Amanecí triste, ofuscado; con desasosiego, impaciencia y cansancio por el insomnio; con una sensación en el pecho casi dolorosa. Desilusionado por nada en especial, podía decirse sin exagerar que estaba deprimido. No sabía qué sucedía, me acosté entusiasmado porque pronto regresaría a mi casa, me encontraría con mi esposa y mis hijos a quienes no veía hacía una semana, ya que estaba trabajando en Los Ángeles. Tal vez se trataba de mi prolongada castidad involuntaria o simplemente ese era mi estado de ánimo usual, que en ocasiones se hacía más melancólico, en todo caso, me sentía mal.
Luego de mi última jornada laboral, al atardecer caminé por el bulevar Hollywood. Fue un paseo agradable, esa avenida tenía un aire conocido puesto que en muchas escenas del cine aparecían diversos aspectos de ella utilizados como escenarios. Me parecía interesante contemplar personas de todo tipo y nacionalidad con el trasfondo de almacenes variados, desde los más elegantes hasta los más modestos: unos comerciaban con ropa de moda, otros con artesanías de países exóticos o antigüedades relacionadas con películas y series de televisión, incluso algunos vendían instrumentos para sazonar el sexo casero. Al pasar frente al Teatro Chino, me entretuve observando la acera donde yacían firmas y huellas de varias generaciones de actores y actrices que se hicieron célebres en la industria cinematográfica de Hollywood.
Seguí caminando por un rato hasta que leí en una esquina: La casa de las geishas. Me detuve a preguntar de qué se trataba el lugar, el portero mejicano me explicó que era un restaurante, no un burdel. Entonces atravesé el largo túnel de la entrada, de tapete rojo combinado con muros y techo enchapados con espejos. Al final del trayecto me recibió una hermosa anfitriona anoréxica con vestido brevísimo, maquillada y peinada a la usanza de las geishas. Me preguntó con acento californiano si quería comer de una vez, escogí el bar y pedí al cantinero un whisky local: un bourbon doble en las rocas por favor, como los vaqueros de las películas. Entre tanto, contemplé el lugar exótico decorado al estilo japonés: constaba de un espacio enorme de varios pisos de altura con paredes pintadas de rojo carmesí y de negro el mobiliario, al fondo se oía la música inconfundible de Jamiroquai mientras la concurrencia lucía próspera, alegre y hermosa.
Antes de terminar mi primer trago, estaba aclimatado en ese lugar fabuloso y conversaba con mi vecino en el bar, siguiendo la tradición yanqui. Descubrimos que compartíamos la condición de ser ajenos a esa ciudad maravillosa y hablábamos con nostalgia sobre nuestras familias ausentes. Se trataba de un vendedor de productos para belleza que vivía en Chicago, quien también estaba en viaje de negocios, pero a diferencia de mi, esperaba a una amiga que pronto llegaría. En una pausa de la conversación fui a buscar el baño.
Al recorrer el lugar suntuoso vi a una rubia abundante que de inmediato me hizo pensar en mi amiga Adriana, a quien le dedicaba un cortejo platónico desde hacía varios años. Cuando me acerqué, noté que se trataba de Pamela Anderson en todo su esplendor, con su encanto de cortesana y la corona de espinas tatuada alrededor del brazo izquierdo. Quise aproximarme, pero detrás estaba su colosal guardaespaldas afroamericano vestido de negro, erguido con los brazos cruzados sobre el pecho cumplía a cabalidad con su deber de protegerla. Iba a decirle algo, Pamela parecía interesada, pero el escolta protector era más corpulento que yo y estaba en mejores condiciones físicas: me miró, me asusté y seguí de largo.
En el baño decorado acorde con el establecimiento asombroso pensé que al día siguiente volvería a mi hogar y jamás tendría oportunidad de estar de nuevo con Pamela Anderson. ¡Se trataba de una señal de los dioses! Fue cuando decidí correr el riesgo, entonces de regreso me detuve y le dije:
-Buenas noches señora Anderson. -Ella respondió cortés, mientras el gigante dirigía su mirada torva hacia mí, de todas maneras proseguí-: En mi país, tengo una amiga muy querida que se parece a usted. Un día se lo dije y se ofendió, le pareció que la insultaba por su pasado considerable.
A la opulenta rubia natural le pareció graciosa la anécdota, comentó que Adriana era una beata sudamericana que no imaginaba la fortuna que le generaba su dilatado prestigio planetario de mujer fatal. Entonces la invité a comer conmigo.
Mientras caminábamos hacia la mesa, tuve el privilegio de detallar sus piernas atléticas, su grupa bestial y su espalda desnuda. ¡Quién no perdería la cabeza por ese dorso! Nos ubicaron en el segundo piso al lado de la balaustrada, desde allí observábamos a los pobladores del salón de abajo, en el centro había una gran mesa redonda donde comían mientras conversaban felices las geishas estadounidenses que trabajaban en aquel lugar de fábula, naturalmente con la mujer que me había recibido hacía un rato.
