miércoles, 4 de junio de 2008

Nahum Montt - Lara


Nahum Montt nació en Barrancabermeja, Colombia, en 1967. Es egresado de Literatura de la Universidad Nacional y Maestría en Educación en la Universidad Externado de Colombia, además cursó el Taller de Escritores Universidad Central (TEUC).

Nahum es autor de las novelas Midnight dreams (1999), El Eskimal y la Mariposa, con la cual obtuvo el Premio Nacional de Novela 2004; Versado en desdichas, biografía de Miguel de Cervantes Saavedra (2006), y Lara (2008).

Actualmente se desempeña como Coordinador de la Red Nacional de Talleres del Ministerio de Cultura (Renata).

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Basada en hechos reales, esta novela policiaca, Lara, recrea con ritmo vertiginoso y eficacia narrativa una de las épocas más duras de la historia reciente de Colombia. A continuación, el primer capítulo.
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LARA
PRIMER CAPÍTULO





Lara había escuchado el rumor el día anterior pero le restó importancia, después de todo, no sería la primera ni la última vez que estaría frente al paredón. Quince años en la política le permitían tomar ese tipo de situaciones como una tendencia natural de su oficio. Él denunciaba y los demás lo atacaban. Acción, reacción, pensó, así de sencillo, ¿no era acaso predecible?

Se desentendió del tema y se dedicó al trasteo, como llamaba a aquella maratón de hombres cargando cajas, con sus caras empapadas de sudor, dejándolas en el primer rincón que encontraban desocupado, después de subir los tres pisos hasta allí.

La oficina era mucho más grande de lo que había imaginado. Le gustaban los muebles en cuero, las ventanas enormes por donde entraba un gran chorro de luz y podía ver los tejados de barro de las casas coloniales de alrededor. Al fondo, la mesa de juntas para diez personas estaba presidida por un cuadro en plumilla de campesinos con ruanas y sombreros caminando por una calle del siglo xix.

En el centro de la pequeña sala, con un sillón enorme y cómodo, cuatro sillas alrededor y una mesa para tomar café, la bandera tricolor con el escudo tejido en hilos de oro ondeaba con la brisa de la tarde. En el otro extremo, cerca al escritorio y la mesa auxiliar con cuatro teléfonos, Nancy, su esposa, con voz tranquila y suave, lo excusaba de reuniones, homenajes y entrevistas con una palabra bella y convincente: empalme.

Pero aún le faltaba mucho para moverse con seguridad por aquel espacio y le costaba quitarse de encima la sensación de estar en una oficina ajena. Lo único claro era que no tenía tiempo para preocuparse por chismes de cocteles.

Hasta que recibió la llamada, que pasó por el filtro de Martha, su secretaria personal y de la palabra empalme de Nancy.

«¿Te puedes pasar por acá?», le dijo Guillermo Cano por teléfono.
Lara consultó primero su reloj y luego la agenda abierta sobre el escritorio. A las tres de la tarde, decía: Coronel Ramírez (Dirección Nacional Antinarcóticos) y él había añadido, con su letra inclinada hacia delante, Otro trasteo.

«Es importante», dijo Cano con aquella voz monocorde, sin emoción, que tanto lo intimidaba.

Entró en el baño y tuvo dificultades para encontrar el interruptor, escondido de trás de una toalla sucia, que colgaba como un gato muerto al lado del lavamanos. El grifo tartamudeó y escupió el agua fría. Se lavó hasta quitarse las manchas de polvo de sus dedos. Pasó las manos húmedas por la cara y se secó con el pañuelo.

Durante algunos segundos en el espejo, lamentó tener más cara de actor de telenovela que de político. Sus cabellos negros, lisos, abundantes y sus ojos negros, brillantes, de mirada controlada dejaban flotar esa expresión de frágil ternura, típica de un joven enamorado a punto de decir: «necesito cariño».

Sin embargo, cuando apretaba los labios y fruncía el ceño, se abría de golpe aquel aire misterioso de fuerte empuje y dominio de sí mismo, que generaba un efecto amenazante, perturbador.

