miércoles, 2 de julio de 2008

Narcocorridos (Géneros desbocados sin futuro), un capítulo de la próxima novela de Juan Álvarez

Cualquier revisión mínima de la malhadada música bravía escrita como entre pringadazos de lengua castellana en la región fronteriza de los Estados Unidos y México, descarga de guitarrilla, bajosexto, acordeón y vozarrón y popularmente conocida como corridos, debe detenerse en la figura y la sombra, en la estampa y la muerte, del joven compositor sinaloense Adan Chalino Sánchez, primero llamado Rosalino Sánchez Felix, también conocido como El Pelavacas. El rastro de su leyenda nace en el rancho Vallado, sindicatura de Las Tapias, estado de Sinaloa, una tierra equilibrista con mucho de esperanza agrícola y mucho también de vacío y sol y desierto caliginoso, como un amasijo horizontal de cartón paja y mugre al que sólo le hiciera falta, para componerse, para ‘sensibilizarse’, dirían los ilustrados, la irrigación de la cultura. Su leyenda a otra escala, sin embargo, una más cercana incluso al corazón de la obsesión identitaria mexicana centralista, comienza en el año de 1992, en la tarima sin nombre de un salón del poblado de Indio, California, cuando un gatillero de cara maciza, dedos gordos prendidos al cincho y chamarra de mezclilla, intentara asesinarlo sin ninguna cortesía artística en medio de las primeras estrofas sentidas de su corrido Me persigue tu sombra.

He pensando en la vida si tú me quisieras, / he llorado al pensar que mi vida te sobra, / he intentado olvidarte al correr de los años, / pero nunca podré, / me persigue tu sombra.

Esperando, esperando y soñando contigo, / esperando que el tiempo te arrastre conmigo, / esperando la noche al perder tu cariño, / como cuando llegaste a cambiar mi destino.

Chalino desenfundó su fierro propio, uno que siempre se le había creído puro atuendo, y cruzó fuego con su agresor sin bajarse de la tarima ni detenerse en las minucias de sus propias heridas de bala. El gatillero, sorprendido al descubrir que lo que estaba tronando era algo más que un cantantucho e indignado por no haber cobrado en correspondencia, huyó sin que nadie atreviera a mover un dedo para alcanzarlo. Al día siguiente Chalino hizo las tapas rojas de las noticias norteñas y sureñas, mucho más contento y engreído y rozagante, eso sí, que cuatro meses después, cuando al final de una noche de espectáculo en la ciudad de Culiacán y luego de escapársele a sus guardaespaldas para disfrutar del sosiego del anonimato en un club nocturno, fuera interceptado en su Ford de placas engalladas con luces neón, a la altura de la glorieta Cuahutemoc, por un Tsuru blanco y una Suburban negra. De los vehículos descendieron cuatro sujetos reciamente armados. Portaban credenciales que los identificaban como agentes de la Policía Federal Preventiva. A las diez de la mañana del día siguiente el cuerpo de Chalino fue hallado en una cuneta adversa y siniestra de la carretera estatal, enlodado y tieso y atravesado por dos hoyos de bala disparados a corta distancia en la parte alta de la nuca.

Una década más tarde Chalino Sánchez se convirtió en el Tupac Shakur mexicano. Afiches suyos solían encontrarse a lo largo y ancho de la frontera, emplastados en paredes rajadas de taquerías eternas, fijados en cocinas ebrias de cantinas ruinosas, prendidos de las latas chuecas de rancheríos perdidos y engalanando recepciones modestas de hoteles de paso de todos los centros de todas las ciudades de lado mexicano y del lado estadounidense, lo que es decir en ambas vertientes del paisaje, con el desierto como estigma o el desierto como postal soleada surcada por cañones. Hubo emisoras de radio, desde Lo Ángeles hasta Monterrey, que tocaron sus canciones una o dos horas a la semana, La Hora Chalino, y en general, en aquel tiempo, su figura y su muerte significaron un nuevo ímpetu brioso para todo un movimiento de cantantes de corrido acostumbrados a la censura de las casas radiales gigantonas, acorralados por la mueca despectiva del respingar de nariz recta cada vez que mentaban su oficio: urdidor de verdades en verso bravío.

