miércoles, 2 de julio de 2008

Idioma, de Juan Álvarez

A y su novia han sostenido una exitosa relación por más de cinco años. Con altas y bajas, como es natural, han conseguido superar distancias, diferencias culturales y periodos de tiempo en donde (en sentido figurado) alguno de los dos ha querido matar al otro. Ambos son norteamericanos. Él de padres mexicanos; ella de padres libaneses. Se conocieron en la universidad, en la ciudad de Austin. Ella asistía a la escuela de derecho; él se licenciaba en lingüística.

Desde hace más de diez meses, como resultado de los caminos laborales elegidos por cada uno, A vive en una ciudad de la frontera con México mientras su novia lo hace en la capital, lo que en términos paisajísticos equivale a decir que él ha optado por el desierto mientras ella se jugó por la fresca combinación de bosque y leve humedad costera. Cada cierto tiempo se visitan mutuamente. En términos generales y a pesar de la precariedad de su situación económica, él viaja más que ella, movido por una fuerza que no puede precisar pero que imagina tiene que ver con la asfixia propia de la aridez desértica.

La oferta inicial que lo atrajo consistió en convertirse en traductor de cabecera de una editorial de tamaño medio. Un trabajo que bien pudo ejercer desde cualquier otra ciudad de la Unión Americana y que sin embargo optó por llevar acabo desde la ciudad fronteriza cede de la editorial, movido por el entusiasmo de lo que en su momento sólo pudo reconocer como el legítimo deseo de reencontrarse con sus raíces mexicanas. Pero, “¡pinches raíces mexicanas!”, tuvo que decirse un día, luego de entrever la relación entre asfixia y desierto, entre asfixia y raíces mexicanas, entre desierto y alergia, demasiado tarde para hacer otro gasto inmediato de mudanza.

Según planes concertados por ambos, aquella distancia que los separa, a la que A también culpa de sus reveses, o más que de sus reveses de lo que él mismo se apresura en aclarar como ‘malos vientos’, deberá terminar en poco tiempo. Luego de más de cinco años de colaboraciones voluntarias y de simpatías que rayaron en sus momentos más difíciles con el peligro, la novia de A está a la espera de una respuesta de la Autoridad Nacional Palestina. Aspira a convertirse en abogada de sus causas. A, por su parte, y para no desperdiciar el pago de los gastos de mudanza incluidos en el eventual contrato, espera acompañarla en su travesía por la ciudad de Ramala, centro de operaciones del caso en el que ella entraría a trabajar.

Un día, por fin, la noticia aterriza sobre sus existencias:

–Ellos contrataron me. Nosotros debemos estar allí por el principio de Febrero –dice ella, apenas con aliento.

A agarra el auricular con fuerza, lo cambia de mano y se deja caer en el sofá. Gastos de mudanza pagos, una nueva ciudad, una nueva cultura, una ruta de escape, una opción, procesa, pero igual el miedo no deja de metérsele espina dorsal arriba.

–Felicitaciones, miel –dice, y luego agrega, en un tono de absoluta conciliación−: nena… tú sabes yo te soporto, pero yo quiero tú estés completamente segura acerca de lo que estas haciendo. Tú probablemente no serás capaz de trabajar acá como abogada por el resto de tu vida.
–¡¿Qué?! ¿Vamos nosotros a ir a través de esto una vez más? –dice ella, forzando la pronunciación de las consonantes dentales y palatales de la lengua inglesa que tanto trabajo le dieron a sus padres, que tanto trabajo le han dado a los inmigrantes del Medio Oriente, unas consonantes que en ella despiertan la alerta, encarnaciones del enfado, torres de una altura que sabe que no puede comprender.

–Okey, Okey… yo estoy pesaroso. Yo adivino estoy nervioso –dice A.
–¿Nervioso? ¡¿Estas tú nervioso?! ¡¿Podemos nosotros costear en este punto el lujo de estar nerviosos?! –dice ella, sin espacio a una respuesta. Su voz es segura, fuerte, pero también cariñosa. Fiel reflejo de un entrenamiento en retórica del que, luego de aquella noticia, sus vidas dependerán.