Intentó en vano domesticar el mechón rebelde que caía sobre su frente y se resignó a definir la línea pareja de su peinado. Ajustó el nudo de la corbata y se vio metido en aquel traje negro como si fuera una apariencia completa y compacta.

Le dio un último vistazo a las huellas dejadas por los hombres sobre la alfombra e ignoró las cajas repartidas en cada rincón de la oficina.

Al salir contempló la placa pegada en la puerta de la entrada y un estremecimiento recorrió su columna vertebral.

En letras doradas sobre fondo negro decía: Ministro de Justicia.


Lara caminó por el pasillo de baldosas relucientes y se adentró en el laberinto de cubículos de la sala de redacción. Con un movimiento de cabeza saludó a los periodistas que salían del ensimismamiento para sonreírle.

En el fondo de aquel recoveco de divisiones de cartón prensado estaba Guillermo Cano, detrás de una mesa donde apenas cabía su máquina de escribir Fagit. Estaba despeinado, como siempre, con los cabellos blancos cayendo sobre sus lentes verdes.

Cano se levantó y lo saludó.
—Espérame a que llegue a un punto.
Tecleó un par de frases más con los dedos índices, mientras Lara se entretuvo mirando la fotografía ampliada en blanco y negro, que parecía flotar en aquella sala iluminada con lámparas de neón y claraboyas que dejaban pasar la luz de la tarde.

La fotografía enmarcada que colgaba en la pared del fondo mostraba a un payaso despeinado, sin nariz postiza ni gorro, que lloraba al abrazar a un niño.

Cano dejó a un lado la máquina y caminó con pasos cortos, leves, como si apenas tocara el piso.

En la antesala de su oficina, dejó caer un «quihubo» a su secretaria y le abrió la puerta para que siguiera. Fue hasta la mesa auxiliar, se sirvió de un termo y regresó con dos pocillos desechables.

Aunque se acercaba a los sesenta, con preinfarto incluido, y a pesar de estar siempre metido en su traje de paño de tres piezas, Cano conservaba el aire juvenil de los adolescentes. Sus cabellos lisos, blancos, que asaltaban su frente en un remolino desparramado, le imprimían aquel aire travieso y elegante, contrastado sólo por la piel tostada por el sol, los gestos delicados y esa voz rasgada, suave, profunda; con una dicción tan depurada que cada palabra se cargaba con los años de su madurez.

Lara tenía grabada la imagen de otra fotografía y siempre le era difícil sustraerse de ella. Lo veía de nuevo, treinta y cinco años atrás, cuando quemaron El Espectador en los desórdenes de 1948; Guillermo Cano en cuclillas, con los cabellos negros, alborotados y las mismas gafas y el mismo traje de paño, rescatando algunos libros de los escombros dejados después del saqueo.

Y de aquel Cano en cuclillas rodeado de papeles, tarros y bolsas, junto a un armario con las patas arribas, saltó para verlo, con aire cansado, retraído, escarbando en el desorden natural de su escritorio.

Buscó detrás del almanaque con anotaciones en estilógrafo negro, debajo de un manojo de papeles junto al teléfono color naranja, hasta que encontró la cajetilla de mentolados.

Encendió un cigarrillo y lanzó la primera bocanada.
—El lagarto de política me lo contó ayer.
Lara se pasó la mano por la frente. Probó el café y miró las bolitas rojas y las anotaciones implacables de El muro de la infamia, donde siguiendo la tradición de su padre, Cano colgaba las burradas cotidianas que escribían sus redactores.
—No se habla de otra cosa en los pasillos del Congreso.
Lara ni siquiera lo dudó:
—La gente de Santofimio.
—¿Cuál gente? —preguntó Cano.
—Ortega y Lucena. Hace dos años tuvimos un incidente con ellos.
—En realidad fue más que un incidente —aclaró Cano, buscando ahora el cenicero—. Junio del ochenta y uno, Parque Berrío en Medellín. ¿Voy bien, señor Ministro?
—Hice una llamada a Bogotá —continuó Lara—. «Malas noticias», me dijeron al otro lado de la línea, «problemas con Ortega y Lucena en Medellín». Yo apunté un número y colgué.

