lunes, 4 de agosto de 2008

El lápiz fantástico

Julieta Loaiza

Sobre un escritorio, metido en un frasco cuyo destino inicial fue contener mermelada, permanecía un lápiz haciendo mil piruetas para llamar la atención de alguna persona, necesitaba que lo sacaran del encierro y se preguntaba por qué nadie quería escribir con él.

Había sido creado por un mago en un país de oriente para hacer cosas extraordinarias en manos de quien lo utilizara; confundido entre un fardo de lápices semejantes, pero sin sus virtudes, llegó al país en un embarque de mercancía pirateada que luego de ser adquirida por un comerciante fue repartida entre varias personas que salían a revender en los buses de la ciudad.

La suerte del lápiz no auguraba nada bueno. Se ilusionó pensando que la niña a la que fue entregado el paquete donde iba, lo podría utilizar para hacer sus tareas, pero aquella chiquilla era una de tantas a las que les toca trabajar para ayudar en la casa y ella no estudiaba.

Sin saber que en sus manos llevaba un tesoro, la niña se subió a un bus, gritó su acostumbrada perorata exaltando el tamaño de los lápices y dijo para terminar: “Y recuerden: cada lápiz tiene un costo y valor de tan sólo mil pesitos”.

En uno de los asientos, un niño de ocho años jaloneaba con insistencia el brazo del padre para que le comprara uno de aquellos lápices, ya iba a iniciar la pataleta que hacía cada vez que quería conseguir algo, cuando la niña se paró frente a ellos mostrándoles el paquete.

—Cómprele uno patrón —suplicó la pequeña.

—Bueno —contestó el señor complaciente—. Escoge el que quieras —y enseguida amenazó—. ¡Pero cuidadito lo dejas tirado!

El niño buscó con la mirada, en la mitad del paquete asomaba la cabeza de un lápiz que anhelaba ser el escogido, lo reparó, lo cogió con la yema de los dedos para sacarlo otro poco y lo señaló para que la vendedora terminara de hacer el trabajo. Con los ojos chispeantes cogió el lápiz, empezó a darse golpecitos en la palma de la mano mientras una sonrisa dibujada en sus labios anunciaba lo que iba maquinando para mortificar a sus hermanos, castigados, por no hacer las tareas a tiempo. Se fue jugueteando durante el camino a casa con el lápiz que se dejaba doblar a su antojo, emocionado porque tal vez iba a empezar a hacer cosas maravillosas en manos de ese niño, pero ¡oh, sorpresa! la felicidad le duró poco, su nuevo dueño no era el estudiante que todos creían, siempre se las arreglaba para que algún compañero le hiciera las tareas y tenía a sus padres convencidos de ser un niño ejemplar; acostumbrado a conseguir lo que quería, lo abandonó tan pronto llegó a casa, eso si, después de haberse vanagloriado frente a sus hermanos por el logro. Ese día todos lo repararon, se pelearon por el novedoso artículo y cuando se cansaron fueron y lo metieron en el frasco destinado para los lápices sin haber trazado una línea con él, sólo les hizo gracia su tamaño y su flexibilidad. Así llevaba meses. A pesar de sobresalir veintidós centímetros del borde del frasco, todos lo ignoraban, no valía moverse de un lado a otro, ni buscar puesto en el centro del frasco abriéndose paso entre los demás lápices y colores que lo apretujaban, ni aprovechar el espacio que quedaba cuando algún niño sacaba los colores para bambolearse como una danzarina árabe buscando que alguno le prestara atención, porque en vez de eso, lo que conseguía era que lo doblaran y lo embutieran dentro del frasco para que se quedara quieto.

Los colores, envanecidos porque los sacaban con frecuencia, le hacían mofa cuando regresaban al frasco y lo atormentaban contándole lo agradable que había sido pasear por el bosque, o nadar por las frescas aguas del mar, o sentir el olor de los jardines; le contaban tantas cosas que el lápiz, invadido por la tristeza se dejaba desmadejar y terminaba llorando al creer que nunca iba a poder mostrar sus facultades, pues para hacerlo, alguien tenía que cogerlo y empezar a escribir para que el aliento de vida que le fue dado se activara.

