Nació en Bogotá en 1980, es licenciado en Lingüística y Literatura de la Universidad Distrital. Ganó el Premio Nacional de Literatura Ciudad de Bogotá, en la categoría Jóvenes en 2003. Es egresado del Taller de Escritores de la Universidad Central. El cuento que se publica a continuación fue finalista en el Concurso Nacional de Cuento de la Revista NÚMERO y se leyó en la sesión inaugural del programa quincenal "Noche de narradores", el 21 de mayo de 2008.
CON LOS PIES EN LA TIERRA
«Despiértame cuando pase el temblor».
Soda Stereo
La gente se alarma con facilidad y yo disentía de ello. Les decía a todos que aunque las situaciones que se presentaban hicieran temer lo peor, sólo deberíamos contar con la mesura y la serenidad para poder elegir mejor nuestras decisiones. Ese era mi discurso en la infinidad de charlas que mantuve al respecto para evitar desastres. Alzo la mirada y mantengo en alto las manos para demostrarles, con la inmensidad que abarcan mis brazos, cómo esas columnas, aquellas vigas, esos soportes pueden desplomarse. No podemos confiarnos. Me levanto en las noches a cerrar bien el grifo del lavaplatos, tiene un goteo terrible que me taladra y despierta a todo momento.
De regreso al cuarto, ella lloraba dormida y me decía que no quería morir, que esta ciudad lo era todo, que no quería dejarla de lado. Mis abrazos no amainaban su tristeza y eso que la apretaba muy fuerte. Sabíamos lo de México, lloramos con lo de Perú, y nos mirábamos ausentes al recordar las políticas en caso de que siguiera nuestro turno; sabíamos que todos los artistas que apoyaban las campañas publicitarias de prevención no vivían aquí. Al caminar por las calles nos avergonzábamos de nosotros mismos al escucharnos preguntar cuál de estos edificios resistiría, cuál colapsaría primero. Pero era inevitable, teníamos miedo.
Una tarde que llegué a casa la encontré acuclillada al lado del sofá, cubierta por varios cojines. Me llamó entre susurros y me jaló hacia abajo. Nos acomodamos en el piso, arrinconados en ángulo contra el sofá y protegidos por los cojines. Miró resignada el espacio y dijo que necesitábamos muebles más grandes. «Este triángulo es muy pequeño para los dos, no podrá protegernos », y arrancó a explicarme que sabía de una técnica de salvamento no convencional que podía ayudarnos; lo dijo lentamente: «Esto puede salvarnos». No quería hacer nada al respecto, igual sucedió con lo de Monserrate, que convertiría todas las calles en un infierno de lava y ceniza.
Una angustia que no se ha cumplido a pesar de nuestras ganas de que así fuera, pero me complació ver su sonrisa cuando desempacamos el nuevo juego de sala. Me besó largamente y se puso feliz a organizarlos de acuerdo con su teoría.
Utilicé todos los recursos que se ingeniaron para las campañas de prevención, expliqué el dominó de la vida, la jugada maestra y los pasos para un buen sobreviviente. Soy hábil convenciendo, debería ser escritor, o por lo menos periodista, a lo sumo profesor, no importa, lo cierto es que mediante frases creativas, juegos ilustrativos y palabras de seguridad y consuelo, iba llenándolos de tranquilidad hasta encontrar facciones relajadas y buenos ánimos. «Quiero silbatos», fue lo primero que me dijo al llegar esa tarde. «Se usan para avisar a los cuerpos de socorro si estás debajo de las ruinas, pero no pitos cualesquiera, deben ser aquellos que se escuchen a mucha distancia.
Los necesitamos», sentenció. Yo conocía lo de los pitos, y también su precio, pero bueno, los Fox 40 pearl son de los mejores; su diseño de dos cámaras y sin partes móviles hace que su frecuencia sobresalga por encima de ruidos industriales y de ambiente, para llamar la atención en caso de alguna eventualidad. Además, sus colores son bonitos; a ella le compré uno amarillo, el mío es gris, y se ven bien en nuestro cuello con la fotocopia de nuestra cédula y los números telefónicos de emergencia. Los dejo en la repisa de la cocina, al lado de las llaves, y de pronto piso un charco que se escurre por el piso. La gotera gana terreno y me pone a limpiar todo el suelo.
