viernes, 27 de junio de 2008

Juan Álvarez, Premio Nacional de Cuento, en "Noche de narradores", el 2 de julio


El autor del libro de cuentos Falsas alarmas, Juan Álvarez, ganador en 2005 del Premio Nacional de Cuento Ciudad de Bogotá, será el invitado especial del programa “Noche de narradores”, el miércoles 2 de julio, a las 6 de la tarde, en la biblioteca de la Universidad Central (Cra. 5ª. No 21-65).


Además de leer algunos de sus cuentos, Juan Álvarez dará a conocer un capítulo de la novela que trabaja por estos días, mientras reinicia en agosto su doctorado en la Universidad de Nueva York. Por último, hablará de la Maestría de Creación Literaria de la Universidad del Paso, Texas, donde han sido aceptados como becarios varios egresados del Taller de Escritores de la Universidad Central.


Como abrebocas a la presentación de Álvarez, en “Noche de narradores” se pasará una entrevista apócrifa, pero real, del escritor japonés Haruki Murakami, leída por César Mackenzie, en compañía de Juliana Rojas.


“Noche de narradores” los invita, además, a un café conversado.



Texto: Isaías Peña Gutiérrez
Fotografías: http://www.letralia.com/ y http://www.elpais.com/

martes, 24 de junio de 2008

Alberto Duque López narró en la noche

Alberto Duque López, sentado frente al auditorio, disimula, con sobriedad, la riqueza de sus gestos. Aquellos mismos que él le atribuye a su origen costeño y que hacen que la gente fije la mirada en el leve movimiento de sus manos. Sus ojos, rojos y pequeños, se esconden tras un par de muros de vidrio que parecen ya naturales. Su pelo blanco, que se confunde con el color de su camisa, no deja que mienta respecto de su experiencia como escritor: años de letras, de hojas y de tintas que salen de su boca, pausados como si el tiempo no los dejará correr.

Unos instantes antes de comenzar con la lectura de la entrevista a Ernest Hemingway por George Plinptom, Alberto Duque se encontraba del lado del público, y desde allí corregía, con la seguridad que su conocimiento de Hemingway le da, los nombres de algunos libros del escritor norteamericano mal escritos en la proyección.

El público en silencio fija su mirada en la pared que refleja los años y años de experiencia que el mismo Hemingway expresaba a regañadientes. A la pregunta de Plinptom, “¿Es necesaria la estabilidad emocional para escribir bien? Usted me dijo una vez que sólo podía escribir bien cuando estaba enamorado”, el Premio Nobel responde: ¡Vaya pregunta! Pero hay que felicitarlo por el intento. Uno puede escribir en cualquier momento en que la gente lo deje quieto y no lo interrumpa. O, más bien, uno puede hacerlo si es lo bastante despiadado al respecto. Pero cuando mejor se escribe es indudablemente cuando se está enamorado. Si a usted no le importa, yo preferiría no entrar en detalles.

Y así como Alberto Duque López conoce toda la vida de Hemingway, Roberto Burgos Cantor, también, se expresa como si conociera toda la obra de Alberto Duque López. Sentado a su lado, lee las consideraciones acerca de la obra del escritor costeño. “La estrategia narrativa de Duque López consiste en destruir las nociones tradicionales de tiempo y espacio en la novela para entregarse al designio del lenguaje como imán que llama y repele las esquirlas de una memoria arbitraria, pero fiel y amorosa”, dice Burgos como cuidando que su entonación siga la cadencia de sus ideas.

Ahora, como si la lengua comandara el ritmo que deben seguir sus ojos en la lectura, Alberto lee las primeros cinco líneas y la parte final de su libro Ni siquiera la lluvia. Por momentos, su voz se confunde con la de Amarilis, personaje principal de la novela. Es más, esa fonética caribeña que siempre logra abarcar algunos acentos de diferentes naciones, o mejor aún, congregar a personas de diferentes naciones en un solo acento, sale de Duque como dicha por Amarilis. “Me llamo Amarilis. Tengo quince años. No, tengo ochenta. No, tengo cien. Ya no sé. Ya no recuerdo”, lee Duque.

Contagiado por el calor de su obra y del auditorio, Duque comienza a narrar anécdotas de su juventud que parecen competir con aquellos recuerdos que busca transmitir Amarilis a Hemingway en Ni siquiera la lluvia.

Con risas compartidas entre escritor y auditorio, las manos de Duque se mueven como si así ayudará a tejer aquellas viejas anécdotas que tendría para contar: sus inicios como periodista, sus viajes a los Estados Unidos y a Cuba, y su experiencia como escritor.

Y para que el calor de la conversación no abandone a los asistentes, Alberto Duque López entrega para rifar dos ejemplares de Mateo el flautista, ganadora del Premio Esso de Novela en 1968.


Texto: Juan Diego Valencia Martínez
Fotografías: Joaquín Peña

miércoles, 18 de junio de 2008

Ernest Hemingway, Entrevista de George Plimpton




Ernest Hemingway escribe en la alcoba de su casa en una finca de San Francisco de Paula, en las afueras de La Habana. Dispone de un cuarto de trabajo que le fue preparado especialmente en una torre cuadrada en el ángulo sudoccidental de la casa, pero prefiere trabajar en su alcoba y sube a la torre sólo cuando “los intrusos” lo obligan a refugiarse en ella.

La alcoba está en la planta baja y comunica con la pieza principal de la casa. La puerta entre una y otra se mantiene entreabierta gracias a un grueso volumen que enumera y describe The World’s Aircraft Engines (Los motores de aviones del mundo). La alcoba es amplia, soleada; por las ventanas orientadas hacia el este y el sur entra la luz del sol que da sobre las paredes blancas y el piso de mosaicos amarillentos.

La pieza está dividida en dos secciones por un par de estantes para libros cuya altura alcanza al pecho de un hombre, colocados en ángulo recto respecto de las paredes paralelas. Una cama matrimonial, amplia y baja, domina una de las dos secciones; al pie de la cama hay unas pantuflas y unos mocasines un número mayor del que calza su dueño, y sobre cada una de las dos mesitas de noche situadas a cada lado de la cabecera hay hasta siete libros colocados unos encima de otros. En la otra sección se encuentra un escritorio de gran tamaño, con una silla a cada extremo y su superficie llena de papeles y souvenirs bien ordenados. Más allá del escritorio, en el extremo de la habitación, hay un armario cubierto por una piel de leopardo en su parte superior. Las otras paredes están ocupadas por estantes para libros de cuyos anaqueles pintados de blanco los volúmenes se desbordan hasta el suelo, donde han sido colocados entre periódicos viejos, revistas taurinas y fajos de cartas ceñidos con ligas de goma.


Es en la parte superior de uno de estos estantes repletos —el que ocupa la pared junto a la ventana del lado este y a un metro más o menos de su cama— donde Hemingway tiene su “escritorio de trabajo”: unos 30 centímetros cuadrados de área cercada de libros por un lado y del otro por un montón de papeles, manuscritos y folletos cubiertos por periódicos. El espacio libre es exactamente el necesario para acomodar una máquina de escribir sobre la cual hay un tablero para leer, cinco o seis lápices y un pedazo de mineral de cobre que hace las veces de pisapapeles cuando el viento sopla por la ventana del lado este.

Hemingway tiene el hábito, adquirido desde los primeros tiempos, de permanecer de pie mientras escribe, los pies calzados con sus mocasines y asentados sobre la gastada piel de un antílope africano, con la máquina de escribir y el tablero para leer situados a la altura del pecho.


Cuando Hemingway empieza a trabajar en un proyecto, lo hace invariablemente con lápiz, usando el tablero para escribir en papel de copia tamaño carta. Mantiene un fajo de cuartillas en un sujetatapapeles colocado a la izquierda de la máquina de escribir, del cual saca las hojas una a una, levantando la pestaña de metal en la que puede leerse: “These Must Be Paid” (“Cuentas por pagar”). Pone la cuartilla sesgada sobre el tablero para leer, se apoya sobre éste con el brazo izquierdo, sujetando el papel con la mano y llenándolo con una caligrafía que a lo largo de los años se ha hecho más grande, más amuchachada, con escasa puntuación, pocas mayúsculas y el punto final marcado a veces con una x. Una vez llena la cuartilla, Hemingway la inserta bocabajo en otro sujetapapeles que mantiene algo alejado a la derecha de la máquina.


Hemingway usa la máquina, quitándole de encima el tablero para leer, sólo cuando la redacción marcha rápidamente y sin tropiezos o cuando ésta es, para él cuando menos, sencilla: diálogos, por ejemplo.

Hemingway lleva la cuenta de la labor realizada cada día —“para no engañarme”— en un pedazo de cartón reclinado contra la pared bajo el hocico de una cabeza de gacela disecada. Los números apuntados en el cartón, que muestran la producción diaria de palabras, varían entre 450, 575, 462, 1.250, 512… Las cifras más altas corresponden a los días en que Hemingway trabajó horas adicionales, para no sentirse culpable al pasar el día siguiente pescando en la Corriente del Golfo.


Hombre de hábitos fijos, Hemingway no utiliza el escritorio perfectamente conveniente que se halla en la otra sección de la alcoba. Aunque el mueble ofrece más espacio para escribir, posee también su miscelánea de objetos: fajos de cartas, un leoncito de paja de los que venden en los establecimientos nocturnos de Broadway, un pequeño costal de aspillera lleno de dientes de animales carnívoros, casquillos de escopeta, un calzador, tallas en madera que representan un león, un rinoceronte, dos cebras y un puerco salvaje… y, naturalmente, libros: amontonados sobre el escritorio, junto a las mesas, apretados en los anaqueles en orden caprichoso: novelas, historias, colecciones de poesía, teatro, ensayos. Una ojeada a sus títulos muestra su diversidad. Sobre el estante frente a la rodilla de Hemingway mientras éste se encuentra de pie ante su “escritorio de trabajo” están The Common Reader de Virginia Woolf, House Divided de Ben Ames Williams, The Partisan Reader, The Republic de Charlie A. Beard, Napoleon’s Invasión of Russia de Tarlé, How Young You Look de Peggy Wood, Will Shakespeare and the Dyer’s Hand de Alden Brook, African Hunting de Baldwin, los Collected Poems de T. S. Eliot, y dos libros sobre la muerte del general Custer en la batalla de Little Big Horn.


La habitación, sin embargo, pese a todo el desorden que se siente a primera vista, indica después de una inspección más detenida que su dueño es un hombre fundamentalmente ordenado, pero incapaz de deshacerse de ningún objeto… especialmente si éste tiene un valor sentimental. Sobre uno de los estantes hay una variada colección de recuerdos: una jirafa hecha de cuentas de madera, una tortuguita de hierro colado, diminutos modelos de locomotoras, dos jeeps y una góndola veneciana, un osito de juguete con una llave en la espalda, un mono que carga un par de címbalos, una guitarra en miniatura y un pequeño modelo en hojalata de un biplano de la Marina de Guerra norteamericana (al que le falta una rueda) ladeado sobre un esterilla de paja circular. El carácter de la colección es el mismo de la que un niño suele guardar en una caja de zapatos en el fondo de un clóset. Es evidente, sin embargo, que estos objetos tienen su valor, de la misma manera que tres cuernos de búfalo que Hemingway guarda en su cuarto tienen un valor que no depende de su tamaño sino del hecho de que, durante la adquisición de dichos cuernos, las cosas empezaron mal y acabaron bien.