Dos años antes, nadie creía ni en Lara ni en Galán ni en el Nuevo Liberalismo y estaban felices de que cualquier movimiento se adhiriera a ellos.

—Le expliqué la situación a Galán. Recuerdo muy bien lo que me dijo: «¿Cómo dejaron pasar eso?». Y luego me insistió: «Necesitamos una carta, que quede por escrito que no nos hacemos responsables».

Entonces Lara llamó al número que había apuntado y dictó la frase: «Rogamos modificar su lista de Cámara de Representantes en el renglón de su primera suplencia. Rogamos modificar ese lamentable error».

Nunca respondieron y una semana después fue el mismo Galán quien dictó la carta rechazando cualquier vínculo con Ortega y Lucena.

—En junio del ochenta y uno, en Medellín, hicimos pública la situación. Fuimos
muy claros, preferimos perder esos votos y no perder nuestra dignidad.
Lara miró a través de la ventana, detrás del escritorio de Cano, la bandera roja con la banda blanca en el centro, sacudida por el viento de la tarde.
—¿Y el nombre del lamentable error? —preguntó Cano.
Lara respiró profundo y lo dijo en un susurro:
—Pablo Escobar.

No todos pensaban como ellos. De hecho, pocos pensaban como ellos. La iglesia creía que los dineros de los narcotraficantes se purificaban cuando ingresaban a sus arcas y los otros políticos, incluyendo a los de su mismo partido, habían dicho que no importaba de donde provenía la plata, sino hacia donde se dirigía.

Ortega y Lucena fueron acogidos con los brazos abiertos por el movimiento de Santofimio. Fueron elegidos y Escobar, como suplente de la Cámara de Representantes, obtuvo inmunidad parlamentaria. Ortega, Lucena, Santofimio y Escobar se pasearon no sólo por los pasillos del Congreso de la República sino
por el mundo entero. Viajaron a Europa y Estados Unidos, donde Escobar se hizo tomar fotos en la misma entrada de la Casa Blanca.

Entonces Lara, con el apoyo del Nuevo Liberalismo, planteó la discusión que los medios llamaron «El debate de los dineros calientes».

Y se alborotó el avispero.
Santofimio envió una carta a Guillermo Cano que le publicó en El Espectador.
«Bastó que el señor representante Escobar Gaviria adhiriera a nuestro movimiento para que empezaran a lanzarse toda clase de suspicacias sobre su fortuna».

Argumentaba que todas las actividades de Pablo Escobar eran lícitas y que no tenía vínculo alguno con procesos judiciales.

Ortega fue más allá y declaró ante los medios: «Estamos en capacidad de demostrar que los diferentes movimientos políticos que tienen asiento en el Congreso y los últimos Presidentes de la República han sido elegidos mediante la colaboración de personas vinculadas de una u otra forma a los llamados dineros calientes».

Escobar remató, acusando a la campaña liberal por la presidencia de recibir dineros del narcotráfico. Algunos hablaban de veintitrés, otros de veintiséis millones de pesos.

—Aún no se ponen de acuerdo.
Un mes antes, en calidad de senador del Nuevo Liberalismo, Lara había citado de manera formal a un debate al entonces Ministro de Justicia, para que aclarara las denuncias de Ortega y Lucena.

Pero ocurrió lo inesperado. El Presidente lo llamó a su despacho y le ofreció la cartera de Justicia. Lara se había posesionado una semana antes, y ese martes 16 de agosto de 1983 tenía que estrenarse en un debate que él mismo había citado y defenderse, además, de Santofimio y Pablo Escobar, quienes movían los hilos de Ortega y Lucena.

—Esperan hacerte pasar un mal rato.
A través de los lentes verdes, los ojos de Guillermo Cano brillaron perspicaces.
—Dicen que tienen pruebas.
Apagó el cigarrillo en el cenicero.
—¿Qué piensas hacer?
Lara tomó un sorbo de café y frunció el ceño.

(Tomado de Lara, Bogotá, Alfaguara, 2008)