Con los años fueron perdiendo curiosidad las incertidumbres irresueltas que la crítica literaria padeció al no lograr resolver el lugar que le correspondería a Ernest Hemingway en las escalas caprichosas y movibles de la gloria literaria. Siempre un buen número de lectores vuelve a sus libros o los abre por primera vez y se impregna de ese entrenamiento para el oído moderno que ha sido la cadencia austera y empobrecida con deliberación de su narrativa. Así lo había visto George Steiner. Algo que de cierta manera también ocurrió con Graham Greene. No faltan tampoco los viajeros curiosos que se topan con la sombra de de Papa, como se le llamó sin necesidad de confianza, en París, La Habana, Madrid, Venecia.
Los secretos del arte que ejercen los escritores que aprendió en sus años novicios de periodismo, proponiendo riesgos a las rutinas aburridas de la actualidad, lo marcaron para siempre: el conocimiento exhaustivo del tema; la visión directa; la preferencia por los verbos; la escogencia severa de los adjetivos. Es probable que sus riesgos mayores, sus accidentes múltiples –desde la ambulancia que recibe las explosiones de granadas y obuses hasta el avión pequeño destrozado en las estribaciones del Kilimanjaro– las haya padecido por esa búsqueda sin descanso de un saber que le permitía hacer de sus relatos breves un arte de la sugerencia. Aquello que con la lenta conciencia que se tiene sobre lo que se hace, él llamaría el iceberg, es decir, aquello que apenas se asoma, la deslumbrante condensación de algo cuyo fundamento está oculto, pero es posible saberlo.
Uno de sus ejemplos memorables lo constituye sin duda El gato bajo la lluvia. Así, la legítima y orgullosa expresión de Gustav Flaubert, "Madame Bovary soy yo", adquirió en Hemingway un sentido particular. Si bien soy de los que cree que esa presencia del alma del autor en sus personajes debe ser revisada en los tiempos que corren y que no se puede continuar acuñando un canon cuya función fue cumplida con creces y que hoy se enfrenta a un mundo de oprobio que desdice todo, a pesar de mi creencia, en Hemingway la idea flaubertiana fue llevada a un extremo de su tensión. De tanto querer conocer, para atreverse a escribirlo, Papa se volvía cada vez más parte de lo que conocía. Alguna vez lo dijo: "Cuando uno escribe sobre algo que no conoce lo que queda en la narración es un hueco."
Por supuesto sus revelaciones, presentadas sin los estropicios propios del temperamento de los descubridores, iban plasmándose en sus textos como acontecimientos propios de la vida diaria en su transcurrir, para muchos indiferente. Escribir sin trucos, insistía. Entonces ¿por qué no recordar esa fórmula escondida en algunas de sus novelas inconclusas: "Si tienes un limón, lo cortas por la mitad, exprimes unas gotas en una taza y dejas la corteza dentro. Después estrujas las fresas silvestres en la taza, lavas el aserrín de un trozo de hielo de la nevera, lo añades a las fresas, llenas la taza de whisky escocés White Horse y remueves hasta que todo está mezclado y frío".
Es inobjetable que la complicidad de esta literatura con la vida apuntaba a su embellecimiento o a la revelación de sus miserias en esos ritos que de tanto repetirlos se perdían en el vacío. ¿Se imaginan ustedes a los contrabandistas del Caribe colombiano cuando los bebedores de Cartagena de Indias abandonaron el cognac y el brandy y se entregaron con entusiasmo al whisky Caballo Blanco lo que hubiera significado reconocer en la literatura una misteriosa dignidad que celebra y concita? Estos vislumbres apuntan a mostrar algunas de las circunstancias que llevan a Ni siquiera la lluvia, la novela de Alberto Duque López que nos reúne, a tener como personaje a Ernest Hemingway. Es un reto por cuanto Papa, de acuerdo a lo antes anotado, se construyó como su propio personaje.
La estrategia narrativa de Duque López consiste en destruir las nociones tradicionales de tiempo y espacio en la novela para entregarse al designio del lenguaje como imán que llama y repele las esquirlas de una memoria arbitraria, pero fiel y amorosa. Por eso su voz parte de una probable mujer de la servidumbre que auxiliaba en las labores de Finca Vigía en San Francisco de Paula en los altos frescos de las afueras de La Habana.
