miércoles, 10 de septiembre de 2008

Camino a San Martín, de Germán Gaviria Álvarez

Después de una curva amplia, el bus entró en una recta y, en lugar de aumentar, disminuyó la velocidad. Observé por la ventana, justo cuando que frenó sobre la cinta amarilla, en medio de ambos carriles. El ayudante detuvo el cassette. El conductor se echó sobre el timón, segundos después, apagó el motor.


El hombre que unos puestos atrás venía cantando, guardó silencio.

Quienes íbamos sentados, estiramos el pescuezo para saber qué pasaba. Quedamos a la expectativa, como detenidos ante un precipicio. Hacia atrás, la carretera vacía; adelante, destacaba un grupo de hombres armados y con ropa militar.

Miré sus pies, respiré profundo. Llevaban botas de lona y cuero, no de caucho, típicas de los guerrilleros.

Un retén, pienso.

La mujer a mi lado se inclinó hacia el frente, y escudriñó por la ventana con sus brillantes ojos de pescado. Se mordió el labio inferior, agarró su bolso.

–¿Ejército o paramilitares? –susurré.

Su cara relucía por las cremas. Los pómulos se habían acentuado, parecían a punto de recibir una bofetada. Metí los lentes de sol entre el estuche, y lo guardé con los cigarrillos en el morral.

Algunos de los que se alzaron para ver, volvieron a sus asientos. Lo hicieron con lentitud, a sabiendas que debían levantarse de nuevo.

–Los Cuervos Negros –dijo alguien entre dientes.

No están nada mal. Tienen pinta de haber matado a muchos, me dije divertido por la situación. Estoy seguro que es un escuadrón del ejército. He sabido que suele usar nombres por el estilo.
La mujer a mi izquierda quedó a la espera, sentada y tensa, con los tobillos en cruz. Al costado derecho, unos metros más allá, media docena de llantas viejas al lado de una finca cercada con alambre de púa. Detrás, un vasto sembrado de maíz gigante.

El sol, despojado de la frescura matutina, caía con fuerza, como si hubiera perforado el cielo y quemara de manera directa.

–¿Ah, mi señora? –insistí.

En el bus se concentró el calor, sentí un violento deseo de orinar.

–Eso qué –dijo sin mirarme, y añadió en voz baja–: Mejor preocúpese de que lo dejen pasar. No les vaya a decir que va para San Martín, es territorio de ellos. Tenían que aparecer, justo cuando falta tan poquito para llegar. Lo hacen a propósito, sólo para jodernos.

Estaba seria y desdeñosa. Apretó en sus manos el bolso como si alguien se lo fuera a quitar.
Después de unos minutos, dos hombres gruesos con el arma lista y cachucha militar, subieron y nos miraron. Esperamos a que hablaran.

–¡Todos fuera! ­–ordenó uno de ellos.

Su rostro era duro, su boca ancha y carnosa. Daba la impresión que la cuchilla de afeitar había sacado de lo profundo de la piel una tersura infantil. Debía tener veinte o veinticinco años de edad. Llevaba el cabello al rape, su pecho abombado y potente semejaba el de un palomo. Me sorprendió la blancura de sus dientes, la pulcritud de su uniforme militar.

Tomé el morral, bajé lentamente y en silencio, como los demás.

–Las mujeres aquí, los hombres allá. Sin chistar –mandó otro.

Los dos hombres armados revisaron el bus por dentro. Uno de ellos puso el cassette, subió el volumen.

Sonó La copa rota, de Alci Acosta.

Conté a los tipos que apuntaban con sus armas. Dieciocho, a lo mejor otros tantos apostados a lado y lado de la carretera.

Ordenaron dejar en el suelo las maletas y los paquetes que llevábamos. Nos movimos hacia el arcén sucio de papeles, botellas plásticas, patas de cigarrillo.

De la música ahora se oía un murmullo.

Otro hombre dijo que nos alineáramos en silencio y nos quedáramos quietos. Los comentarios cesaron.

Esperé a que inspeccionaran cada centímetro y nos dejaran ir.

Vaciamos los bolsillos, hicieron una requisa minuciosa. Otro grupo de hombres, con las armas colgadas del hombro, revisó los paquetes, las maletas, los morrales.

Apareció una camioneta cuatro por cuatro, gris, de vidrios negros. Descendieron tres tipos. Dos de ellos con armas y pertrechos militares. El otro, también con ropa militar, llevaba lentes oscuros, una pistola al cinto y el sombrero en la mano. Era mediano, fibroso, de cabeza alargada, pelo ralo. Su bigote, espeso y entrecano cubría los labios.