“Me causa júbilo mirarlos”, dice él.

Hemingway puede llegar a admitir supersticiones de ese tipo, pero prefiere no hablar de ellas porque piensa que cualquier valor que puedan tener corre el peligro de perderse con las palabras. Su actitud respecto a la actividad literaria es en buena medida la misma. Muchas veces, en el transcurso de esta entrevista, recalcó que el oficio de escribir no debe ser sometido a un exceso de escrutinio, “que aunque hay una parte del oficio que es sólida y a la que no se le hace daño hablando de ella, hay otra que es frágil y si se habla acerca de ella su estructura se agrieta y no queda nada”.



Por consiguiente, pese a ser un maravilloso narrador oral, un hombre de mucho humor y poseedor de un asombroso caudal de conocimientos sobre cosas que le interesan, a Hemingway le resulta difícil hablar sobre el trabajo literario, no porque tenga pocas ideas sobre el asunto, sino más bien porque está tan convencido de que tales ideas deben permanecer inexpresadas que cuando alguien le hace preguntas sobre ellas se siente tan “despavorido” que se vuelve casi incoherente. Prefirió elaborar en su tablero de lectura muchas de las respuestas que aparecen en esta entrevista. El ocasional tono mordaz de las respuestas forma parte también de esta firme convicción de que escribir es una ocupación privada y solitaria que no necesita testigos hasta que la obra queda concluida.


Esta dedicación a su arte tal vez sugiera una personalidad contraria a la del Hemingway aventurero, despreocupado y trashumante que presenta la concepción popular. El hecho real es que Hemingway, si bien disfruta obviamente la vida, pone una dedicación equivalente en todo lo que hace: una actitud que es esencialmente seria, llena de horror a lo impreciso, lo fraudulento, lo engañoso, lo mal hecho.

En ninguna parte es más evidente la dedicación a su arte que en la habitación con piso de mosaicos amarillentos, donde Hemingway se levanta temprano en la mañana para colocarse en absoluta concentración frente a su tablero de lectura, moviéndose sólo para desplazar el peso de su cuerpo de un pie a otro, sudando abundantemente cuando el trabajo va bien y excitado como un muchacho, irritable y desdichado cuando el toque artístico se desvanece momentáneamente: esclavo de una disciplina voluntaria que dura más o menos hasta el mediodía, cuando empuña un bastón nudoso y sale de la casa hacia la piscina, donde nada su media milla diaria.



—¿Son placenteras esas horas dedicadas a la actividad concreta de escribir?
—Mucho


—¿Podría usted decir algo sobre ese proceso? ¿Cuándo trabaja usted? ¿Mantiene un horario fijo?
—Cuando estoy escribiendo un libro o un cuento trabajo todas las mañanas, empezando tan pronto como sea posible después de la salida del sol. No hay nadie que moleste y hace fresco o frío y uno entra en calor a medida que escribe. Se lee lo que se lleva escrito y, como uno siempre se detiene cuando sabe lo que va a suceder a continuación, sigue escribiendo a partir de ahí. Se escribe hasta que se llega a un lugar donde a uno todavía le queda jugo y donde se sabe lo que va a suceder a continuación, y entonces uno se detiene y trata de seguir viviendo hasta el día siguiente, cuando se vuelve a poner manos a la obra. Se ha comenzado, digamos, a las seis de la mañana y se puede continuar hasta el medio día o tal vez antes. Cuando uno se detiene está tan vacío, y al mismo tiempo nunca vacío sino llenándose, como cuando se ha hecho el amor con alguien a quien se ama. Nada puede afectarlo a uno, nada puede suceder, nada significa nada hasta el día siguiente, cuando volvemos a hacerlo. Lo difícil de sobrellevar es la espera hasta el día siguiente.

—¿Puede usted apartar de su mente cualquier proyecto en el que esté trabajando cuando está alejado de la máquina de escribir?
—Por supuesto. Pero hace falta disciplina para hacerlo y esa disciplina se adquiere. Tiene que ser adquirida.

—¿Revisa usted su texto cuando relee lo que hizo el día anterior o lo hace más tarde, cuando ha terminado?
—Siempre reviso cada día hasta el punto donde me detuve. Cuando está todo terminado, naturalmente, uno vuelve a revisar. Hay otra oportunidad de corregir y reescribir cuando otra persona mecanografía el texto y uno puede verlo en limpio. La última oportunidad la dan las pruebas de imprenta. Uno agradece esas diferentes oportunidades. —¿Reescribe usted mucho?

—Depende. Reescribí el final de Adiós a las armas, la última página, treinta y nueve veces antes de sentirme satisfecho. —¿Había algún problema técnico en ese caso? ¿Cuál era la causa de la dificultad?
—Organizar bien las palabras.

—¿Es la relectura lo que vuelve a activar el “jugo”?
—La relectura lo sitúa a uno en el punto en que el texto tiene que seguir adelante, porque le da a uno la certeza de que se ha hecho lo mejor que se ha podido hasta ahí. Siempre queda jugo en alguna parte.


—Pero, ¿no hay ocasiones en que la inspiración falta por completo?
—Naturalmente. Pero si uno se detuvo cuando sabía lo que iba a suceder a continuación, es posible seguir adelante. Mientras se pueda empezar, no hay problema. El jugo vendrá.


—Thornton Wilder habla de recursos mnemotécnicos que ayudan al escritor a comenzar su día de trabajo. Él dice que usted una vez le dijo que les sacaba punta a veinte lápices.
—No creo haber poseído nunca veinte lápices a la vez. Embotar siete lápices número 2 representa una buena jornada de trabajo.

—¿Cuáles son algunos de los lugares que le han sido más favorables para escribir? El Hotel Ambos Mundos debe de haber sido uno de ellos, a juzgar por el número de libros que usted escribió ahí. ¿O tal vez el ambiente que lo rodea tiene poco efecto sobre su trabajo?
—El Ambos Mundos en La Habana fue un buen lugar para trabajar. Esta finca es un lugar espléndido, o lo era. Pero yo he trabajado bien en todas partes. Es decir, he podido trabajar tan bien como soy capaz de hacerlo en diversas circunstancias. El teléfono y los visitantes son los destructores del trabajo.


—¿Es necesaria la estabilidad emocional para escribir bien? Usted me dijo una vez que sólo podía escribir bien cuando estaba enamorado. ¿Podría ampliar un poco más esa afirmación?
—¡Vaya pregunta! Pero hay que felicitarlo por el intento. Uno puede escribir en cualquier momento en que la gente lo deje quieto y no lo interrumpa. O, más bien, uno puede hacerlo si es lo bastante despiadado al respecto. Pero cuando mejor se escribe es indudablemente cuando se está enamorado. Si a usted no le importa, yo preferiría no entrar en detalles.

—¿Y en cuanto a la seguridad económica? ¿Puede ser perjudicial para el buen trabajo literario?
—Si la seguridad económica llega pronto y uno ama la vida tanto como a su trabajo, hace falta mucha fuerza de carácter para resistir las tentaciones. Una vez que escribir se ha convertido en el vicio principal y el mayor placer, sólo la muerte puede ponerle fin. La seguridad económica, en ese caso, es una gran ayuda porque lo libera a uno de la preocupación. La preocupación destruye la capacidad de escribir. La mala salud es perjudicial en la medida en que produce preocupación que ataca el subconsciente y destruye las reservas de uno.

—¿Puede usted recordar el momento exacto en que decidió hacerse escritor?
—No. Siempre quise ser escritor.

—Philip Young, en su libro sobre usted, sugiere que la conmoción traumática de su herida de proyectil de mortero en 1918 tuvo una gran influencia en usted como escritor. Recuerdo que en Madrid usted se refirió brevemente a la tesis de Young, pareciéndole poco atinada y añadiendo que a su juicio el equipo del artista no es una característica adquirida, sino heredada, en el sentido mendeliano.
—Evidentemente en Madrid aquel año mi mente no podía haber estado funcionando muy bien. Lo único que podría decirse en su favor es que sólo hablé muy brevemente sobre el libro del señor Young y su teoría traumática de la literatura. Tal vez las dos concusiones y la fractura de cráneo que sufrí aquel año me hayan hecho irresponsable en mis declaraciones. Sí recuerdo haberle dicho a usted que creía que la imaginación podía ser el resultado de la experiencia racial heredada. Eso suena bien en una plática sostenida a raíz de una concusión, pero creo que ahí es más o menos donde tiene su lugar, así que dejémoslo ahí hasta el próximo trauma de liberación. ¿Está usted de acuerdo? Pero, gracias por no haber mencionado los nombres de cualquier pariente que yo pueda haber involucrado. Lo bueno de hablar es explorar, pero mucho de lo que se habla y todo lo que sea irresponsable no debe escribirse. Una vez escrito hay que defenderlo. Uno puede haberlo dicho para averiguar si lo creía o no. En cuanto a la cuestión que usted planteó, los efectos de las heridas varían mucho. Las heridas simples que no fracturan huesos tienen poca importancia. Algunas veces inspiran confianza. Las heridas que afectan mucho a los huesos y a los nervios no son buenas para los escritores… ni para nadie.


—¿Cuál considera usted que es el mejor adiestramiento intelectual para el aprendiz de escritor?
—Digamos que debería ahorcarse porque descubre que escribir bien es intolerablemente difícil. Entonces alguien debería salvarlo sin misericordia y su propio yo debería obligarlo a escribir tan bien como pudiera durante el resto de su vida. Así cuando menos tendría la historia del ahorcamiento para comenzar.

—¿Y en cuanto a las personas que se han dedicado al magisterio? ¿Cree usted que los numerosos escritores que desempeñan cátedras han comprometido sus carreras literarias?
—Depende de lo que usted entienda por comprometer. ¿Se refiere usted a la acepción que tiene la palabra cuando se dice que una mujer ha quedado comprometida? ¿O tiene usted en mente el compromiso, en cuanto transacción, de un estadista? ¿O tal vez el compromiso que hace uno con su tendero o con su sastre para pagarle un poco más pero más tarde? Un escritor que pueda escribir y enseñar al mismo tiempo debe poder hacer las dos cosas. Muchos escritores competentes han demostrado que es posible. Yo no podría hacerlo, me parece, y admiro a los que han podido. Tengo la impresión, sin embargo, de que la vida académica podría ponerle punto final a la experiencia del mundo exterior, lo cual tal vez limitaría el desarrollo del conocimiento del mundo. El conocimiento, sin embargo, exige mayor responsabilidad de parte de un escritor y hace que el trabajo de escribir sea más difícil. Tratar de escribir algo de valor permanente es una tarea de tiempo completo, aun cuando sólo se dediquen unas cuantas horas cada día a la redacción propiamente dicha. Un escritor puede compararse con un pozo. Hay muchas clases de pozos, como las hay de escritores. Lo importante es que haya buena agua en el pozo, y es mejor sacar de él una cantidad regular en lugar de dejarlo seco y esperar a que vuelva a llenarse. Veo que me estoy desviando de la pregunta, pero es que la pregunta no era muy interesante.