Preparé todo antes de comenzar. Mantuvimos una rutina habitual de un día cualquiera y sincronizamos los relojes de la casa para que nos dieran la señal. Ella cocinaba carne en gulash y yo veía las noticias en nuestro nuevo sofá. Llueve sin descanso y mucha gente se queda sin casa en todo el país. Pero una desgracia a la vez: o nos ahogamos o se nos cae el mundo encima. Dejo el control del televisor con mi café y los cigarrillos en una mesa auxiliar que me permite tenerlo todo a la mano. Cómo se ven de banales los enseres y electrodomésticos cuando están mojados.
Qué fastidio debe ser sacar de tu casa baldes llenos de aguas negras, con las manos. Suenan las alarmas al unísono y ella sale corriendo de la cocina y se tira conmigo a un lado del sofá, la mesa se balancea y el café se riega en mis piernas y al caer me golpea en una canilla. Comenzamos a pitar con los Fox 40: primero ella, tres veces; luego yo, dos; otra vez ella, tres veces. Es la señal de SOS que hemos practicado.
Después del simulacro sólo quedan la mancha en mis pantalones, un tremendo moretón en mi pierna y los oídos aturdidos de tanta pitadera. Salieron buenos los silbatos. Revisamos los relojes y vemos que los tiempos no fueron los mejores. Me mira con mueca de disgusto y me dice que tengo que estar más alerta, que esto no es un juego. Debemos mecanizar nuestros actos para tener alguna ventaja. Recuerda: «Hombre prevenido vale por dos, por nosotros dos». Con los cojines encima y el triángulo de la vida protegiéndonos, comencé a besarla con desenfreno. Nos quitamos todo; íbamos a salvar la especie.
Invitamos a comer a Marcos, es mi jefe en el departamento de prevención de desastres. Es paramédico, jefe de salvamento y practica yoga todas las mañanas. Siempre lleva puesto un chaleco amarillo con varios bolsillos, en donde carga desde botiquín de primeros auxilios hasta linterna infrarroja. Nos mostró cómo se le hace un torniquete a una persona que tiene una fractura.
Utilizó espaguetis para simular la secuencia de derrumbe que puede llegar a sufrir un conjunto de edificios como en el que vivimos. Marcos era un genio, a ella le cayó muy bien; al despedirse, nos dio la mano como un boy scout y nos dijo: «Siempre listos». Lo acompañé hasta la puerta del conjunto, y allí me preguntó que si la quería mucho. «Esa mujer me mueve el piso», respondí. Nos reímos bastante.
A la entrada del edificio de Avianca hay un mendigo negro y ciego que toca sones con un palo y una caja. Qué ritmo tiene el desgraciado. Rumores de mar y costa se abren en sus versos. La paranoia se está adueñando de todos. El negro canta:
¡Ay, tem-blor!, que son para ti estas tierras; ¡ay, temblor!, protégeme tú a mi negra.
Cuando le doy unas monedas, le digo que éste no es buen lugar en caso de un sismo. Busca mi presencia en unos ojos opalinos y me dice que si se cae este edificio ya nada importa. «He estado cuarenta años aquí, sentí la gente explotar contra el suelo tratándose de salvar del incendio y él sigue aquí quietito».
Golpea su caja, lanza una carcajada y vuelve a cantar, ignorándome. La carrera séptima palpita frenética. Siento el temor en sus calles, la gente disimula su miedo en el agite diario, en las cosas por hacer. Se sienten bien por la falsa seguridad que dan las montañas que nos rodean, a pesar de que éstas serán las primeras que se vendrán abajo sepultándolo todo. Somos ingenuos. Está en nuestro himno. Después de la conferencia, Marcos me acompaña a casa y me explica que Bogotá es inestable, algo de los pisos, los humedales, se drenó mal el terreno, se pisa en falso.
Me dice que está preocupado y estas lluvias no ayudan mucho. Antes de entrar, me pregunta qué es esa mancha en la fachada. Miro cómo un surco marrón y húmedo se abre paso desde mi apartamento. Destila la pintura, asciende y desciende a los pisos siguientes, dejando una marca astrosa en la pared. Al entrar, ella mira profundamente el televisor. En las noticias el centro sismográfico anuncia que hubo pequeñas alteraciones, que aunque pueden ser una señal, no podemos alarmarnos. «¿Tenemos todo listo?», me pregunta. Y sí, sabemos nuestro punto de encuentro, tenemos las provisiones almacenadas, los documentos listos. Los dejo un momento para ir a hablar con el administrador sobre la filtración.