Se puso el sombrero con el ala derecha doblada hacia arriba. Caminó hacia nosotros con energía, las manos abiertas y apoyadas en la cintura. Los otros lo siguieron rezagados.

Cuando llegó hasta nosotros, sacó una libreta del bolsillo de la camisa de manga corta. Pasó revista detenidamente. Siguió hacia el grupo de mujeres y volvió donde nosotros estábamos. Percibí su olor a lavanda. En medio del calor fuerte, sus sienes no largaban una gota de sudor.
Sabes lo que va a pasar. Lo has leído en libros, revistas y periódicos.

Vas a presenciar un espectáculo.

Lo mismo, pero diferente, te dices.

Recuerdas la toma de la Universidad dos días atrás. Saliste corriendo como un conejo ante una jauría de lobos hambrientos. Eres un cobarde. Habrías podido unirte a los demás profesores e impedir que la policía entrara a la Universidad y se acercara al estudiante muerto.

Dijeron que el muchacho llevaba un revólver. Se justificaba que la policía le hubiera disparado. Pero no es cierto, lo viste. Sólo cargaba la mochila llena de papas explosivas.

Lo recuerdas bien, te importa un carajo. Que la policía allane la Universidad, que siembre cuanta evidencia le dé la gana, te dices.

La imagen del muchacho derrumbándose contra la reja, cruza ante tus ojos.

El de la libreta comenzó con el grupo en el que me encontraba. Alzó la barbilla, llamó con voz alta y clara.

De varios nombres que dijo, dos personas respondieron con poquedad. Hizo una seña, se movieron al frente. El primero, era el hombre que subió con una niña de diez o doce años unos kilómetros atrás. Llevaba sombrero de paja, iba sin afeitar y la camisa vinotinto se abombaba en su espalda. La pernera muy ancha del pantalón oscuro, tapaba sus zapatos. El segundo, era un tipo rubio de cabeza fina y tez desleída. Llevaba lentes oscuros, camisa a rayas rojas y negras, zapatos de goma.

–Vayan para allá –ordenó el hombre.

Se quedaron quietos.

Como si lo hubiéramos calculado, los demás pasajeros dimos un paso atrás. Dos hombres empezaron a empujarlos con sus armas hacia las llantas viejas.

–No hice nada, patroncito. No soy informante, lo juro por Dios y por mi niña, patroncito –dijo el hombre escuálido estrujando el sombrero.

Hablaba tan bajo, que apenas podía escucharlo. Trató de ir hacia el hombre de la libreta; se lo impidieron.

Antes de llegar donde estaban las llantas, el de la camisa a rayas, que caminaba dócil, dio media vuelta. Agarró sorpresivamente el arma con que el hombre lo empujaba, y forcejeó para arrebatársela.

Sonó un tiro del fusil.

El de la libreta se detuvo. Sacó la pistola. De tres zancadas llegó donde los hombres se insultaban con furia y se daban patadas. Los demás, les apuntaban con sus armas.

Sonó otro tiro.

–¡Viva la guerrilla! –gritó el hombre.

El de la libreta le disparó en la frente, cayó al piso. En seguida, le disparó en el pecho al hombre con el que forcejeara, quien aplastó al de la camisa a rayas.

Oí gritos, pies que corrían, movimiento de armas.

–¿Algún otro que esté con la guerrilla? –dijo el de la libreta.

Se quitó los lentes oscuros. Puso una mano en la cintura, y regresó con paso firme hacia donde nosotros estábamos. A cada uno nos miró a los ojos. Los suyos eran gruesos y negros, como los de un caballo.

En su ceja derecha, brillaba un chisguete de sangre.

No pude soportar su mirada.

Instintivamente, me volví hacia donde estaban los dos hombres abatidos. Las piernas del tipo de la camisa a rayas temblaban. El otro yacía inmóvil en su posición torcida de medio lado.

El hombre del pecho escuálido, estaba de rodillas. Gemía, apretaba el sombrero.

Jamás habías visto los ojos de un asesino. ¿Te hacen gracia? ¿Estás contento, te causa una ‘extraña fascinación’ lo que acaba de ocurrir?

No.

Empiezas a entender que, en este viaje, buscas la muerte. Estás harto de la vida que llevas. Viste caer al estudiante y deseas morir así. Pero aquellas piernas temblorosas dicen que no. Prefieres vivir, sentir aire en los pulmones.

El hombre guardó la pistola en la cartuchera. Siguió hacia el grupo donde se encontraban las mujeres, alineadas como nosotros. Llamó a lista.

Salió una mujer gruesa, bajita, de cabello corto.

–¿Usted qué me dice, madrecita? –dijo el de la libreta.

