martes, 24 de junio de 2008

Alberto Duque López narró en la noche

Alberto Duque López, sentado frente al auditorio, disimula, con sobriedad, la riqueza de sus gestos. Aquellos mismos que él le atribuye a su origen costeño y que hacen que la gente fije la mirada en el leve movimiento de sus manos. Sus ojos, rojos y pequeños, se esconden tras un par de muros de vidrio que parecen ya naturales. Su pelo blanco, que se confunde con el color de su camisa, no deja que mienta respecto de su experiencia como escritor: años de letras, de hojas y de tintas que salen de su boca, pausados como si el tiempo no los dejará correr.

Unos instantes antes de comenzar con la lectura de la entrevista a Ernest Hemingway por George Plinptom, Alberto Duque se encontraba del lado del público, y desde allí corregía, con la seguridad que su conocimiento de Hemingway le da, los nombres de algunos libros del escritor norteamericano mal escritos en la proyección.

El público en silencio fija su mirada en la pared que refleja los años y años de experiencia que el mismo Hemingway expresaba a regañadientes. A la pregunta de Plinptom, “¿Es necesaria la estabilidad emocional para escribir bien? Usted me dijo una vez que sólo podía escribir bien cuando estaba enamorado”, el Premio Nobel responde: ¡Vaya pregunta! Pero hay que felicitarlo por el intento. Uno puede escribir en cualquier momento en que la gente lo deje quieto y no lo interrumpa. O, más bien, uno puede hacerlo si es lo bastante despiadado al respecto. Pero cuando mejor se escribe es indudablemente cuando se está enamorado. Si a usted no le importa, yo preferiría no entrar en detalles.

Y así como Alberto Duque López conoce toda la vida de Hemingway, Roberto Burgos Cantor, también, se expresa como si conociera toda la obra de Alberto Duque López. Sentado a su lado, lee las consideraciones acerca de la obra del escritor costeño. “La estrategia narrativa de Duque López consiste en destruir las nociones tradicionales de tiempo y espacio en la novela para entregarse al designio del lenguaje como imán que llama y repele las esquirlas de una memoria arbitraria, pero fiel y amorosa”, dice Burgos como cuidando que su entonación siga la cadencia de sus ideas.

Ahora, como si la lengua comandara el ritmo que deben seguir sus ojos en la lectura, Alberto lee las primeros cinco líneas y la parte final de su libro Ni siquiera la lluvia. Por momentos, su voz se confunde con la de Amarilis, personaje principal de la novela. Es más, esa fonética caribeña que siempre logra abarcar algunos acentos de diferentes naciones, o mejor aún, congregar a personas de diferentes naciones en un solo acento, sale de Duque como dicha por Amarilis. “Me llamo Amarilis. Tengo quince años. No, tengo ochenta. No, tengo cien. Ya no sé. Ya no recuerdo”, lee Duque.

Contagiado por el calor de su obra y del auditorio, Duque comienza a narrar anécdotas de su juventud que parecen competir con aquellos recuerdos que busca transmitir Amarilis a Hemingway en Ni siquiera la lluvia.

Con risas compartidas entre escritor y auditorio, las manos de Duque se mueven como si así ayudará a tejer aquellas viejas anécdotas que tendría para contar: sus inicios como periodista, sus viajes a los Estados Unidos y a Cuba, y su experiencia como escritor.

Y para que el calor de la conversación no abandone a los asistentes, Alberto Duque López entrega para rifar dos ejemplares de Mateo el flautista, ganadora del Premio Esso de Novela en 1968.


Texto: Juan Diego Valencia Martínez
Fotografías: Joaquín Peña