—¿Le recomendaría usted el trabajo periodístico al escritor joven? ¿En qué medida lo ayudó a usted el adiestramiento que recibió en el Kansas City Star?
—En el Star uno estaba obligado a aprender a escribir una oración enunciativa sencilla. Eso es útil para cualquiera. El trabajo periodístico no le hará daño a un escritor joven y podrá ayudarlo si lo abandona a tiempo. Este es uno de los lugares comunes más manoseados y me disculpo por incurrir en él. Pero cuando uno hace preguntas viejas y trilladas corre el peligro de recibir respuestas viejas y trilladas.

—Usted escribió una vez en la Transatlantic Review que la única razón que hay para hacer periodismo es obtener una buena remuneración. Dijo usted: “Y cuando uno destruye las cosas valiosas que posee escribiendo sobre ellas, uno espera que le paguen buen dinero por hacerlo”. ¿Considera usted que escribir es una especie de autodestrucción?
—No recuerdo haber escrito eso jamás. Pero parece lo suficientemente tonto y violento como para que yo lo haya dicho a fin de no tener que morderme la lengua y dar una opinión sensata. Definitivamente no creo que escribir sea una especie de autodestrucción, aunque el periodismo, después que se llega a cierto punto, puede ser una autodestrucción cotidiana para un escritor creador serio.


—¿Cree usted que el estímulo intelectual que proporciona la compañía de otros escritores tiene algún valor para un escritor?
—Indudablemente.

—¿Tuvo usted en el París de los años veinte algún “sentimiento de grupo” respecto de otros escritores y artistas?
—No. No había ningún sentimiento de grupo. Nos respetábamos los unos a los otros. Yo respetaba a muchos pintores, algunos de mi misma edad y otros más viejos: Gris, Picasso, Bracque, Monet, que aún vivía, y a unos cuantos escritores: Joyce, Ezra, la buena de Stein…


—Cuando está usted escribiendo, ¿se siente en alguna ocasión influido por lo que está leyendo en ese momento?
—No desde que Joyce estaba escribiendo Ulises. La suya no fue una influencia directa, pero en aquellos días, cuando las palabras que conocíamos nos estaban prohibidas y teníamos que luchar por una sola palabra, la influencia de su obra fue lo que cambió todo y nos permitió liberarnos de las restricciones.

—¿Pudo usted aprender algo de los escritores sobre el arte de escribir? Usted me decía ayer que a Joyce, por ejemplo, le era insoportable hablar de literatura.
—Cuando se está en compañía de gente del mismo oficio, uno por lo general habla de los libros de otros escritores, Mientras mejores son los escritores, menos hablan de lo que han escrito ellos mismos. Joyce era un escritor muy grande y sólo les explicaba lo que estaba haciendo a los necios. Suponía que otros escritores a los cuales respetaba eran capaces de saber lo que él estaba haciendo cuando lo leían.

—Usted parece haber rehuido la compañía de otros escritores en los últimos años. ¿Por qué?
—Eso es más complicado. Mientras más lejos va uno cuando escribe, más solo se queda. La mayoría de los amigos mejores y más viejos se mueren, otros se alejan. Uno no los ve sino raras veces, pero uno escribe y se siente en contacto con ellos como si se los encontrara en el café de los viejos tiempos. Uno intercambia cartas cómicas, a veces alegremente obscenas e irresponsables, y eso es casi tan bueno cono conversar. Pero uno está más solo porque así es como se debe trabajar y el tiempo para trabajar es cada vez más corto y si uno lo desperdicia siente que ha cometido un pecado para el que no hay perdón.


—¿Qué puede usted decirme sobre la influencia de algunas de esas personas —sus contemporáneos— en su obra? ¿Cuál fue la contribución de Gertrude Stein, si es que hubo alguna? ¿O la de Ezra Pound o la de Max Perkins?
—Lo lamento, pero no soy bueno para esas evocaciones postmortem. Hay necrólogos, literarios y no literarios, que se ocupan de esas cosas. La señorita Stein escribió en forma bastante extensa y con considerable inexactitud sobre su influencia en mi obra. Tuvo necesidad de hacerlo después que aprendió a escribir diálogos en un libro llamado The Sun Also Rises. Yo le profesaba mucho afecto y pensé que era magnífico que hubiese aprendido a escribir conversaciones. Para mí no era nada nuevo aprender de cualquiera, vivo o muerto, que pudiera enseñarme algo, y no me imaginé que eso pudiera afectar a Gertrude de manera tan violenta. Ella ya escribía muy bien en otros aspectos. Ezra era sumamente inteligente en relación con los asuntos que de veras conocía. ¿No lo aburre a usted este tipo de conversación? Este comadreo literario mientras se lava la ropa sucia de hacer treinta y cinco años me repugna. Sería diferente si uno hubiese tratado de decir toda la verdad. Eso tendría algún valor. Aquí es mejor y más sencillo agradecerle a Gertrude todo lo que aprendí de ella sobre la relación abstracta entre las palabras, decir cuánto la estimaba, reiterarle mi lealtad a Ezra como un gran poeta y un amigo leal, y decir que quería tanto a Max Perkins que nunca he podido aceptar que haya muerto. Max nunca me pidió que cambiara nada que yo hubiese escrito, excepto eliminar ciertas palabras que entonces no eran publicables. Dejábamos espacios en blanco y cualquier lector que conociera las palabras sabía cuáles eran. Para mí, Max no era corrector y editor de textos. Era un amigo sabio y un maravilloso compañero. Me gustaba la manera como usaba su sombrero y la extraña forma en que se movían sus labios.

—¿Quiénes diría usted que son sus antecesores literarios, aquéllos de quienes más ha aprendido?
—Mark Twain, Flaubert, Stendhal, Bach, Turguenev, Tolstoi, Dostoievsky, Chéjov, Andrew Marvell, John Donne, Maupassant, el Kipling bueno, Thoreau, el capitán Maryat, Shakespeare, Mozart, Quevedo, Dante, Virgilio, Tintoretto, Hyeronimus Bosch, Brueghel, Patinir, Goya, Giotto, Cézanne, Van Gogh, Gauguin, San Juan de la Cruz, Góngora… me llevaría un día recordarlos a todos. Y además daría la impresión de que estoy exhibiendo una erudición que no poseo en lugar de tratar de recordar a todos los que han influido en mi vida y en mi obra. Esta no es una pregunta vieja y trillada. Es una pregunta muy buena, pero solemne, y requiere un examen de conciencia. Incluyo a los pintores, o empecé a incluirlos, porque aprendo tanto de los pintores como de los escritores sobre el arte de escribir. ¿Qué cómo se hace eso? Me haría falta otro día para explicárselo. Creo que lo que uno aprende de los compositores y del estudio de la armonía y el contrapunto sí es obvio.


—¿Tocó usted alguna vez un instrumento musical?
—Solía tocar el violonchelo. Mi madre me sacó de la escuela todo un año para que estudiara música y contrapunto. Creía que yo tenía facultades, pero yo carecía de todo talento. Tocábamos música de cámara (alguien se nos unió para tocar el violín), mi hermana tocaba la viola y mi madre el piano. Ese violonchelo… yo lo tocaba peor que nadie en el mundo. Aquel año, por supuesto, también salía de la casa para hacer otras cosas.

—¿Relee usted a los autores de su lista? ¿A Mark Twain, por ejemplo?
—Con Twain hay que dejar pasar dos o tres años. Uno lo recuerda demasiado bien. Leo algo de Shakespeare todos los años, siempre El rey Lear. Leer eso lo reanima a uno.


—La lectura, entonces, es una ocupación y un placer constantes.
—Siempre estoy leyendo libros, tantos como hay. Me los raciono para que nunca me falten.

—¿Lee usted originales?
—Eso puede causar dificultades a menos que uno conozca al autor personalmente. Hace unos años me demandó por plagiario un hombre que alegaba que yo había sacado Por quién doblan las campanas de un guión de cine inédito escrito por él. Él había leído ese guión en una fiesta en Hollywood. Dijo que yo estaba allí, que por lo menos un individuo llamado “Ernie” había estado presente y había escuchado la lectura, y eso le bastó para demandarme por un millón de dólares. Al mismo tiempo demandó a los productores de las películas Northwest Mounted Police y Cisco Kid, alegando que éstas también habían sido plagiadas del mismo guión inédito. Fuimos a los tribunales y ganamos el pleito, por supuesto. El hombre resultó ser insolvente.

—Bueno, ¿podríamos volver sobre esa lista y considerar a uno de los pintores: Hyeronimus Bosch, por ejemplo? El carácter simbólico de pesadilla de su obra parece muy alejado del carácter de la obra de usted.
—Yo tengo las pesadillas y me entero de las que tienen otras personas. Pero uno no tiene que escribirlas. Uno puede omitir cualquier cosa que sepa que sigue estando en el texto y el carácter de esa cosa se dejará ver. Cuando un escritor omite cosas que no conoce, aparecen como agujeros en el texto.


—¿Quiere eso decir que un conocimiento íntimo de las obras de las personas incluidas en su lista ayuda a llenar el “pozo” de que usted hablaba hace un rato? ¿O fueron esas obras conscientemente una ayuda en el desarrollo de las técnicas de escribir?
—Son parte de la manera de aprender a ver, a oír, a pensar, a sentir y no sentir, y a escribir. El pozo es donde esta el “jugo” de uno. Nadie sabe de qué está hecho, y uno mismo menos. Uno sólo sabe si lo tiene o si tiene que esperar a que vuelva.

—¿Reconoce usted la existencia de un simbolismo en sus novelas?
—Supongo que hay símbolos en ellas, puesto que los críticos los encuentran a cada rato. Si a usted no le importa, a mí me disgusta hablar de ellos y que me hagan preguntas acerca de ellos. Ya es bastante difícil escribir libros y cuentos para tener que explicarlos además. Por otra parte, eso es quitarles su trabajo a los explicadores. Si cinco o seis o más buenos explicadores pueden seguir trabajando, ¿por qué habría yo de inmiscuirme? Lea usted cualquier cosa que yo escriba por el placer de leerla. Todo lo demás que usted encuentre será la medida de lo que usted mismo aportó a la lectura.