Corren los primeros días de octubre, es decir, cuentan con cuatro meses para planearlo todo.
Los conocimientos que A tiene del árabe son prácticamente nulos, de ahí el que, su preocupación central, a los ojos del mundo, se concentre en ello: en el idioma, en el puesto de tacos con el que planea ganarse la vida, y en las crónicas que, una vez redacte, está seguro se van a pelear los periódicos mexicanos.

“A poco te vas para Ramala”, le dicen sus amigos mirándolo con la compasión con que se mira a los locos inofensivos. “Neta que sí”, responde él, orgulloso, y pasa a contarles de todos los planes que tiene. “Güey, al menos confiesa que tienes miedo… no vengas otra vez con el chingado idioma”. Pero A de miedos no quiere oír hablar. Por el contrario, cuando su talante está a punto de traicionarlo y conducirlo a que deje de hablar de aquel viaje que se avecina a paso de gigante, alguna otra historia sobre la lengua que estudia a diario y en medio de la prisa, viene a salvarlo. Ha hecho, así mismo, averiguaciones sobre los pocos y malos restaurantes de comida mexicana que hay en Ramala. Tiene pensados, incluso, algunos nombres para el suyo. “Mis tacos van a ser poca madre, igual que las crónicas que desde allá me voy a fajar”, se le escucha decir.

Cuando se cumple el primer mes de la cuenta regresiva, la novia de A ha firmado contrato y concretado fecha de viaje. Ha tenido tiempo, incluso, de mirar a través de un catálogo y de un servicio del cuerpo diplomático palestino, ciertos departamentos en la zona céntrica de la ciudad. El grupo de abogados del que hará parte recién será conformado. Estarán a cargo de un nuevo y delicado caso: “a mareas nuevas rompeolas nuevos”, le han dicho los viejos dirigentes cuando han sentido la necesidad de sintetizar la política que los mueve. Ni ella ni A entienden del todo lo que semejante frase acuosa quiere decir, pero tampoco creen que allí se cifre el quid de sus existencias.

–Tres años –repite la novia de A en sus sueños.

Tres años es el plazo que le han dado al grupo de jóvenes abogados para presentar el caso ante La Corte Penal Internacional.

–Suertemente algunas cosas cambiarán entonces –se le escucha decir con frecuencia, mientras A guarda silencio.

Los días pasan. Hay cosas que se cuelan; hay otras que se quedan por fuera.

Justo un mes antes de la fecha definitiva para escapar de aquel desierto, encontrarse con su novia en la capital y partir junto a ella rumbo a la ciudad de Ramala, A es invitado a una fiesta. Hasta último momento se resiste a asistir. Sabe que será incipiente, que nada que valga la pena podrá suceder allí. Así y todo consigue levantarse de la cama, tomar una ducha y manejar los diez minutos que lo separan del lugar. Contrario a sus cálculos, en la fiesta varias cosas están sucediendo. La más importante, a sus ojos, irradia del cuerpo entusiasta y bien tonificado de una joven que, se entera entonces, acaba de llegar a la frontera proveniente de Buenos Aires. La joven viene como becaria a la universidad pública de la ciudad, una universidad frente a la que A siente antipatía. Al principio, A sólo sentía la antipatía que todo hombre inteligente siente por lo que considera mediocre. Con el tiempo, su antipatía por aquella institución sobrepasó cualquier cause normal. Había días, incluso, en que A guardaba la impresión de que allí, en las aulas de aquel campus, se gestaba la más temible de las trampas en su contra. Esa razón, entre otras, despertaba en él el deseo de no asistir a la fiesta. “Debe estar cabrón en Argentina para que una italiana de éstas tenga que venirse hasta acá”, se dice A para sus adentros, antes de acercarse a la joven y entablar conversación.