Ustedes saben que en aquellos convulsivos años sesenta de Colombia, el movimiento literario de los autollamados nadaístas escupía hostias en Medellín, rechazaba los protocolos de la Academia de la Lengua sobre el lenguaje y la moral media, se inclinaba hacia algunos parentescos con el existencialismo europeo para reclamar ideas y sentimientos a una literatura considerada como una estafa. A las orillas de este escándalo, que es curioso, hoy cumple cincuenta años, y que dejó en el camino a muertos, místicos y sobrevivientes, surgió una narrativa con una propuesta interesante y novedosa, cuyos exponentes principales fueron Alberto Sierra, Fanny Buitrago, Alberto Duque López y Germán Pinzón. Estos hicieron evidente una distancia, abismo o ruptura con la masa que constituía la literatura nacional. Germán Espinosa, en sus memorias recientes, La verdad sea dicha, hace una descripción del estado de la literatura nacional por ese entonces y la caracteriza como una narrativa atrapada en un realismo elemental y de poca gracia.
Hacia 1968, Duque López obtiene el Premio Nacional Esso de Novela. Una saludable polémica se dio alrededor de Mateo el flautista, a propósito de la concepción misma de la novela. Un lenguaje renovador por la incorporación de palabras y modos cuya fuente era el habla; una historia fragmentada y sin intención reconocible; un ejercicio de lo lúdico; y cierta inocencia dieron forma a un mundo que se venía anunciando en cuentos anteriores. En especial "Danza húngara número 5" y "1, 2, 3, 4"…
En Mateo el flautista, se asomaban elementos que más tarde, en obras posteriores, constituirían obsesiones literarias de su autor. Allí estaban el circo, la música, la presencia rememorativa o aplicada de procedimientos narrativos del cine, los asesinos y contrabandistas, el cuerpo como materia de la erótica y también de la destrucción, la antropofagia. Duque López no hace sicologismos, fiel a ciertos autores del nouveau roman francés. Él narra. Ese es su designio: narrar.
Con los años Alberto Duque López fue publicando otras novelas: Mi revólver es más largo que el tuyo, El pez en el espejo, Alejandra, Muriel, mi amor. En ellas se consolidó un estilo hecho de frases cortas, poesía discreta y una inclinación manifiesta por historias donde el amor, y su erotismo desesperado, son derrotados por la muerte. Pienso que con Ni siquiera la lluvia, este novelista cierra un ciclo que tiene mucho que ver con el cuerpo. Desde los ritos de antropofagia, pasando por las mujeres muertas a golpe de garrote, el cuerpo humano embalsamado en un closet, el viejo guardaespaldas a quien le matan a sus protegidos.
Hasta esta novela en la cual el personaje ha desaparecido y apenas queda la posibilidad de reinvención mediante el lenguaje. La trama no tiene rebuscamientos: una mujer humilde de los suburbios de La Habana recupera sin orden cronológico y con un asombro ingenuo los días de Hemingway en Finca Vigía.
Ya antes el novelista Manuel Zapata Olivella había sido tentado por la figura de Hemingway. De manera particular en el Hemingway cazador en África. Así resulta que el novelista estadounidense tiene tres autores: él mismo que construyó de manera laboriosa y dramática su propio personaje a semejanza de él; Manuel Zapata Olivella y Alberto Duque López. La fluidez del lenguaje de Ni siquiera la lluvia, la ternura elemental del personaje que rememora a impulsos de su afecto por el novelista, y los dramas de la fatalidad que van cercando la vida de Papa, construyen una imagen más dolorosa y cercana de ese hombre que alguna vez dijo: "Yo solía tratar de escribir mejor que ciertos escritores ya muertos de cuyo valor yo estaba seguro. Pero desde hace mucho tiempo he tratado simplemente de escribir lo mejor que pueda. Algunas veces tengo suerte y escribo mejor de lo que puedo". Ahora él está muerto y queda esta novela donde su ausencia es sustituida por las palabras que lo evocan y de alguna manera lo celebran y lo siguen despidiendo.