—Sólo otra pregunta dentro de este tema general. Uno de los redactores consejeros de nuestra revista está interesado en un paralelismo que cree haber descubierto en The Sun Also Rises entre las dramatis personae en el ruedo de la plaza de toros y los personajes de la propia novela. Nuestro redactor señala que la primera oración del libro nos dice que Robert Cohn es boxeador; después, durante la desencajonada, se describe al toro que usa sus cuernos como un boxeador, lanzando “ganchos” y “jabs”. Y así como el toro es atraído y apaciguado por la presencia de un cabestro, Robert Cohn trata con deferencia a Jake, que está castrado precisamente como un cabestro. El redactor ve a Mike como el picador, que hostiga a Cohn una y otra vez. La tesis del redactor va más lejos, pero él se pregunta si usted tuvo la intención consciente de darle a la novela la estructura trágica del ritual de la corrida.
—Me parece que su redactor consejero estaba un poco mal de la cabeza. ¿Quién ha dicho que Jake estaba “castrado precisamente como un cabestro”? En realidad había sido herido de una manera muy diferente y sus testículos estaban intactos y no habían sufrido daño. Por lo tanto tenía todos los sentimientos normales como hombre, pero no podía consumarlos. La distinción importante es que su herida era física y no psicológica, y que no estaba castrado.


—Estas preguntas relativas al oficio del escritor son realmente engorrosas.
—Una pregunta sensata no es ni placentera ni engorrosa. Con todo, creo que para un escritor es muy malo hablar sobre su manera de escribir. El escritor escribe para ser leído por el ojo y ninguna explicación o disertación debe ser necesaria. Uno puede estar seguro de que en el texto hay mucho más de lo que se leerá en una primera lectura, y, siendo el autor del texto, al escritor no le corresponde explicarlo ni dirigir excursiones por la región más difícil de su obra.


—En relación con esto, recuerdo que usted también advirtió que para un escritor es peligroso hablar sobre una obra en gestación, que el escritor puede “destruirla contándola”, por decirlo así. ¿Por qué habría de suceder eso? Hago la pregunta porque hay tantos escritores—Twain, Wilde, Thurber, Steffens son los que me vienen a la mente— que según parece solían pulir su material sometiéndolo a la prueba de ser escuchado por otras personas.
—No puedo creer que Twain haya “probado” alguna vez a Huckelberry Finn contándoselo oralmente a otras personas. De haberlo hecho, éstas probablemente le hicieron sacar las cosas buenas y meter las partes malas. La gente que conoció a Wilde decía que éste era mejor conversador que escritor. Steffens hablaba mejor de lo que escribía. Tanto sus textos como sus conversaciones eran a veces difíciles de creer, y yo lo escuché alterar muchas historias a medida que se hacía viejo. Si Thurber es capaz de hablar tan bien como escribe, debe ser uno de los conversadores más grandes y menos aburridos. El hombre que yo conozco que mejor habla sobre su propio oficio y tiene la lengua más agradable y más perversa es Juan Belmonte, el matador.

—¿Podría usted decir cuánto esfuerzo consciente hubo en el proceso de crear su estilo distintivo?
—Esa es una pregunta cuya contestación sería larga y fatigosa, y si uno se pasara dos días contestándola llegaría a sentirse tan consciente de sí que no podría escribir. Yo diría que lo que los aficionados suelen llamar un estilo es por lo general tan sólo la torpeza inevitable con que se empieza a tratar de hacer algo que no se ha hecho hasta entonces. Casi ningún nuevo clásico se asemeja a los clásicos anteriores. En un principio la gente sólo puede ver las torpezas. Después éstas ya no son tan perceptibles. Cuando se manifiestan de manera singularmente torpes, la gente piensa que las torpezas son el estilo y muchos las copian. Eso es lamentable.


—Usted me escribió en una ocasión que las sencillas circunstancias bajo las cuales fueron escritas varias de sus obras podrían ser instructivas. ¿Podría usted aplicar eso a “The Killers” (Los asesinos) —usted dijo que había escrito ese cuento, “Ten Indians” (Diez indios) y “Today Is Friday” (Hoy es viernes) en un solo día— y tal vez a su primera novela, The Sun Also Rises?
—Vamos a ver. The Sun Also Rises la comencé a escribir en Valencia el día de mi cumpleaños, el 21 de julio. Hadley, mi esposa, y yo habíamos ido a Valencia temprano para conseguir buenos boletos para la Feria que empezaba allí el 24 de julio. Todos los escritores de mi edad habían escrito una novela y a mí todavía me costaba trabajo escribir un párrafo. Así que comencé el libro el día de mi cumpleaños, escribí durante toda la Feria, sin salir de la cama por las mañanas, después me fui a Madrid y seguí escribiendo allí. En Madrid no había Feria, de modo que tomamos un cuarto con una mesa y yo escribía con gran lujo en la mesa y en una cervecería a la vuelta de la esquina, en el Pasaje Álvarez, donde hacía fresco. Por último el tiempo se hizo demasiado caluroso para poder escribir y nos fuimos a Hendaya. Había un hotelito barato en la playa grande, hermosa y larga y yo trabajé muy bien allí y después volvimos a París y terminé la primera versión en el apartamento en los altos del aserradero en el número 113 de la Rue Notre-Dame-des-Champs seis semanas después de haberla comenzado. Le mostré esa primera versión a Nathan Asch, el novelista que entonces hablaba el inglés con un acento muy marcado y me dijo: “Hem, vaht do you mean saying you wrote a novel? A novel huh. Hem you are riding a travel büch.” (“Hem, ¿qué es eso de que has escrito una novela? Una novela, ¿eh? Hem, estás escribiendo un libro de viajes”). No me sentí demasiado desalentado por lo que dijo Nathan y reescribí el libro, conservando el viaje (que era la parte sobre la excursión de pesca y Pamplona), en Schruns en el Voralberg en el Hotel Taube.

Los cuentos que usted menciona los escribí en un solo día en Madrid el 16 de mayo, cuando una nevada canceló las corridas de San Isidro. Primero escribí Los asesinos, que había tratado de escribir antes y no había podido. Después de comer me metí en la cama para calentarme y escribí Hoy es viernes. Tenía tanto jugo que pensé que tal vez me estaba volviendo loco y tenía como seis cuentos más que escribir, de modo que me vestí y me fui al Fornos, el viejo café taurino, y tomé café y volví y escribí Diez indios. Esto me puso muy triste y bebí un poco de brandy y me dormí. Había olvidado comer y uno de los camareros me trajo un poco de bacalao y un pequeño bistec y papas fritas y una botella de Valdepeñas.


La mujer que administraba la pensión siempre estaba preocupada porque yo no comía bastante y me había enviado al camarero. Recuerdo que me senté en la cama y comí y me tomé el Valdepeñas. El camarero dijo que traería otra botella. Dijo que la señora quería saber si yo iba a escribir toda la noche. Le dije que no, que pensaba que iba a descansar un rato. ¿Por qué no escribe usted uno más?, preguntó el mesero. Se supone que sólo escriba uno, dije yo. Tonterías, dijo él; usted podría escribir seis. Lo intentaré mañana, le dije. Inténtelo esta noche, dijo él; ¿para qué cree que mandó la comida la señora? Estoy cansado, le dije. Tonterías, dijo él (la palabra no fue tonterías). ¡Cansarse después de escribir tres cuentecitos! Tradúzcame uno.

Déjeme solo, le dije. ¿Cómo voy a escribir si usted no me deja solo? Así que me senté en la cama y me tomé el Valdepeñas y pensé qué formidable escritor era yo si el primer cuento era tan bueno como yo esperaba que fuera.


—¿Hasta qué punto está completa en su mente la concepción de un cuento? ¿Cambian el tema o la trama o un personaje a medida que usted escribe?
—Algunas veces uno sabe la historia. Algunas veces uno la inventa a medida que escribe y no tiene la menor idea de cómo va a salir. Todo cambia a medida que se mueve. Eso es lo que produce el movimiento que produce el cuento. Algunas veces el movimiento es tan lento que no parece estarse moviendo. Pero siempre hay cambio y siempre hay movimiento.

—¿Sucede lo mismo con la novela, o formula usted el plan entero antes de empezar y se atiene a él rigurosamente?
Por quién doblan las campanas fue un problema con el que tuve que bregar cada día. En principio sabía lo que iba a suceder. Pero inventé cada día lo que iba sucediendo.


—¿The Green Hills of Africa (Las verdes Colinas de África), To Have and Have Not (Tener y no tener) y Across the River and Into de Trees (A través del río y entre los árboles) fueron comenzadas todas ellas como cuentos y se desarrollaron hasta convertirse en novelas? Si así fue, ¿son tan similares los dos géneros que un escritor puede pasar del uno al otro sin rehacer completamente su enfoque?
—No, eso no es cierto. Las verdes colinas de África no es una novela, pero fue escrita en un intento de escribir un libro absolutamente verdadero para ver si la forma de un país y la pauta general de la acción de un mes podían competir, una vez presentadas con verdad, con una obra de la imaginación. Después que acabé de escribirlo, escribí dos cuentos: “The Snows of Kilimanjaro” (Las nieves del Kilimanjaro) y “The Short Happy Life of Francis Macomber” (La vida feliz de Francis Macomber). Esos fueron cuentos que inventé partiendo del conocimiento y la experiencia adquiridos durante la misma prolongada excursión de caza de la que yo había extraído un mes para intentar su presentación exacta en Las verdes colinas. Tener y no tener y A través del río y entre los árboles fueron comenzadas ambas como cuentos.

—¿Le resulta a usted fácil desplazarse de un proyecto literario a otro o prefiere continuar hasta terminar lo que ha empezado?
—El hecho de que esté interrumpiendo un trabajo serio para contestar estas preguntas demuestra que soy tan estúpido que debería ser castigado severamente. Y seré castigado, no se preocupe.


—¿Se concibe usted a sí mismo en competencia con otros escritores?
—Nunca. Yo solía tratar de escribir mejor que ciertos escritores ya muertos de cuyo valor yo estaba seguro. Pero desde hace mucho tiempo he tratado simplemente de escribir lo mejor que pueda. Algunas veces tengo suerte y escribo mejor de lo que puedo.





—¿Cree usted que el poder de un escritor disminuye a medida que se hace viejo? En Las verdes colinas de África usted menciona que los escritores norteamericanos, al llegar a cierta edad, se convierten en viejas madrecitas.
—No sé de eso. La gente que sabe lo que está haciendo debe durar mientras le dure la cabeza. En ese libro que usted menciona verá, si lo repasa, que yo estaba desbarrando sobre la literatura norteamericana con un personaje australiano desprovisto de humor que me estaba obligando a hablar cuando yo quería hacer otra cosa. Yo escribí una versión fiel de la conversación, no para hacer pronunciamientos inmortales. Una porción regular de los pronunciamientos son bastante buenos.