Marcos la tranquiliza diciéndole que el mundo tiembla más de dos mil veces por día. Ella le refuta asegurándole que sabe que las pruebas atómicas subterráneas que hacen los chinos produjeron el tsunami. El administrador me mira incrédulo y hace caso omiso de mis reclamos. «Primero pague y después quéjese. Además, eso lleva así muchos años y usted es el primero que molesta». Lo maldigo en silencio, prometiéndome que será al último que ayude cuando todo esté derrumbado. Haré caso omiso de sus ruegos debajo de los escombros.
Llego al edificio Colpatria para atender la conferencia de prevención del día de hoy. Vengo solo. Marcos ha dejado de asistir y quiere renunciar a este oficio. Comienza a descreer de nuestra causa y dice que ya no va a pasar nada en esta ciudad, que siempre será igual, que aquí lo único que aumenta es la indiferencia, las ventas ambulantes y los indigentes. El resto seguirá como siempre. Antes de entrar, un libro golpea en la cabeza a una señora. Se desmaya. Siguen lloviendo libros pequeños en forma intermitente. Se estrellan presurosos contra las ventanas, contra el piso. Rebotan dos veces y caen deshojados. Se descuadernan con el impacto. El viento los arrastra para todos lados. La gente se agolpa en la portería, protegiéndose.
Me río al pensar que a lo mejor los golpean y aprenden algo. Después del diluvio, los agentes de seguridad bajan esposado al hombre que los lanzaba desde el último piso. Vocifera injurias e imprecaciones contra todos. Lleva una mochila con algunos de los libros-arma, los libros-agua, los libros-suicidas. «Son sólo libros al viento —grita—, lo único que perdurará, el resto se lo llevarán la miseria y el olvido ». Uno de los guardias pisa un título de Saramago y resbala, el loco se suelta, corre, se pierde calle abajo. Se escapa por los puentes. Antes de subir al ascensor, recojo del suelo uno de los libros y lo guardo.
De regreso a casa y después del éxito de la conferencia —varios se acercaron a hacerme preguntas, otros susurraban comentarios incrédulos—, traté de leer en el bus, pero no pude. El pelo mojado de la gente expelía un olor acre, las ventanillas se empañaban. Por la apretura un hombre quedó muy cerca de mí, volteábamos las miradas para no incomodarnos. Me dio mareo. Al acercarme al apartamento, sucedió. Las hojas de los árboles empezaron a agitarse y las cuerdas eléctricas se balancearon lentamente. Una cometa de papel enredada en ellas acompañó el movimiento.
Unos perros ladraron. Fue un leve temblor que meció las calles como un suspiro. No pude hacer nada. Aun después del movimiento me mantuve pétreo en la acera, pegado al suelo con mis pies de plomo que no quisieron responder. Luego… el estruendo. Un sonido seco retumbó en las calles, rebotando en las paredes. Un crujir de ladrillos y vidrios que se desploman.
El edificio de mi apartamento ya no estaba, sólo se levantaba una estela de polvo rojizo en su lugar. Los otros estaban incólumes. Corrí hacia el conjunto, donde la montaña de escombros se desmoronaba de a pocos. Mucho silencio. El agua salía a borbotones de pedazos de tubería podrida. La maldita fuga, lo viejo de la construcción. Grité su nombre. Esperé el eco del silbato. Mucho silencio. Me olvidé de las técnicas y me lancé desesperado contra los pedazos de pared, contra los bloques rotos. Nada, sólo tierra, sólo agua y barro, sólo polvo, enseres desbaratados, pedazos de tela, olor fétido, una cortina gruesa. Ningún sonido.
Muchos triángulos de la vida, nada de ella. Las sirenas inundaron el lugar, luces amarillas, azules, rojas; ruidos de gente que se agolpaba en los alrededores del desastre. Bomberos y rescatistas que corrían hacia la montaña. Alguien que me preguntaba si estaba bien, si tenía alguna herida. Que cuál era mi tipo de sangre. Dije que ella estaba ahí, que me estaba esperando, que la amaba como a nadie, que debía de estar cerca de nuestro sofá, que prestara atención a los sonidos, que ella tenía un Fox 40.