Tantas letras juntas en los trabajos del reino / Puestas ahí sin otra cosa que hacer más que fecundar la testa / Muelen la hoja entre rodillos de insomnio / Avisan, hurgan la blancura baldía / en el papel y en el mirar.

¿Y qué había sido la hoja sino un trasto del jale? / Como el serrucho si armara mesas / Como la fusca si arreglara vidas / ¿Qué? / Nunca este despeñadero de arena con brío y propósitos a saber / Tantas letras ahí.


Los corridos se cantan desde hace casi siglo y medio y sus compositores operan al modo en que cabe imaginar lo hacían los antiguos, muy antiguos aedos griegos, atesorando en la memoria roída y encrespando en las gargantas sinuosas sentidas crónicas de la vida humana de los sujetos de una región, haciendo de ellas exageración, jactancia, pecho macho henchido y tenacidad femenina, pero no menos fuerza de humillación y humildad. Asesinatos locales inmisericordes de aire eterno y razones sucias; elecciones presidenciales opulentas y tramposas; destellos de acción; destellos de desespero; destellos iguales de sufrimiento quedo y amor colérico. Pistoletazo y cuchillo, pluma certera, todo y lo mismo parece caberle, igual que al bolero, igual que a la sombra puntual de una ceiba milenaria. Pero si el bolero es sobre todo una forma de ver el mundo, ‘la manera latina’, que dicen, de encuadrar el amor, el odio, la envidia, la pasión, el desamparo, la soledad, la necesidad de querer, los vicios, los pecados y las virtudes, el corrido es entonces y apenas y en cambio, una forma cantada de padecerlo todo.

Cómo se empujan y abrevan una de otra / y envuelven al ojo en un borlote de razones / Y qué si perfectas, igual rejegas / Ya se incriminan con miedo al desarreglo: meras palabras / Tantas palabras / Bronca de signos que se atan / Un resplandor diverso cada una, cada una diciendo el nombre verdadero a su modo / Hasta las más mentirosas, hasta las más veleidosas.

Pero no / No están ahí nomás para fecundar la testa / Son una luz constante / El rumbo a otros cartones, lejos de ahí / El descenso a oídos ocultos, ahí / No / No están para nomás entretener la oreja / ¿No le digo que luz constante? / Faro que se derrama sobre las piedras a su merced.

Desde la revolución maderista y los tiempos de la prohibición, en los grises, sangrientos y ensombrerados años veinte, sin interrupciones conocidas más allá de los agazapos cíclicos naturales de la lógica guerrista, una de sus mascaras predilectas, por cotizada, ha sido la de los múltiples tráficos ilegales propios de la vida fronteriza, esa vida que con el tiempo y la miseria extendida dejó de ser límite geográfico, vergüenza escondida de unos rincones, para parecer hoy realidad planetaria. Esta ola moderna de su expresión, popularmente conocida como baladas de droga o narcocorridos, ha acudido siempre a la cita disímil de sus seguidores y sus perseguidores, sin retirarse nunca, y lo ha hecho hasta tal punto, aferrándose con tal fuerza esmerada, pelando los dientes apretados con tal gracia de charro colmilludo, que hoy, cuando se extingue este año de 2022, treinta años después del asesinato de Chalino Sánchez, los narcocorridos son el primer renglón de música censurada en los Estados Unidos pero también el primer renglón de música popular en español consumida por el público.

Pirata o legal o más o menos pulcramente promocionada, al género del narcocorrido los moñitos le resbalan. Su premisa parece clara y reviste la fuerza de lo que todo individuo honesto metido en estas lides continúa diciendo al espejo oscuro de la noche, antes de salir a trabajar: ¿por qué vas a endulzarles el oído a esos cabrones? Basta con que a nosotros nos cuadre lo que somos. Que se asusten, que se asombren los decentes, sobájelos. Si no ¿pa qué es artista?