—No hemos discutido los personajes. ¿Están los personajes de sus obras sacados todos ellos de la vida real?
—Por supuesto que no. Algunos provienen de la vida real. Mayormente uno inventa gente a partir del conocimiento y la comprensión y la experiencia de la gente.

—¿Podría usted decir algo acerca del proceso de convertir un personaje de la vida real en un personaje novelesco?
—Si yo explicara cómo se hace eso algunas veces, sería un manual para los abogados especializados en casos de difamación.


—¿Establece usted una distinción, como lo hace E. M. Forster, entre los personajes “planos” y los personajes “redondos”?
—Si uno describe a alguien, es plano, como una fotografía, y desde mi punto de vista es un fracaso. Si uno lo compone a partir de lo que uno sabe, debe tener todas las dimensiones.

—¿A cuáles de sus personajes recuerda usted con particular afecto?
—La lista sería demasiado larga.

—¿Entonces a usted le gusta releer sus propios libros, sin sentir que le gustaría hacer algunos cambios?
—Los leo algunas veces para reanimarme cuando es difícil escribir y entonces recuerdo que siempre fue difícil y que en ocasiones fue casi imposible.

—¿Cómo les pone usted nombres a sus personajes?
—Lo mejor que puedo.

—¿Se le ocurren a usted los títulos durante el proceso de escribir la historia?
—No. Hago una lista de nombres después de terminar el cuento o el libro, a veces hasta cien. Entonces empiezo a eliminarlos, en ocasiones a todos.


—¿Y eso lo hace usted incluso con un cuento cuyo título viene del texto: “Hills Like White Elephants” (Colinas como elefantes blancos), por ejemplo?
—Sí. El título viene después. Conocí una muchacha en Pruniers, adonde yo había ido para comer ostras antes de la comida. Sabía que ella había tenido un aborto. Me le acerqué y conversamos, no sobre eso, pero de regreso a casa pensé en el cuento, omití la comida y pasé esa tarde escribiéndolo.

—De manera que cuando usted no está escribiendo, sigue siendo constantemente el observador, buscando algo que pueda usarse.
—Seguro. Si un escritor deja de observar está liquidado. Pero no tiene que observar conscientemente ni pensar cómo será aprovechable lo observado. Eso tal vez sería cierto en el comienzo. Pero más adelante todo lo que él ve entra en la gran reserva de cosas que él conoce o ha visto. Si usted considera provechoso que la gente se entere, yo siempre trato de escribir de acuerdo con el principio del témpano de hielo. El témpano conserva siete octavas partes de su masa debajo del agua por cada parte que deja ver. Uno puede eliminar cualquier cosa que conozca y eso sólo fortalece el témpano de uno. Es la parte que no se deja ver. Si un escritor omite algo porque no lo conoce, entonces hay un boquete en el relato.


El viejo y el mar pudo haber tenido más de mil páginas e incluir a cada uno de los personajes de la aldea y todos los procesos de cómo se ganaban la vida, cómo nacían, se educaban, tenían hijos, etc. Otros escritores hacen eso excelentemente y bien. Al escribir, uno está limitado por lo que ya se ha hecho satisfactoriamente. Así que yo he tratado de aprender a hacer algo distinto. Primero he tratado de eliminar todo lo que sea innecesario para comunicarle una experiencia al lector, de modo que después que él haya leído algo, eso se convierta en parte de su experiencia y parezca haber sucedido en realidad. Eso es muy difícil de hacer y yo he intentado hacerlo con mucho esfuerzo.



De todos modos, para pasar por alto la manera como se hace, esa vez tuve una suerte increíble y pude comunicar la experiencia completamente y lograr que fuera una que nadie había comunicado antes. La suerte consistió en que tuve un buen hombre y un buen muchacho, y los escritores se han olvidado de que tales cosas existen todavía. Por otra parte, el océano merece que se escriba sobre él tanto como lo merece el hombre. Así que tuve suerte ahí. Yo he visto al pez vela aparearse y sé de eso, de modo que lo dejé fuera. He visto un cardumen de más de cincuenta cachalotes en ese mismo pedazo de mar y una vez arponeé uno de casi sesenta pies de largo y lo perdí, de modo que dejé eso fuera. Todas las historias de la aldea de pescadores que conozco las dejé fuera. Pero el conocimiento es lo que constituye la parte del témpano que está bajo el agua.

Archibald MacLeish ha hablado de un método de comunicar la experiencia al lector que, según él, usted desarrolló mientras “cubría” los juegos de béisbol para el Kansas City Star en los viejos tiempos. El método consiste simplemente en comunicar la experiencia por medio de pequeños detalles, íntimamente conservados, que tienen el efecto de indicar el todo haciendo consciente al lector de lo que éste sólo ha conocido subconscientemente…
—La anécdota es apócrifa. Yo nunca escribí sobre béisbol para el Star. Lo que Archie estaba tratando de recordar era cómo yo estaba tratando de aprender en Chicago hacia 1920 y buscaba las cosas inadvertidas que constituyen las emociones, como la manera que tenía un outfielder de tirar su guante sin volver la cabeza para ver donde caía, el crujido de la resina bajo las suelas de las zapatillas de un boxeador en el gimnasio, el color gris de la piel de Jack Blackburn cuando éste terminaba una sesión de entrenamiento y otras cosas que yo anotaba de la misma manera que un pintor hace bocetos. Uno veía el extraño color de Blackburn y las viejas cortadas de navaja y la manera como manejaba a un hombre en el cuadrilátero antes de que uno conociera su historia. Esas eran las cosas que lo tocaban a uno antes de que uno conociera la historia.


—¿Ha descrito usted alguna vez algún tipo de situación del que no tuviera un conocimiento personal?
—Esa es una pregunta extraña. Al decir conocimiento personal, ¿quiere usted decir conocimiento carnal? En ese caso la respuesta es afirmativa. Un escritor, si es bueno, no describe. Inventa o hace a partir del conocimiento personal e impersonal, y algunas veces parece poseer un conocimiento inexplicado que podría venirle de la experiencia racial o familiar olvidada. ¿Quién le enseña a una paloma mensajera a volar como vuela, dónde aprende un toro de lidia su bravura o un perro de caza su olfato? Esto es un desarrollo o una condensación de lo que hablamos en Madrid aquella vez cuando no se podía confiar mucho en mi cabeza.

—¿Cuán alejado debe estar usted de una experiencia antes de poder escribir sobre ella en términos novelescos? Los accidentes aéreos que sufrió usted en África, por ejemplo.
—Depende de la experiencia. Una parte la ve uno con total alejamiento desde el principio. Otra parte está muy ligada a uno. Creo que no existe ninguna regla en cuanto al tiempo que debe transcurrir antes de que uno escriba sobre la experiencia. Eso dependería de lo bien ajustado que estuviera el individuo y de su capacidad de recuperación. Sin duda alguna, para un escritor con oficio es valioso estar en un avión que se estrella y se incendia. Aprende varias cosas importantes muy rápidamente. Que le sean útiles o no dependen de que sobreviva. La supervivencia con honor, esa palabra pasada de moda y de importancia capital, es tan difícil y tan importante como siempre para un escritor. Los que no perduran son siempre más amados puesto que nadie tiene que verlos en sus largas, tediosas e implacables luchas que libran sin dar ni recibir cuartel para hacer algo como ellos creen que debe hacerse antes de morir. Los que se mueren o cejan pronto y fácilmente y con buenas razones son preferidos porque son comprensibles y humanos. El fracaso y la cobardía bien disimulada son más humanos y más amados.


—Podría preguntarle en qué medida cree usted que el escritor debe preocuparse por los problemas sociopolíticos de su tiempo?
—Cada uno tiene su propia conciencia y no debería haber reglas sobre cómo debe funcionar una conciencia. De lo único que se puede estar seguro en el caso de un escritor politizado es de que, si su obra perdura, el lector tendrá que pasar por alto su contenido político cuando la lea. Muchos de los llamados escritores politizados cambian de actitud política con frecuencia. Esto es muy excitante para ellos y para sus revistas político-literarias. Algunas veces tienen incluso que reescribir sus puntos de vista… y de prisa. Tal vez ello sea respetable como una forma de búsqueda de la felicidad.

—¿Ha tenido la influencia política de Ezra Pound en el segregacionista Kasper algo que ver con la opinión de usted en el sentido de que el poeta debería ser dado de alta en el Hospital de Saint Elizabeth?
—No. Nada en absoluto. Creo que a Ezra deberían soltarlo y permitirle que escriba poesía en Italia previa promesa de su parte de abstenerse de toda actividad política. Me alegraría ver a Kasper encarcelado lo antes posible. Los grandes poetas no son necesariamente mentores de señoritas, ni jefes de boy scouts ni magníficos ejemplos para la juventud. Para mencionar sólo unos pocos: Verlaine, Rimbaud, Shelley, Byron, Baudelaire, Proust y Gide no deberían haber sido recluidos para evitar que sus pensamientos, sus costumbres o su moral fueran plagiados por los Kaspers locales. Estoy seguro de que de aquí a diez años este párrafo requerirá una nota al calce para explicar quién fue Kasper.

—¿Diría usted que en su obra hay alguna intención didáctica?
—Didáctica es una palabra que se ha usado mal y se ha dañado. Death in the Afternoon (Muerte en la tarde) es un libro instructivo.


—Se ha dicho que un escritor sólo maneja una o dos ideas a lo largo de toda su obra. ¿Diría usted que su obra refleja una o dos ideas?
—¿Quién dijo eso? Parece demasiado simple. El hombre que lo dijo probablemente tenía una o dos ideas, en efecto.

—Bueno, tal vez sería mejor expresarlo así: Gram. Green dijo que una pasión dominante le da a una colección de novelas la unidad de un sistema. Usted mismo ha dicho, me parece, que la gran literatura nace de un sentido de la injusticia. ¿Considera usted importante que un novelista sea dominado de esta manera… por algún sentido compulsivo de esa índole?
—El Sr. Greene tiene una facilidad para hacer afirmaciones que yo no poseo. A mí me resultaría imposible hacer generalizaciones acerca de una colección de novelas, los colores del arcoiris o una manada de gansos. Con todo, intentaré una generalización. Un escritor sin sentido de la justicia y de la injusticia debería dedicarse a redactar el Anuario de una escuela para niños excepcionales en lugar de escribir novelas. Otra generalización. Las generalizaciones, vea usted, no son tan difíciles cuando son lo suficientemente obvias. La cualidad más esencial para un buen escritor es la de poseer un detector de mierda, innato y a prueba de golpes. Ese es el radar del escritor y todos los grandes escritores lo han poseído.


—Por último, una pregunta fundamental. Como escritor creador, ¿cuál consideraría usted que es la función de su arte? ¿Por qué la representación de los hechos, en lugar de los hechos mismos?
—¿Por qué dejarse preocupar por eso? De todas las cosas que han sucedido y de las cosas tal como existen y de todas las cosas que uno conoce y de las que uno no puede conocer, uno hace algo por medio de su invención, algo que no es una representación sino toda una cosa nueva más verdadera que cualquier cosa verdadera y viva, y uno la hace viva, y si la hace lo suficientemente bien, le confiere inmortalidad. Esa es la razón de que uno escriba, ésa y ninguna otra que uno conozca. Pero, ¿y qué decir de todas las razones que nadie conoce?