Ante la mirada impávida del escolta nos deleitábamos despreocupados. Me enteré que se llamaba Dick, tan experto en artes marciales como en el empleo de armas convencionales; además era deportista, vegetariano, abstemio, homosexual y aspiraba a ser actor de cine, todo aquello sin contradicción aparente.
Ordenamos el lomo de Kobe, proveniente de los hatos del Emperador del Japón, servido con salsa agridulce al estilo oriental. Para la noble tarea de acompañar ese manjar escogimos una botella de vino potente y versátil proveniente de la uva zínfandel, cuyo origen podría estar en Hungría o Italia, pero su producción industrial empezó durante la fiebre del oro en Sonoma, justo allí, en el valle de Napa en California. Se trataba de un gran vino tinto: redondo, armónico, agraciado, balanceado, sedoso y con cuerpo. ¡Perfecto para enriquecer el almizcle de esa carne sagrada! Jamás me imaginé que ese viernes laboral terminaría así, la combinación del lugar, la compañía de la fascinante dama y la cena suntuosa me hicieron sentir como un cazador.
Me contó mi nueva amiga íntima que desde la maternidad sus prioridades cambiaron drásticamente, los años le dieron sabiduría, al igual que le restringieron las posibilidades laborales, estaba senil para el mundo del entretenimiento. En ella se operaron cambios fundamentales, verbigracia le surgió la afición por la lectura: en ese momento estaba embelesada con una obra de Bertrand Russell que la divertía porque con rigor invertió diez páginas de ese libro sobre lógica matemática para definir el número uno, la unidad.
Admiraba sus senos fastuosos que se me ofrecían por el escote del vestido mientras se me ocurría describir la imponencia andina. Embelesado con sus ojos felinos, sus labios gruesos y su cuello delgado, le conté que estudiaba indoeuropeo; reía encantada con la noción de que los idiomas europeos al igual que algunos de Irán, Afganistán y el norte de la India provinieron de una sola familia lingüística que existió hace unos seis mil años, poco después del descubrimiento de la fermentación, y el vino por supuesto.
Al concluir la cena inverosímil con una torta de chocolate que compartimos, viajamos en su carro de fabricación inglesa conducido por Dick hasta su casa en Beverly Hills. ¡Espléndida como todo lo de ella! Al llegar allí, primero se aseguró que sus hijos estuvieran dormidos, luego tomamos otro bourbon y continuamos nuestra conversación amenísima, hasta que por fin, sin saber cómo ni por qué me la encontré entre mis brazos; nos besamos con pasión y sin afán ni controversia, tampoco hubo promesas de amor eterno ni resistencia protocolaria; por último galopé con mi amante americana quien entre quejidos lúgubres suspiraba agradecida obscenidades en inglés. Di gracias a las divinidades por mi bilingüismo, jamás me había sido tan útil la lengua de Shakespeare. Esa noche comprendí el sentido de la globalización, entendí el afán por dominar el mundo, y dormí con ella como un bebé en su cama enorme, en su alcoba de princesa.
En la mañana, mientras ella se ejercitaba en el gimnasio de su palacete, Dick transmutado en mayordomo, me despertó con un desayuno frugal. En el hogar de Pamela la dieta siempre era natural y baja en calorías, la aterraba la obesidad. Al terminarlo me di una ducha prolongada en su baño amplio con vista al jardín. Seguidamente busqué a mi anfitriona, que venía versallesca, le di las gracias y me despedí, nos dimos un estrechísimo abrazo y le prometí volver pronto.
Por último, partí con el coloso. Camino al hotel, a recoger mi equipaje, pensé en lo que había sucedido. Estaba confundido, no sabía si era un recuerdo o, por el contrario, un sueño erótico producto de la ausencia prolongada de mi señora mezclado con el reprimido deseo de Adriana y el miedo a su atlético marido. Además ya no estaba tan triste como ayer, pese a que constataba una vez más la fragilidad del mundo del licor y el dolor de regresar a la vida corriente. Entonces decidí recordarlo todo una vez más narrándole mi dilema a Dick, ahora transformado en hermético conductor, quien luego de oír atento mi relato, respondió con sorna:
-Eso suele sucederle a los heterosexuales en presencia de la señora Anderson, por eso me escogió a mi para este trabajo.
Rápidamente respondí sin titubear:
-En cambio los heterosexuales nos entrenamos para la amnesia sobre cosas íntimas de pareja -respondí orgulloso, pensando que mis amigos jamás me creerían este episodio veraz-.