Empezó a llover. La ciudad se manifestaba en su forma más habitual, un cielo gris y cerrado de nubes, gotas paulatinas que se sumaban a la montaña de tristeza. Sacaron un chaleco amarillo con muchos bolsillos, lleno de barro y ceniza. «Encontramos algo», gritaron. Varios hombres se acercaron y removieron una placa de concreto. Al levantarla, se asomó de un triángulo perfecto entre los muebles y los escombros la desnudez encajada de Marcos y de ella. Se produjo un ligero estruendo, con epicentro en mis entrañas hasta mis pies. «Una réplica», pensé.
Al despertar, un agente de policía me preguntó si el libro era mío. Me lo entregó con cara de resignación y se fue hacia las sirenas. Miré la solapa confundido. Abrí en el índice y elegí un título al azar: «Con los pies en la tierra».
De regreso al cuarto, ella lloraba dormida y me decía que no quería morir, que esta ciudad lo era todo, que no quería dejarla de lado. Mis abrazos no amainaban su tristeza y eso que la apretaba muy fuerte. Sabíamos lo de México, lloramos con lo de Perú, y nos mirábamos ausentes al recordar las políticas en caso de que siguiera nuestro turno; sabíamos que todos los artistas que apoyaban las campañas publicitarias de prevención no vivían aquí. Al caminar por las calles nos avergonzábamos de nosotros mismos al escucharnos preguntar cuál de estos edificios resistiría, cuál colapsaría primero. Pero era inevitable, teníamos miedo.
Una tarde que llegué a casa la encontré acuclillada al lado del sofá, cubierta por varios cojines. Me llamó entre susurros y me jaló hacia abajo. Nos acomodamos en el piso, arrinconados en ángulo contra el sofá y protegidos por los cojines. Miró resignada el espacio y dijo que necesitábamos muebles más grandes. «Este triángulo es muy pequeño para los dos, no podrá protegernos », y arrancó a explicarme que sabía de una técnica de salvamento no convencional que podía ayudarnos; lo dijo lentamente: «Esto puede salvarnos». No quería hacer nada al respecto, igual sucedió con lo de Monserrate, que convertiría todas las calles en un infierno de lava y ceniza.
Una angustia que no se ha cumplido a pesar de nuestras ganas de que así fuera, pero me complació ver su sonrisa cuando desempacamos el nuevo juego de sala. Me besó largamente y se puso feliz a organizarlos de acuerdo con su teoría.
Utilicé todos los recursos que se ingeniaron para las campañas de prevención, expliqué el dominó de la vida, la jugada maestra y los pasos para un buen sobreviviente. Soy hábil convenciendo, debería ser escritor, o por lo menos periodista, a lo sumo profesor, no importa, lo cierto es que mediante frases creativas, juegos ilustrativos y palabras de seguridad y consuelo, iba llenándolos de tranquilidad hasta encontrar facciones relajadas y buenos ánimos. «Quiero silbatos», fue lo primero que me dijo al llegar esa tarde. «Se usan para avisar a los cuerpos de socorro si estás debajo de las ruinas, pero no pitos cualesquiera, deben ser aquellos que se escuchen a mucha distancia.
Los necesitamos», sentenció. Yo conocía lo de los pitos, y también su precio, pero bueno, los Fox 40 pearl son de los mejores; su diseño de dos cámaras y sin partes móviles hace que su frecuencia sobresalga por encima de ruidos industriales y de ambiente, para llamar la atención en caso de alguna eventualidad. Además, sus colores son bonitos; a ella le compré uno amarillo, el mío es gris, y se ven bien en nuestro cuello con la fotocopia de nuestra cédula y los números telefónicos de emergencia. Los dejo en la repisa de la cocina, al lado de las llaves, y de pronto piso un charco que se escurre por el piso. La gotera gana terreno y me pone a limpiar todo el suelo.
Preparé todo antes de comenzar. Mantuvimos una rutina habitual de un día cualquiera y sincronizamos los relojes de la casa para que nos dieran la señal. Ella cocinaba carne en gulash y yo veía las noticias en nuestro nuevo sofá. Llueve sin descanso y mucha gente se queda sin casa en todo el país. Pero una desgracia a la vez: o nos ahogamos o se nos cae el mundo encima. Dejo el control del televisor con mi café y los cigarrillos en una mesa auxiliar que me permite tenerlo todo a la mano. Cómo se ven de banales los enseres y electrodomésticos cuando están mojados.