—George Plimpton
El oficio de escritor
José Luis González
Mayo de 1954

Roberto Burgos Cantor presentó la novela -Ni siquiera la lluvia- de Alberto Duque López

Con los años fueron perdiendo curiosidad las incertidumbres irresueltas que la crítica literaria padeció al no lograr resolver el lugar que le correspondería a Ernest Hemingway en las escalas caprichosas y movibles de la gloria literaria. Siempre un buen número de lectores vuelve a sus libros o los abre por primera vez y se impregna de ese entrenamiento para el oído moderno que ha sido la cadencia austera y empobrecida con deliberación de su narrativa. Así lo había visto George Steiner. Algo que de cierta manera también ocurrió con Graham Greene. No faltan tampoco los viajeros curiosos que se topan con la sombra de de Papa, como se le llamó sin necesidad de confianza, en París, La Habana, Madrid, Venecia.

Los secretos del arte que ejercen los escritores que aprendió en sus años novicios de periodismo, proponiendo riesgos a las rutinas aburridas de la actualidad, lo marcaron para siempre: el conocimiento exhaustivo del tema; la visión directa; la preferencia por los verbos; la escogencia severa de los adjetivos. Es probable que sus riesgos mayores, sus accidentes múltiples –desde la ambulancia que recibe las explosiones de granadas y obuses hasta el avión pequeño destrozado en las estribaciones del Kilimanjaro– las haya padecido por esa búsqueda sin descanso de un saber que le permitía hacer de sus relatos breves un arte de la sugerencia. Aquello que con la lenta conciencia que se tiene sobre lo que se hace, él llamaría el iceberg, es decir, aquello que apenas se asoma, la deslumbrante condensación de algo cuyo fundamento está oculto, pero es posible saberlo.

Uno de sus ejemplos memorables lo constituye sin duda El gato bajo la lluvia. Así, la legítima y orgullosa expresión de Gustav Flaubert, "Madame Bovary soy yo", adquirió en Hemingway un sentido particular. Si bien soy de los que cree que esa presencia del alma del autor en sus personajes debe ser revisada en los tiempos que corren y que no se puede continuar acuñando un canon cuya función fue cumplida con creces y que hoy se enfrenta a un mundo de oprobio que desdice todo, a pesar de mi creencia, en Hemingway la idea flaubertiana fue llevada a un extremo de su tensión. De tanto querer conocer, para atreverse a escribirlo, Papa se volvía cada vez más parte de lo que conocía. Alguna vez lo dijo: "Cuando uno escribe sobre algo que no conoce lo que queda en la narración es un hueco."

Por supuesto sus revelaciones, presentadas sin los estropicios propios del temperamento de los descubridores, iban plasmándose en sus textos como acontecimientos propios de la vida diaria en su transcurrir, para muchos indiferente. Escribir sin trucos, insistía. Entonces ¿por qué no recordar esa fórmula escondida en algunas de sus novelas inconclusas: "Si tienes un limón, lo cortas por la mitad, exprimes unas gotas en una taza y dejas la corteza dentro. Después estrujas las fresas silvestres en la taza, lavas el aserrín de un trozo de hielo de la nevera, lo añades a las fresas, llenas la taza de whisky escocés White Horse y remueves hasta que todo está mezclado y frío".

Es inobjetable que la complicidad de esta literatura con la vida apuntaba a su embellecimiento o a la revelación de sus miserias en esos ritos que de tanto repetirlos se perdían en el vacío. ¿Se imaginan ustedes a los contrabandistas del Caribe colombiano cuando los bebedores de Cartagena de Indias abandonaron el cognac y el brandy y se entregaron con entusiasmo al whisky Caballo Blanco lo que hubiera significado reconocer en la literatura una misteriosa dignidad que celebra y concita? Estos vislumbres apuntan a mostrar algunas de las circunstancias que llevan a Ni siquiera la lluvia, la novela de Alberto Duque López que nos reúne, a tener como personaje a Ernest Hemingway. Es un reto por cuanto Papa, de acuerdo a lo antes anotado, se construyó como su propio personaje.

La estrategia narrativa de Duque López consiste en destruir las nociones tradicionales de tiempo y espacio en la novela para entregarse al designio del lenguaje como imán que llama y repele las esquirlas de una memoria arbitraria, pero fiel y amorosa. Por eso su voz parte de una probable mujer de la servidumbre que auxiliaba en las labores de Finca Vigía en San Francisco de Paula en los altos frescos de las afueras de La Habana.

Ustedes saben que en aquellos convulsivos años sesenta de Colombia, el movimiento literario de los autollamados nadaístas escupía hostias en Medellín, rechazaba los protocolos de la Academia de la Lengua sobre el lenguaje y la moral media, se inclinaba hacia algunos parentescos con el existencialismo europeo para reclamar ideas y sentimientos a una literatura considerada como una estafa. A las orillas de este escándalo, que es curioso, hoy cumple cincuenta años, y que dejó en el camino a muertos, místicos y sobrevivientes, surgió una narrativa con una propuesta interesante y novedosa, cuyos exponentes principales fueron Alberto Sierra, Fanny Buitrago, Alberto Duque López y Germán Pinzón. Estos hicieron evidente una distancia, abismo o ruptura con la masa que constituía la literatura nacional. Germán Espinosa, en sus memorias recientes, La verdad sea dicha, hace una descripción del estado de la literatura nacional por ese entonces y la caracteriza como una narrativa atrapada en un realismo elemental y de poca gracia.

Hacia 1968, Duque López obtiene el Premio Nacional Esso de Novela. Una saludable polémica se dio alrededor de Mateo el flautista, a propósito de la concepción misma de la novela. Un lenguaje renovador por la incorporación de palabras y modos cuya fuente era el habla; una historia fragmentada y sin intención reconocible; un ejercicio de lo lúdico; y cierta inocencia dieron forma a un mundo que se venía anunciando en cuentos anteriores. En especial "Danza húngara número 5" y "1, 2, 3, 4"…

En Mateo el flautista, se asomaban elementos que más tarde, en obras posteriores, constituirían obsesiones literarias de su autor. Allí estaban el circo, la música, la presencia rememorativa o aplicada de procedimientos narrativos del cine, los asesinos y contrabandistas, el cuerpo como materia de la erótica y también de la destrucción, la antropofagia. Duque López no hace sicologismos, fiel a ciertos autores del nouveau roman francés. Él narra. Ese es su designio: narrar.

Con los años Alberto Duque López fue publicando otras novelas: Mi revólver es más largo que el tuyo, El pez en el espejo, Alejandra, Muriel, mi amor. En ellas se consolidó un estilo hecho de frases cortas, poesía discreta y una inclinación manifiesta por historias donde el amor, y su erotismo desesperado, son derrotados por la muerte. Pienso que con Ni siquiera la lluvia, este novelista cierra un ciclo que tiene mucho que ver con el cuerpo. Desde los ritos de antropofagia, pasando por las mujeres muertas a golpe de garrote, el cuerpo humano embalsamado en un closet, el viejo guardaespaldas a quien le matan a sus protegidos.

Hasta esta novela en la cual el personaje ha desaparecido y apenas queda la posibilidad de reinvención mediante el lenguaje. La trama no tiene rebuscamientos: una mujer humilde de los suburbios de La Habana recupera sin orden cronológico y con un asombro ingenuo los días de Hemingway en Finca Vigía.

Ya antes el novelista Manuel Zapata Olivella había sido tentado por la figura de Hemingway. De manera particular en el Hemingway cazador en África. Así resulta que el novelista estadounidense tiene tres autores: él mismo que construyó de manera laboriosa y dramática su propio personaje a semejanza de él; Manuel Zapata Olivella y Alberto Duque López. La fluidez del lenguaje de Ni siquiera la lluvia, la ternura elemental del personaje que rememora a impulsos de su afecto por el novelista, y los dramas de la fatalidad que van cercando la vida de Papa, construyen una imagen más dolorosa y cercana de ese hombre que alguna vez dijo: "Yo solía tratar de escribir mejor que ciertos escritores ya muertos de cuyo valor yo estaba seguro. Pero desde hace mucho tiempo he tratado simplemente de escribir lo mejor que pueda. Algunas veces tengo suerte y escribo mejor de lo que puedo". Ahora él está muerto y queda esta novela donde su ausencia es sustituida por las palabras que lo evocan y de alguna manera lo celebran y lo siguen despidiendo.