–Me sapiaron. A esa gente le vendí un lote y para no pagar lo que deben, dijeron que soy de la guerrilla. Se lo juro, no es verdad. Pero no le voy a suplicar, no le voy a dar ese gusto. De todos modos me va a matar así como hizo con mi marido. Caín, hijo de mala madre. El infierno lo confunda.

Caminó hacia el maizal, no dejó que la empujaran. Cuando pasó al lado de los hombres baleados, se detuvo y dijo con voz quebrada:

–¿Por qué no lo rematan? Por caridad cristiana. No sean tan animales.

Nadie contestó.

El de la libreta hizo una seña, cerré los ojos. Oí tiros y gritos.

Las piernas me fallaron y caí de rodillas. Sentí el bluyín empapado por mis orines. Alguien me jaló del brazo, dijo que me quedara derecho. Su voz nasal entonaba acento llanero. Lo miré con atención. Tenía la piel seca, tostada. Era delgado. En su nariz sobresalía un morro como si se la hubieran partido.

–¿Ahora sí nos van a dejar ir? –susurré.

Apretó los labios.

Yo había vomitado, sentía en la boca un sabor agrio. Miré hacia el maizal.

El hombre que subiera al bus con la niña, al parecer había corrido, y quedó engarzado en el alambre de púa. El cuerpo de la mujer estaba medio oculto por el pasto, cerca de las llantas, boca arriba.

Observé las manos grandes y nudosas del peón a mi lado. Tenía las uñas crecidas y astilladas. Cada uno de los dedos envueltos en trapos sucios. La camisa y el pantalón de tela, roto y manchado. Debe ser un raspachín, pensé deteniéndome en sus brazos color chocolate.

Los gritos se apagaron.

La mujer que viniera a mi lado, tenía los brazos cruzados y miraba la escena. Me gustó verla allí, distinguida entre aquellas mujeres atemorizadas y con ropa vistosa. Recordé sus párpados cerrados, su boca entreabierta vuelta hacia mí antes de que el bus se detuviera.

Se llamaba Emelina de Lancheros, según se presentó.

Ansié caminar hasta el morral, coger un cigarrillo, sentir el humo en mi garganta. Cuando di el paso, la mano grande del raspachín me tomó del hombro. Escuché su voz, inaudible casi, como si lo hubieran cogido del cuello:

–Ni se le ocurra, señor.

Su mandíbula huesuda se contrajo y me ofreció una sonrisa incompleta. Bajo la piel de su cara, serpeaba un color verdoso cargado de miedo.

–Ni se le ocurra. No con el Capitán.

Algunas mujeres lloraban. La niña del hombre muerto, oprimía la mejilla izquierda contra el estómago de la mujer embarazada. Tenía la mano metida en la boca. Miraba al que aún le temblaban las piernas y aguantaba un muerto encima.

Entre varios recogieron los cuerpos, los arrojaron sobre las llantas.

–Entreguen documentos –ordenó el de la libreta.

Alguien pasó con una bolsa negra de plástico, y la llevaron al interior de la camioneta de vidrios polarizados.

Era medio día cuando volvió el de la libreta. Su paso era marcial y envarado. Martilló algunos nombres y apellidos, y agregó:

–Los que llamé, vienen con nosotros. Los demás se largan.

Avanzó unos pasos, dijo algo al que tenía un potente pecho de palomo. Éste dio una orden. Los hombres armados se movieron. Regaron gasolina sobre las llantas viejas, y los cadáveres.

Prendieron fuego.

–Perdone, Capitán –dije.

El hombre había dado media vuelta e iba hacia la camioneta con las manos en la cintura. El viento soplaba hacia donde estábamos. Olía a carne y a llanta quemadas.

–¿Puedo hablar con usted un momento, por favor?

–No –dijo, y me dio la espalda.

Quise abogar por la mujer que viniera a mi lado, Emelina de Lancheros.

Mi nombre y el de unos pocos no figuraba en su libreta. Miré hacia donde ella estaba. Tenía el rostro desencajado, los ojos llorosos, como si hubiera recibido una bofetada.

Es tu única oportunidad de ayudarla, maldita sea, me dije.

–Por favor –insistí, anhelante por ella, feliz de haberme salvado.

El de la libreta giró el tronco, y quedó de medio lado. Hizo un gesto con el brazo, vi el arma en su mano y siguió andando.

Reventó un tiro, me deslumbró, sentí un violento ramalazo en la cara.

Quise levantarme, echar a caminar.

La luz murió, y no volví a saber de mí.








1 comentario:

Anónimo dijo...

Es electrizante, me hubiera gustado saber que paso despues.... Me he quedado en suspenso