Qué fastidio debe ser sacar de tu casa baldes llenos de aguas negras, con las manos. Suenan las alarmas al unísono y ella sale corriendo de la cocina y se tira conmigo a un lado del sofá, la mesa se balancea y el café se riega en mis piernas y al caer me golpea en una canilla. Comenzamos a pitar con los Fox 40: primero ella, tres veces; luego yo, dos; otra vez ella, tres veces. Es la señal de SOS que hemos practicado.
Después del simulacro sólo quedan la mancha en mis pantalones, un tremendo moretón en mi pierna y los oídos aturdidos de tanta pitadera. Salieron buenos los silbatos. Revisamos los relojes y vemos que los tiempos no fueron los mejores. Me mira con mueca de disgusto y me dice que tengo que estar más alerta, que esto no es un juego. Debemos mecanizar nuestros actos para tener alguna ventaja. Recuerda: «Hombre prevenido vale por dos, por nosotros dos». Con los cojines encima y el triángulo de la vida protegiéndonos, comencé a besarla con desenfreno. Nos quitamos todo; íbamos a salvar la especie.
Invitamos a comer a Marcos, es mi jefe en el departamento de prevención de desastres. Es paramédico, jefe de salvamento y practica yoga todas las mañanas. Siempre lleva puesto un chaleco amarillo con varios bolsillos, en donde carga desde botiquín de primeros auxilios hasta linterna infrarroja. Nos mostró cómo se le hace un torniquete a una persona que tiene una fractura.
Utilizó espaguetis para simular la secuencia de derrumbe que puede llegar a sufrir un conjunto de edificios como en el que vivimos. Marcos era un genio, a ella le cayó muy bien; al despedirse, nos dio la mano como un boy scout y nos dijo: «Siempre listos». Lo acompañé hasta la puerta del conjunto, y allí me preguntó que si la quería mucho. «Esa mujer me mueve el piso», respondí. Nos reímos bastante.
A la entrada del edificio de Avianca hay un mendigo negro y ciego que toca sones con un palo y una caja. Qué ritmo tiene el desgraciado. Rumores de mar y costa se abren en sus versos. La paranoia se está adueñando de todos. El negro canta:
¡Ay, tem-blor!, que son para ti estas tierras; ¡ay, temblor!, protégeme tú a mi negra.
Cuando le doy unas monedas, le digo que éste no es buen lugar en caso de un sismo. Busca mi presencia en unos ojos opalinos y me dice que si se cae este edificio ya nada importa. «He estado cuarenta años aquí, sentí la gente explotar contra el suelo tratándose de salvar del incendio y él sigue aquí quietito».
Golpea su caja, lanza una carcajada y vuelve a cantar, ignorándome. La carrera séptima palpita frenética. Siento el temor en sus calles, la gente disimula su miedo en el agite diario, en las cosas por hacer. Se sienten bien por la falsa seguridad que dan las montañas que nos rodean, a pesar de que éstas serán las primeras que se vendrán abajo sepultándolo todo. Somos ingenuos. Está en nuestro himno. Después de la conferencia, Marcos me acompaña a casa y me explica que Bogotá es inestable, algo de los pisos, los humedales, se drenó mal el terreno, se pisa en falso.
Me dice que está preocupado y estas lluvias no ayudan mucho. Antes de entrar, me pregunta qué es esa mancha en la fachada. Miro cómo un surco marrón y húmedo se abre paso desde mi apartamento. Destila la pintura, asciende y desciende a los pisos siguientes, dejando una marca astrosa en la pared. Al entrar, ella mira profundamente el televisor. En las noticias el centro sismográfico anuncia que hubo pequeñas alteraciones, que aunque pueden ser una señal, no podemos alarmarnos. «¿Tenemos todo listo?», me pregunta. Y sí, sabemos nuestro punto de encuentro, tenemos las provisiones almacenadas, los documentos listos. Los dejo un momento para ir a hablar con el administrador sobre la filtración.
Marcos la tranquiliza diciéndole que el mundo tiembla más de dos mil veces por día. Ella le refuta asegurándole que sabe que las pruebas atómicas subterráneas que hacen los chinos produjeron el tsunami. El administrador me mira incrédulo y hace caso omiso de mis reclamos. «Primero pague y después quéjese. Además, eso lleva así muchos años y usted es el primero que molesta». Lo maldigo en silencio, prometiéndome que será al último que ayude cuando todo esté derrumbado. Haré caso omiso de sus ruegos debajo de los escombros.