Alberto Duque López, Ni siquiera la lluvia


Me llamo Amarilis.
Tengo quince años. No, tengo ochenta. No, tengo cien.
Ya no sé. Ya no recuerdo.
Ya no me importa saberlo. ¿Lo sabes? ¿Lo sé?
Mientras, miro por la ventana y descubro un paisaje que no me pertenece, que no identifico, que no lo tengo guardado en los bolsillos de esta bata azul que me queda muy ancha, que me queda muy larga, que me queda muy amplia.
Mientras, miro por la ventana e intento saber dónde estoy, mientras, contemplo las palomas que tiemblan.
¿Tiemblan de frío?
¿Tiemblan de calor?
¿Tiemblan de hambre?
¿Tiemblan de tristeza?
No sé, lo único que recuerdo es mi nombre pero, ahora, sentada mientras miro por la ventana ya no estoy segura, ya no estoy segura de mi nombre, ya no sé cómo me llamo, ¿nunca supe cómo me llamo?
A veces una joven que entra vestida de blanco, que abre la puerta, que empuja un carrito con comida, que me dice buenos días señora Amarilis y que yo le digo, buenos días.
No me importa, no recuerdo, no quiero recordar si de verdad me llamo así, Amarilis, como esas flores que recogía en los jardines de la casa.
¿Recuerdas, Papa?
¿Recuerdas los jardines donde crecían las flores y los gatos jugaban, cazando mariposas y los jardineros cortaban las rosas mientras la señora Mary les gritaba en inglés y no le importaba que la entendieran, que no la entendieran?
¿Recuerdas que los gatos y los perros se iban muriendo y que los enterrábamos en las tumbas llenas de flores?
Papa, ¿me oyes?
Estás sentado al otro lado de la habitación y la joven vestida de blanco, cuando entra, no te mira, no puede mirarte, no sabe mirarte.
¿No me mira o no puede mirarme?
Ahí estás, silencioso, con esa sonrisa socarrona y tu barba blanca y tu guayabera azul clarito (prefiero decir azucarito, pero entonces no me entenderías, claro), sentado al otro lado de la habitación.
Me llamo Amarilis, ¿me llamo Amarilis?, tú me cambiaste el nombre cuando nos conocimos.
¿Recuerdas?, mi madre me llevó a la casa y te dijo que yo podía trabajar, ¿me dijo que podías trabajar?, y me preguntaste el nombre, y te lo dije, entonces alzaste una de tus manos grandotas y me miraste.
¿Recuerdas cómo me mirabas, como tratando de adivinar lo que yo estaba pensando?
Me miraste y susurraste no importa, niña, de ahora en adelante te llamarás Amarilis.
No entendí pero me gustó la palabra.
No recuerdo más, fue una sensación pequeña como caminar por la playa en San Francisco de Paula, sintiendo el olor a pescado, a madera mojada, a sudor de los pescadores, al sudor tuyo, Papa, que olías a sudor mientras llegabas con la cara muy roja después de pescar varios días en el Golfo.
Todo eso lo había olvidado pero, de repente lo recuerdo y cuando creo que puedo retenerlo, desaparece, como el agua entre las manos y muevo la cabeza, así, como el Pilar cuando se mecía en la corriente del Golfo y como que algunos recuerdos vienen y se van, vienen y se van, y entonces que me duele la cabeza y prefiero no pensar, no hablar, no abrir los ojos, no moverme.
Entonces te veo sentado al otro lado de la habitación que tiene las paredes azul clarito (quiero decir azucarito, me gusta más) y siento que me acompañas y entonces vuelvo a recordar a pedazos, como si fueran jirones de la vela de una barca, extendida sobre la arena, y por eso recuerdo, no sé si los recuerdos sean verdaderos pero no me importa, pero ahora, quiero recordar los recuerdos, no puedo.
Se borraron, como si fueran mis manos limpiando los pisos y los muebles y las paredes y las ventanas y las cortinas.
¿Recuerdas, Papa, en Ketchum, esa mañana de julio cuando me la pasé varias horas con escobas, baldes, traperos, jabón y toallas tratando de limpiar la sangre que dejaste después de dispararte con la escopeta de matar tigres?
Nunca entendí tus chistes, nunca entendí tu humor para burlarte de cosas tan serias como la muerte.
Una noche, ¿recuerdas?, todos quedaron sorprendidos en la Finca.
Estaban en la sala grande que tiene ventanas al jardín de la entrada. Si me preguntas hace cuánto no voy a la casa, te respondo: desde cuando nos fuimos a Ketchum.
No, mentira, varios meses después acompañé a la señora Mary que regresó a repartir las cosas entre los sirvientes y estuvo todo el mundo en la Finca.
¿Estuvi Fidel?
Estuvo Fidel.
¿Qué dijo?
Estuvo callado, conmovido, triste.
¿Qué hizo Mary?
Llegó a La Habana vestida de negro, hasta el cuello, pero el calor y la humedad la obligaron a cambiarse de ropa y ponerse algo más ligero, más cómodo.
¿Estaba triste?
Ella siempre fue una mujer valiente, dura.
¿Qué pasó en la Finca?
Fue muy rápido, muy sencillo porque leyeron el testamento en que dejabas cosas a varias personas y la casa a los empleados pero, al final, la casa se volvió un museo.
¿Un museo?
Un museo donde los visitantes entran y recorren los cuartos y miran cómo vivíamos, bueno, cómo vivían y todo fue muy sencillo.
¿Cómo haces para recordar todo esto?
No sé.
¿Por qué recuerda cosas y otras, no?
No sé.
¿Qué era lo que decías sobre que yo me burlo de la muerte?
Que los invitados estaban en la sala, bebiendo ron, compartiendo unas galletas con paté francés, haciendo bromas y escuchando algunos discos.
Entonces apareciste, de sorpresa, con la escopeta en la mano, los miraste uno a uno: el señor Errol, el señor Gary, la señora Ingrid tan linda, la señora Ava tan perra, el señor Burt, la señora Mary, no sé si estaba uno de tus hijos, y otros que no recuerdo, los miraste uno a uno y les dijiste.
Les dije: miren cómo me voy a matar.
Entonces ensayaste cómo sería tu suicidio.

sábado, 14 de junio de 2008

Alberto Duque López en "Noche de narradores"

Miércoles 18 de junio, 6p.m.:

ALBERTO DUQUE LÓPEZ EN "NOCHE DE NARRADORES"

El escritor barranquillero Alberto Duque López será el invitado especial a la tercera sesión del foro-tertulia Noche de narradores, con su novela Ni siquiera la lluvia. De esta manera, el Departamento de Humanidades y Letras y el Taller de Escritores Universidad Central (TEUC), siguen en suinterés por dialogar entorno al mundo literario y dar a conocer algunas obras y autores de la literatura nacional y universal.

Como acto inicial, se proyectará una entrevista de George Plimpton al escritor y periodista norteamericano Ernest Hemingway, realizada en mayo de 1954. Roberto Burgos, escritor cartagenero, estará a cargo de la presentación de Ni siquiera la lluvia, de Alberto Duque López, ganador del Premio Nacional de Novela ESSO (1968), con Mateo el flautista. Los asistentes tendrán la oportunidad de conversar con el escritor, acerca del proceso de creación literaria.

Finalmente, Fabiola Ramos, Gerente de la editorial Gaviota, hablará del acercamiento entre los escritores y las editoriales, y sobre el proceso de publicación.

Lugar: Biblioteca Universidad Central Sede Centro (carrera 5 # 21- 65). ENTRADA LIBRE.

Mayor información:
Departamento de Humanidades y Letras
Universidad Central
Carrera 5 # 21-38
Conmutador:323 9868 Ext. 312 / Telefax: 3423790 http://www.nochedenarradores.blogspot.com/

jueves, 5 de junio de 2008

“Noche de narradores” en manos de Lara

NAHUM MONTT PRESENTÓ SU MÁS RECIENTE NOVELA


Con la frase:"Los jóvenes son extranjeros de la historia de nuestro país", Nahum Montt concluyó el conversatorio sobre su novela más reciente, Lara, en Noche de narradores, donde Melba Escobar, Aleyda Gutiérrez, y parte de los asistentes opinaron sobre la novela.

La segunda sesión de Noche de narradores, realizada el miércoles 4 de junio, comenzó con una lectura, colectiva y en silencio, de la entrevista “Profunda América”, con el escritor norteamericano Richard Ford, realizada por el periodista español Pablo Guimón.

Pa
ra entrar en materia, las estudiosas y críticas Melba Escobar y Aleyda Gutiérrez hicieron un análisis de Lara, en la cual manifestaban la riqueza literaria de la obra “al ser una novela que superpone el lenguaje literario a los acontecimientos de la historia, lo que permite que esta sea leída en una sentada”. Además, rescataron los recursos elípticos utilizados por el autor, lo que obliga al lector a indagar sobre algunos temas que le ayuden a completar el rompecabezas de la historia de Rodrigo Lara Bonilla, personaje principal de la obra. También, se valoró el contenido verosímil de la novela, siendo un relato construido, en su mayoría, a través de la ficción.



Finalmente, Nahum habló de cómo construyó la obra, los personajes, los paisajes, y de los cuatro años de trabajo intenso que le tomó la investigación y su escritura.
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Lara: la historia latente en el corazón de lo mundano
Nahum Montt.

Por: Melba Escobar

La novela comienza con una descripción precisa de la oficina que Lara entraba a ocupar como Ministrio del Interior durante el Gobierno de Betancourt. El lector recorre la oficina con el mismo extrañamiento con que el recién nombrado Ministro de Justicia observa las baldosas enceradas, el imponente mobiliario y el letrero que lo designa Ministro de Justicia.

Ya en esas dos primeras páginas se deja entrever un verdadero narrador. Alguien con la pluma medida, aguzada para crear imágenes vivaces sin caer en excesos. Detalles del orden de un teléfono color naranja, nos llevan inevitablemente a una oficina pública de los años ochenta. En ese espacio de techos altos y ventanales, Lara sostiene una conversación con Guillermo Cano, mientras este se fuma un cigarrillo mentolado. Los diálogos son entrecortados, como en la vida real. También en ellos, como en la novela toda, el lector tiene la sensación de haber llegado a medio camino y, como en la vida, tiene el impulso de ponerse al día.

Lara es una novela que se lee de una sentada. A esto contribuye en gran medida su ritmo ágil, la precisión y eficacia del lenguaje, pero sobre todo, el uso de la elipsis, que la aborda y la contiene. Desde el manejo de los diálogos hasta la estructura misma son intersticios permeados de silencios que el lector debe ir completando como en un rompecabezas.
Del mismo modo como cabalga entre silencios, la novela cabalga entre realidad y ficción. De los hechos puros y contundentes que ilustran a la manera de la prensa y su tono factual, a una línea de diálogo que nos devuelve al escenario donde Cano y Lara conversan sobre el modo en que el narcotráfico se va infiltrando en los resquicios de la sociedad colombiana, el autor maneja una línea muy delgada, en un juego que resulta novedoso al explorar los límites entre la realidad con mayúsculas que se maneja en los medios y se registra en la historia, y esa otra realidad hecha a caladas de cigarrillo, cunchos de café y palabras entrecortadas que van tejiendo los hombres sin saberlo.

Lara sorprende cuando nos muestra a un guerrero entre edificios grises, cachaquismos anacrónicos y tintos recalentados. Captura la atmósfera de los escenarios de la política, como captura el de un hogar corriente, donde un héroe en pantuflas se deshace el nudo de la corbata para jugar con su niño antes de acostarlo a dormir.

La novela es también un recorrido por una época violenta, donde la mafia permeaba el Senado, la empresa privada, las contiendas electorales, en una radiografía de país que mucho se parece al de ahora y que mucho tiene para decirnos sobre la historia de Colombia y su propio movimiento elíptico.

Lara es un valiente esfuerzo por rescatar la historia del olvido, por volverla a contar y a recordar, por regresar al punto en donde nos quedamos sin entender, a ver si esta vez entendemos más, o a ver si por lo menos recordamos.

miércoles, 4 de junio de 2008

Nahum Montt - Lara


Nahum Montt nació en Barrancabermeja, Colombia, en 1967. Es egresado de Literatura de la Universidad Nacional y Maestría en Educación en la Universidad Externado de Colombia, además cursó el Taller de Escritores Universidad Central (TEUC).

Nahum es autor de las novelas Midnight dreams (1999), El Eskimal y la Mariposa, con la cual obtuvo el Premio Nacional de Novela 2004; Versado en desdichas, biografía de Miguel de Cervantes Saavedra (2006), y Lara (2008).

Actualmente se desempeña como Coordinador de la Red Nacional de Talleres del Ministerio de Cultura (Renata).

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Basada en hechos reales, esta novela policiaca, Lara, recrea con ritmo vertiginoso y eficacia narrativa una de las épocas más duras de la historia reciente de Colombia. A continuación, el primer capítulo.
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LARA
PRIMER CAPÍTULO





Lara había escuchado el rumor el día anterior pero le restó importancia, después de todo, no sería la primera ni la última vez que estaría frente al paredón. Quince años en la política le permitían tomar ese tipo de situaciones como una tendencia natural de su oficio. Él denunciaba y los demás lo atacaban. Acción, reacción, pensó, así de sencillo, ¿no era acaso predecible?

