miércoles, 18 de junio de 2008

Alberto Duque López, Ni siquiera la lluvia


Me llamo Amarilis.
Tengo quince años. No, tengo ochenta. No, tengo cien.
Ya no sé. Ya no recuerdo.
Ya no me importa saberlo. ¿Lo sabes? ¿Lo sé?
Mientras, miro por la ventana y descubro un paisaje que no me pertenece, que no identifico, que no lo tengo guardado en los bolsillos de esta bata azul que me queda muy ancha, que me queda muy larga, que me queda muy amplia.
Mientras, miro por la ventana e intento saber dónde estoy, mientras, contemplo las palomas que tiemblan.
¿Tiemblan de frío?
¿Tiemblan de calor?
¿Tiemblan de hambre?
¿Tiemblan de tristeza?
No sé, lo único que recuerdo es mi nombre pero, ahora, sentada mientras miro por la ventana ya no estoy segura, ya no estoy segura de mi nombre, ya no sé cómo me llamo, ¿nunca supe cómo me llamo?
A veces una joven que entra vestida de blanco, que abre la puerta, que empuja un carrito con comida, que me dice buenos días señora Amarilis y que yo le digo, buenos días.
No me importa, no recuerdo, no quiero recordar si de verdad me llamo así, Amarilis, como esas flores que recogía en los jardines de la casa.
¿Recuerdas, Papa?
¿Recuerdas los jardines donde crecían las flores y los gatos jugaban, cazando mariposas y los jardineros cortaban las rosas mientras la señora Mary les gritaba en inglés y no le importaba que la entendieran, que no la entendieran?
¿Recuerdas que los gatos y los perros se iban muriendo y que los enterrábamos en las tumbas llenas de flores?
Papa, ¿me oyes?
Estás sentado al otro lado de la habitación y la joven vestida de blanco, cuando entra, no te mira, no puede mirarte, no sabe mirarte.
¿No me mira o no puede mirarme?
Ahí estás, silencioso, con esa sonrisa socarrona y tu barba blanca y tu guayabera azul clarito (prefiero decir azucarito, pero entonces no me entenderías, claro), sentado al otro lado de la habitación.
Me llamo Amarilis, ¿me llamo Amarilis?, tú me cambiaste el nombre cuando nos conocimos.
¿Recuerdas?, mi madre me llevó a la casa y te dijo que yo podía trabajar, ¿me dijo que podías trabajar?, y me preguntaste el nombre, y te lo dije, entonces alzaste una de tus manos grandotas y me miraste.
¿Recuerdas cómo me mirabas, como tratando de adivinar lo que yo estaba pensando?
Me miraste y susurraste no importa, niña, de ahora en adelante te llamarás Amarilis.
No entendí pero me gustó la palabra.
No recuerdo más, fue una sensación pequeña como caminar por la playa en San Francisco de Paula, sintiendo el olor a pescado, a madera mojada, a sudor de los pescadores, al sudor tuyo, Papa, que olías a sudor mientras llegabas con la cara muy roja después de pescar varios días en el Golfo.
Todo eso lo había olvidado pero, de repente lo recuerdo y cuando creo que puedo retenerlo, desaparece, como el agua entre las manos y muevo la cabeza, así, como el Pilar cuando se mecía en la corriente del Golfo y como que algunos recuerdos vienen y se van, vienen y se van, y entonces que me duele la cabeza y prefiero no pensar, no hablar, no abrir los ojos, no moverme.
Entonces te veo sentado al otro lado de la habitación que tiene las paredes azul clarito (quiero decir azucarito, me gusta más) y siento que me acompañas y entonces vuelvo a recordar a pedazos, como si fueran jirones de la vela de una barca, extendida sobre la arena, y por eso recuerdo, no sé si los recuerdos sean verdaderos pero no me importa, pero ahora, quiero recordar los recuerdos, no puedo.
Se borraron, como si fueran mis manos limpiando los pisos y los muebles y las paredes y las ventanas y las cortinas.
¿Recuerdas, Papa, en Ketchum, esa mañana de julio cuando me la pasé varias horas con escobas, baldes, traperos, jabón y toallas tratando de limpiar la sangre que dejaste después de dispararte con la escopeta de matar tigres?
Nunca entendí tus chistes, nunca entendí tu humor para burlarte de cosas tan serias como la muerte.
Una noche, ¿recuerdas?, todos quedaron sorprendidos en la Finca.
Estaban en la sala grande que tiene ventanas al jardín de la entrada. Si me preguntas hace cuánto no voy a la casa, te respondo: desde cuando nos fuimos a Ketchum.
No, mentira, varios meses después acompañé a la señora Mary que regresó a repartir las cosas entre los sirvientes y estuvo todo el mundo en la Finca.
¿Estuvi Fidel?
Estuvo Fidel.
¿Qué dijo?
Estuvo callado, conmovido, triste.
¿Qué hizo Mary?
Llegó a La Habana vestida de negro, hasta el cuello, pero el calor y la humedad la obligaron a cambiarse de ropa y ponerse algo más ligero, más cómodo.
¿Estaba triste?
Ella siempre fue una mujer valiente, dura.
¿Qué pasó en la Finca?
Fue muy rápido, muy sencillo porque leyeron el testamento en que dejabas cosas a varias personas y la casa a los empleados pero, al final, la casa se volvió un museo.
¿Un museo?
Un museo donde los visitantes entran y recorren los cuartos y miran cómo vivíamos, bueno, cómo vivían y todo fue muy sencillo.
¿Cómo haces para recordar todo esto?
No sé.
¿Por qué recuerda cosas y otras, no?
No sé.
¿Qué era lo que decías sobre que yo me burlo de la muerte?
Que los invitados estaban en la sala, bebiendo ron, compartiendo unas galletas con paté francés, haciendo bromas y escuchando algunos discos.
Entonces apareciste, de sorpresa, con la escopeta en la mano, los miraste uno a uno: el señor Errol, el señor Gary, la señora Ingrid tan linda, la señora Ava tan perra, el señor Burt, la señora Mary, no sé si estaba uno de tus hijos, y otros que no recuerdo, los miraste uno a uno y les dijiste.
Les dije: miren cómo me voy a matar.
Entonces ensayaste cómo sería tu suicidio.