por el despecho, deseos de venganza ante la momentánea indiferencia o simple desprecio; o tal vez, al tener que esconderse en el sitio más oscuro de Hori, resulta imposible volver a verla.


Por su parte, el sol se encarga de recordarle a Hori, día tras día, que no es más que un hombre asombrado, una especie de vampiro al que le faltara la sombra en vez del reflejo. Lo único que se le ocurre es acudir a su vieja técnica de las siluetas recortadas en cartulina negra. Su sombra fabricada se ve bien pero al arrancar a caminar se queda estática, inerte, detrás de él. Fuera de control, Hori intenta coser su sombra con aguja e hilo a sus zapatos, pero caminar con ella resulta imposible. Sólo encuentra descanso cuando el sol se oculta. Hori ha pasado de ser un personaje del día, del sol, a ser un personaje de la noche, alejado hasta de las luces artificiales.


VI


Muy temprano en la mañana, Hori observa a lo lejos por última vez, desde una carretera solitaria y bajo un cielo totalmente despejado, cómo una gran nata luminosa entre gris y anaranjada se cierne sobre Bogotá. El efecto contaminante no deja de ser interesante para Hori en la medida en que, al avanzar el día, va adquiriendo diferentes matices. Al darle la espalda a la ciudad de la cual Hori nunca pensó salir, ya es mediodía y la luz le resulta excesiva, a causa de su reciente comodidad con la penumbra. Al fondo la carretera, en una de sus curvas, parece extenderse en perfecta continuidad con un caño de arena blanca en medio de dos pequeñas y rojas montañas. Hori decide continuar por el caño y no por la carretera.


El paisaje le resulta impactante y por un momento recobra su interés por lo novedoso. Aquel riachuelo de arena blanca, estallado por la enorme cantidad de luz, contrasta de manera violenta con el rojo circundante. Luego, tras caminar tal vez una hora inusitadamente emocionado, descubre el motivo de su hasta ahora inconsciente decisión. En medio del riachuelo de arena, yace dibujada una silueta en carboncillo. Se acerca para verla en detalle y sí, parece un perfecto figurín hecho por un sastre que lo conociera de memoria.


Hori, tras verificar que a pesar de la potencia solar no proyecta ninguna sombra, se tira al piso y se acomoda cuidadosamente dentro de aquel patrón. Para lo que sigue se hace necesario cerrar los ojos y ver cómo el cuerpo de Hori se va oscureciendo de manera progresiva, hasta convertirse en una densa silueta sobre la arena que proyectara, bajo un sol matemáticamente cenital, su sombra perdida.


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