Se desentendió del tema y se dedicó al trasteo, como llamaba a aquella maratón de hombres cargando cajas, con sus caras empapadas de sudor, dejándolas en el primer rincón que encontraban desocupado, después de subir los tres pisos hasta allí.

La oficina era mucho más grande de lo que había imaginado. Le gustaban los muebles en cuero, las ventanas enormes por donde entraba un gran chorro de luz y podía ver los tejados de barro de las casas coloniales de alrededor. Al fondo, la mesa de juntas para diez personas estaba presidida por un cuadro en plumilla de campesinos con ruanas y sombreros caminando por una calle del siglo xix.

En el centro de la pequeña sala, con un sillón enorme y cómodo, cuatro sillas alrededor y una mesa para tomar café, la bandera tricolor con el escudo tejido en hilos de oro ondeaba con la brisa de la tarde. En el otro extremo, cerca al escritorio y la mesa auxiliar con cuatro teléfonos, Nancy, su esposa, con voz tranquila y suave, lo excusaba de reuniones, homenajes y entrevistas con una palabra bella y convincente: empalme.

Pero aún le faltaba mucho para moverse con seguridad por aquel espacio y le costaba quitarse de encima la sensación de estar en una oficina ajena. Lo único claro era que no tenía tiempo para preocuparse por chismes de cocteles.

Hasta que recibió la llamada, que pasó por el filtro de Martha, su secretaria personal y de la palabra empalme de Nancy.

«¿Te puedes pasar por acá?», le dijo Guillermo Cano por teléfono.
Lara consultó primero su reloj y luego la agenda abierta sobre el escritorio. A las tres de la tarde, decía: Coronel Ramírez (Dirección Nacional Antinarcóticos) y él había añadido, con su letra inclinada hacia delante, Otro trasteo.

«Es importante», dijo Cano con aquella voz monocorde, sin emoción, que tanto lo intimidaba.

Entró en el baño y tuvo dificultades para encontrar el interruptor, escondido de trás de una toalla sucia, que colgaba como un gato muerto al lado del lavamanos. El grifo tartamudeó y escupió el agua fría. Se lavó hasta quitarse las manchas de polvo de sus dedos. Pasó las manos húmedas por la cara y se secó con el pañuelo.

Durante algunos segundos en el espejo, lamentó tener más cara de actor de telenovela que de político. Sus cabellos negros, lisos, abundantes y sus ojos negros, brillantes, de mirada controlada dejaban flotar esa expresión de frágil ternura, típica de un joven enamorado a punto de decir: «necesito cariño».

Sin embargo, cuando apretaba los labios y fruncía el ceño, se abría de golpe aquel aire misterioso de fuerte empuje y dominio de sí mismo, que generaba un efecto amenazante, perturbador.

Intentó en vano domesticar el mechón rebelde que caía sobre su frente y se resignó a definir la línea pareja de su peinado. Ajustó el nudo de la corbata y se vio metido en aquel traje negro como si fuera una apariencia completa y compacta.

Le dio un último vistazo a las huellas dejadas por los hombres sobre la alfombra e ignoró las cajas repartidas en cada rincón de la oficina.

Al salir contempló la placa pegada en la puerta de la entrada y un estremecimiento recorrió su columna vertebral.

En letras doradas sobre fondo negro decía: Ministro de Justicia.


Lara caminó por el pasillo de baldosas relucientes y se adentró en el laberinto de cubículos de la sala de redacción. Con un movimiento de cabeza saludó a los periodistas que salían del ensimismamiento para sonreírle.

En el fondo de aquel recoveco de divisiones de cartón prensado estaba Guillermo Cano, detrás de una mesa donde apenas cabía su máquina de escribir Fagit. Estaba despeinado, como siempre, con los cabellos blancos cayendo sobre sus lentes verdes.

Cano se levantó y lo saludó.
—Espérame a que llegue a un punto.
Tecleó un par de frases más con los dedos índices, mientras Lara se entretuvo mirando la fotografía ampliada en blanco y negro, que parecía flotar en aquella sala iluminada con lámparas de neón y claraboyas que dejaban pasar la luz de la tarde.

La fotografía enmarcada que colgaba en la pared del fondo mostraba a un payaso despeinado, sin nariz postiza ni gorro, que lloraba al abrazar a un niño.

Cano dejó a un lado la máquina y caminó con pasos cortos, leves, como si apenas tocara el piso.

En la antesala de su oficina, dejó caer un «quihubo» a su secretaria y le abrió la puerta para que siguiera. Fue hasta la mesa auxiliar, se sirvió de un termo y regresó con dos pocillos desechables.

Aunque se acercaba a los sesenta, con preinfarto incluido, y a pesar de estar siempre metido en su traje de paño de tres piezas, Cano conservaba el aire juvenil de los adolescentes. Sus cabellos lisos, blancos, que asaltaban su frente en un remolino desparramado, le imprimían aquel aire travieso y elegante, contrastado sólo por la piel tostada por el sol, los gestos delicados y esa voz rasgada, suave, profunda; con una dicción tan depurada que cada palabra se cargaba con los años de su madurez.

Lara tenía grabada la imagen de otra fotografía y siempre le era difícil sustraerse de ella. Lo veía de nuevo, treinta y cinco años atrás, cuando quemaron El Espectador en los desórdenes de 1948; Guillermo Cano en cuclillas, con los cabellos negros, alborotados y las mismas gafas y el mismo traje de paño, rescatando algunos libros de los escombros dejados después del saqueo.

Y de aquel Cano en cuclillas rodeado de papeles, tarros y bolsas, junto a un armario con las patas arribas, saltó para verlo, con aire cansado, retraído, escarbando en el desorden natural de su escritorio.

Buscó detrás del almanaque con anotaciones en estilógrafo negro, debajo de un manojo de papeles junto al teléfono color naranja, hasta que encontró la cajetilla de mentolados.

Encendió un cigarrillo y lanzó la primera bocanada.
—El lagarto de política me lo contó ayer.
Lara se pasó la mano por la frente. Probó el café y miró las bolitas rojas y las anotaciones implacables de El muro de la infamia, donde siguiendo la tradición de su padre, Cano colgaba las burradas cotidianas que escribían sus redactores.
—No se habla de otra cosa en los pasillos del Congreso.
Lara ni siquiera lo dudó:
—La gente de Santofimio.
—¿Cuál gente? —preguntó Cano.
—Ortega y Lucena. Hace dos años tuvimos un incidente con ellos.
—En realidad fue más que un incidente —aclaró Cano, buscando ahora el cenicero—. Junio del ochenta y uno, Parque Berrío en Medellín. ¿Voy bien, señor Ministro?
—Hice una llamada a Bogotá —continuó Lara—. «Malas noticias», me dijeron al otro lado de la línea, «problemas con Ortega y Lucena en Medellín». Yo apunté un número y colgué.

Dos años antes, nadie creía ni en Lara ni en Galán ni en el Nuevo Liberalismo y estaban felices de que cualquier movimiento se adhiriera a ellos.

—Le expliqué la situación a Galán. Recuerdo muy bien lo que me dijo: «¿Cómo dejaron pasar eso?». Y luego me insistió: «Necesitamos una carta, que quede por escrito que no nos hacemos responsables».

Entonces Lara llamó al número que había apuntado y dictó la frase: «Rogamos modificar su lista de Cámara de Representantes en el renglón de su primera suplencia. Rogamos modificar ese lamentable error».

Nunca respondieron y una semana después fue el mismo Galán quien dictó la carta rechazando cualquier vínculo con Ortega y Lucena.

—En junio del ochenta y uno, en Medellín, hicimos pública la situación. Fuimos
muy claros, preferimos perder esos votos y no perder nuestra dignidad.
Lara miró a través de la ventana, detrás del escritorio de Cano, la bandera roja con la banda blanca en el centro, sacudida por el viento de la tarde.
—¿Y el nombre del lamentable error? —preguntó Cano.
Lara respiró profundo y lo dijo en un susurro:
—Pablo Escobar.

No todos pensaban como ellos. De hecho, pocos pensaban como ellos. La iglesia creía que los dineros de los narcotraficantes se purificaban cuando ingresaban a sus arcas y los otros políticos, incluyendo a los de su mismo partido, habían dicho que no importaba de donde provenía la plata, sino hacia donde se dirigía.

Ortega y Lucena fueron acogidos con los brazos abiertos por el movimiento de Santofimio. Fueron elegidos y Escobar, como suplente de la Cámara de Representantes, obtuvo inmunidad parlamentaria. Ortega, Lucena, Santofimio y Escobar se pasearon no sólo por los pasillos del Congreso de la República sino
por el mundo entero. Viajaron a Europa y Estados Unidos, donde Escobar se hizo tomar fotos en la misma entrada de la Casa Blanca.

Entonces Lara, con el apoyo del Nuevo Liberalismo, planteó la discusión que los medios llamaron «El debate de los dineros calientes».

Y se alborotó el avispero.
Santofimio envió una carta a Guillermo Cano que le publicó en El Espectador.
«Bastó que el señor representante Escobar Gaviria adhiriera a nuestro movimiento para que empezaran a lanzarse toda clase de suspicacias sobre su fortuna».

Argumentaba que todas las actividades de Pablo Escobar eran lícitas y que no tenía vínculo alguno con procesos judiciales.

Ortega fue más allá y declaró ante los medios: «Estamos en capacidad de demostrar que los diferentes movimientos políticos que tienen asiento en el Congreso y los últimos Presidentes de la República han sido elegidos mediante la colaboración de personas vinculadas de una u otra forma a los llamados dineros calientes».

Escobar remató, acusando a la campaña liberal por la presidencia de recibir dineros del narcotráfico. Algunos hablaban de veintitrés, otros de veintiséis millones de pesos.

—Aún no se ponen de acuerdo.
Un mes antes, en calidad de senador del Nuevo Liberalismo, Lara había citado de manera formal a un debate al entonces Ministro de Justicia, para que aclarara las denuncias de Ortega y Lucena.

Pero ocurrió lo inesperado. El Presidente lo llamó a su despacho y le ofreció la cartera de Justicia. Lara se había posesionado una semana antes, y ese martes 16 de agosto de 1983 tenía que estrenarse en un debate que él mismo había citado y defenderse, además, de Santofimio y Pablo Escobar, quienes movían los hilos de Ortega y Lucena.

—Esperan hacerte pasar un mal rato.
A través de los lentes verdes, los ojos de Guillermo Cano brillaron perspicaces.
—Dicen que tienen pruebas.
Apagó el cigarrillo en el cenicero.
—¿Qué piensas hacer?
Lara tomó un sorbo de café y frunció el ceño.

(Tomado de Lara, Bogotá, Alfaguara, 2008)