Llego al edificio Colpatria para atender la conferencia de prevención del día de hoy. Vengo solo. Marcos ha dejado de asistir y quiere renunciar a este oficio. Comienza a descreer de nuestra causa y dice que ya no va a pasar nada en esta ciudad, que siempre será igual, que aquí lo único que aumenta es la indiferencia, las ventas ambulantes y los indigentes. El resto seguirá como siempre. Antes de entrar, un libro golpea en la cabeza a una señora. Se desmaya. Siguen lloviendo libros pequeños en forma intermitente. Se estrellan presurosos contra las ventanas, contra el piso. Rebotan dos veces y caen deshojados. Se descuadernan con el impacto. El viento los arrastra para todos lados. La gente se agolpa en la portería, protegiéndose.
Me río al pensar que a lo mejor los golpean y aprenden algo. Después del diluvio, los agentes de seguridad bajan esposado al hombre que los lanzaba desde el último piso. Vocifera injurias e imprecaciones contra todos. Lleva una mochila con algunos de los libros-arma, los libros-agua, los libros-suicidas. «Son sólo libros al viento —grita—, lo único que perdurará, el resto se lo llevarán la miseria y el olvido ». Uno de los guardias pisa un título de Saramago y resbala, el loco se suelta, corre, se pierde calle abajo. Se escapa por los puentes. Antes de subir al ascensor, recojo del suelo uno de los libros y lo guardo.
De regreso a casa y después del éxito de la conferencia —varios se acercaron a hacerme preguntas, otros susurraban comentarios incrédulos—, traté de leer en el bus, pero no pude. El pelo mojado de la gente expelía un olor acre, las ventanillas se empañaban. Por la apretura un hombre quedó muy cerca de mí, volteábamos las miradas para no incomodarnos. Me dio mareo. Al acercarme al apartamento, sucedió. Las hojas de los árboles empezaron a agitarse y las cuerdas eléctricas se balancearon lentamente. Una cometa de papel enredada en ellas acompañó el movimiento.
Unos perros ladraron. Fue un leve temblor que meció las calles como un suspiro. No pude hacer nada. Aun después del movimiento me mantuve pétreo en la acera, pegado al suelo con mis pies de plomo que no quisieron responder. Luego… el estruendo. Un sonido seco retumbó en las calles, rebotando en las paredes. Un crujir de ladrillos y vidrios que se desploman.
El edificio de mi apartamento ya no estaba, sólo se levantaba una estela de polvo rojizo en su lugar. Los otros estaban incólumes. Corrí hacia el conjunto, donde la montaña de escombros se desmoronaba de a pocos. Mucho silencio. El agua salía a borbotones de pedazos de tubería podrida. La maldita fuga, lo viejo de la construcción. Grité su nombre. Esperé el eco del silbato. Mucho silencio. Me olvidé de las técnicas y me lancé desesperado contra los pedazos de pared, contra los bloques rotos. Nada, sólo tierra, sólo agua y barro, sólo polvo, enseres desbaratados, pedazos de tela, olor fétido, una cortina gruesa. Ningún sonido.
Muchos triángulos de la vida, nada de ella. Las sirenas inundaron el lugar, luces amarillas, azules, rojas; ruidos de gente que se agolpaba en los alrededores del desastre. Bomberos y rescatistas que corrían hacia la montaña. Alguien que me preguntaba si estaba bien, si tenía alguna herida. Que cuál era mi tipo de sangre. Dije que ella estaba ahí, que me estaba esperando, que la amaba como a nadie, que debía de estar cerca de nuestro sofá, que prestara atención a los sonidos, que ella tenía un Fox 40.
Empezó a llover. La ciudad se manifestaba en su forma más habitual, un cielo gris y cerrado de nubes, gotas paulatinas que se sumaban a la montaña de tristeza. Sacaron un chaleco amarillo con muchos bolsillos, lleno de barro y ceniza. «Encontramos algo», gritaron. Varios hombres se acercaron y removieron una placa de concreto. Al levantarla, se asomó de un triángulo perfecto entre los muebles y los escombros la desnudez encajada de Marcos y de ella. Se produjo un ligero estruendo, con epicentro en mis entrañas hasta mis pies. «Una réplica», pensé.
Al despertar, un agente de policía me preguntó si el libro era mío. Me lo entregó con cara de resignación y se fue hacia las sirenas. Miré la solapa confundido. Abrí en el índice y elegí un título al azar: «Con los pies en la tierra».
1 comentario:
Me gustó el cuento de Yezid.
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