Aquella noche, luego de la fiesta, A vuelve a su casa pero no consigue dormir. Imagina mil formas de averiguar el teléfono de la argentina. En medio de su insomnio se levanta, va al baño, abre una revista y busca con urgencia un anuncio en la sección de clasificados en donde ella probablemente habría dejado cifrada la forma de contactarla. “Puede ser un código que en este momento me resulta inimaginable pero que con verlo se esclarecerá ante mis ojos”, especula, pero luego se le ocurre que, por qué no, “de plano puede tratarse del teléfono mismo”. Al día siguiente, cuando despierta, no sin cierta sensación de ridículo encima, marca al departamento de lenguas de la universidad y averigua el número de la oficina en donde la argentina trabaja. Quince minutos después se atreve a llamar.

Los días pasan. Esta vez son menos y son apremiantes.

Una comida, dos citas y diez cogidas después (en sentido literal), A se encuentra a sí mismo acariciando el pelo de la argentina, mirándola a los ojos, mirándose en el espejo, recurriendo a miles de formas de mirarlo todo y siendo conducido al mismo e irreductible descubrimiento: no será capaz de mudarse a Ramala. “Ahora tengo que encontrar la forma de decírselo”, piensa, y al tiempo un fogonazo de calor le corta la cara: “pero, ¡a quién es que debo decírselo!”, trata de gritar, y puede escuchar cómo la voz le cruje por dentro. Respira profundo y comienza a hacer cálculos para salir de allí. Luego de un rato no puede librarse de la sensación de mal tino. “Hay algo que estoy olvidando en mis cálculos”, se dice, al tiempo que se prohíbe echarse a llorar hasta no descubrirlo.

Durante las dos noches siguientes tampoco puede dormir. Al amanecer del tercer día, fastidiado, toma una maleta, la llena con todo lo que está a su alcance, se monta en un taxi camino al aeropuerto y compra un pasaje para el siguiente vuelo a la capital de la Unión Americana. Una hora antes de abordar levanta un teléfono público y duda antes de marcar. Al final se decide por llamar a la argentina. Le dice que tiene que viajar pero que estará de vuelta en unos días. Ella parece ponerse triste y guarda silencio. “¿Por qué has venido a este rincón del mundo?”, le pregunta A, finalmente, sin entender de dónde le salen las palabras, apenas para romper con la incomodidad. La argentina se asusta al principio. Después tiene la impresión de que, quizá, la pregunta está formulada para distender el momento, por lo que resuelve apelar a su sentido del humor o a su sentido de la ironía, no sabe muy bien, y responde: “qué se yo, es la historia de la diáspora judía, ¿no?” La respuesta es incomprensible para A, como si ya estuviera montado en el avión, motores encendidos, y aquella frase proviniera de alguien al otro lado de la ventana.
Se despide, cuelga y deja pasar unos minutos. No sabe qué hacer: si ir al baño, si caminar, si fumar, si cambiar su pasaje con destino a la capital, si usar los cinco minutos de crédito que le quedan en la tarjeta de llamadas. Al final decide comprar dulces de limón, meterse dos a la boca y sentarse a reposar. Diez minutos después se dirige al teléfono, llama a su novia, a la que aún trata de imaginar como su novia, y le dice, de buenas a primeras, que por favor lo entienda, mucha presión, repite constantemente, mucha presión, preciosura, yo estoy dejando hacia casa de mi amigo Joseph, sí, eso es correcto, mucha presión, en Nueva Orleáns, una temporada, pensar las cosas al través, sí, tomando un avión, por supuesto hay una explicación, no que yo sea un hijo de perra, no no no, no puedo ir contigo, por favor trata de entender, mucha presión, estoy arrollado, yo iba para tu casa pero tuve segundos pensamientos y no puedo, sí, voy a cambiar mi tiquete, yo quiero decir yo ya lo hice, no te enloquezcas a mí, sí, hacia Joseph su casa, ¿nuevas olas?, ¿rompeolas?, no puedo moverme contigo, el crédito está a punto de expirar, no, sí, espera, estas sobre reaccionando, ¿qué?, no pronuncies de esa forma, por favor, miel, mucha presión, no olas, mucha presión.

* Idioma pertenece al libro de cuentos Falsas alarmas, Premio nacional de cuento “Ciudad de Bogotá”, 2005 (IDCT, 2005)