—Si me sacaran de este frasco —se lamentaba una vez el lápiz—, si alguien me usara, trazaría paisajes y bodegones jamás hechos por nadie en el mundo; delinearía figuras humanas con la mayor delicadeza; escribiría poemas, cuentos, relatos tan perfectos y de tanta belleza que los más grandes literatos y pintores de la historia envidiarían la finura de mis trazos. ¡Y aquí me desdeñan! No me usan por que creen que no sirvo para nada, prefieren los lápices de tamaño normal y los colores, siempre me hacen a un lado de un manotazo porque estorbo; ¿de qué me sirve ser un lápiz fantástico si aquí no se dan cuenta de ello?, si sólo me trajeron para complacer el capricho de un niño insolente. ¡Oh, qué futuro me espera encerrado en este frasco!

En esa ocasión los colores se conmovieron escuchando las quejas del lápiz, avergonzados por hacerlo llorar de esa manera, decidieron callar para no verlo sufrir, sin embargo, la pena les duró poco, tan pronto los volvieron a sacar y hubieron regresado al frasco las burlas aumentaron pues cada vez pasaba más y más tiempo sin que sacaran al lápiz, mientras ellos se achicaban de tanto pintar para los niños.

—Cuando nos acabemos —le decían una tarde que llegaron convertidos en enanos—, nos van a reemplazar por otros nuevos, mientras tú te quedas ahí, esperando que alguien te saque del encierro.

Así pasaban los días de aquel lápiz sin que nadie, ni siquiera por equivocación lo cogiera para hacer el más diminuto punto.

Pero la mala fortuna no dura para siempre. Y una mañana —dichosa mañana para el lápiz—, la señora de la casa entró al estudio con Miguelito, su hijo menor, para hacer un informe que debía enviar a la oficina ya que el niño requería sus cuidados y ese día no podría ir al trabajo.

Como el propósito era trabajar un buen rato, la señora cogió varias hojas de papel de la resma que tenían para la impresora, sentó al niño frente a la mesa auxiliar, le alcanzó el frasco de lápices y colores y le pidió que se pusiera a pintar mientras ella llenaba los datos del informe.

Miguelito no quería hacer nada esa mañana. Con absoluta apatía corrió el frasco donde estaban los colores, hizo almohada con los brazos dejando descansar su cabeza sobre ellos en un ademán de no querer saber nada de nada y fijó la mirada en un punto cualquiera, de pronto, algo llamó la atención del pequeño, el lápiz con el que nadie quería escribir se movía de un lado a otro haciendo gala de su plasticidad, con deseos de salirse, quedándose quieto sólo cuando apuntaba directo a los ojos del niño como diciéndole:

“¡Mírame por favor! Sácame de este encierro y tú y yo haremos cosas hermosas en esas hojas que tienes sobre la mesa. ¡Sácame, sácame!”

Miguelito sin incorporarse siquiera, agarró el lápiz y lo puso sobre la hoja con tal desaliento que ni miraba lo que hacía. Se podría decir que aquella manita permanecía quieta, que era el lápiz, el que la hacía deslizar de un lado a otro realizando trazos que se fueron convirtiendo en el paisaje más hermoso de luces y sombras.

Aquel fue el día del gran hallazgo.

Sucedió entonces que la mamá de Miguelito habiendo terminado el trabajo, se acercó al pequeño para mirar lo que hacía y al descubrir el paisaje tan perfecto que había en la hoja preguntó llena de asombro:

—¿Tú hiciste esto Miguelito? ¡Por Dios!, pero si eres un artista.
—Yo no hice nada —contestó el niño extrañado—, sólo he trazado garabatos.
—¡Pero cómo dices que garabatos si esto es hermoso!
—¡Yo no lo hice! —dijo el niño mirando el dibujo con temor—, yo estaba rayando nada más.
—¿Y entonces quién lo hizo si aquí sólo estamos tú y yo?
—Fue el lápiz. Él se movía solo.

La señora queriendo comprobar lo que el niño decía, tomó el lápiz para escribir algo, pero éste, siempre flexible, adoptó una rigidez inimaginable e impidió el libre desplazamiento de su mano. Mas, para mayor asombro, acto seguido se volvió a desdoblar y comenzó a escribir con tal soltura que la señora sólo atinó a esperar que su mano se quedara quieta.

Cuando el lápiz dejó de moverse había escrito en finas letras cursivas:

“Soy un lápiz fantástico, pero como ustedes me han ignorado por tanto tiempo, premiaré a Miguelito que me sacó del encierro. Sólo él tendrá el privilegio de usarme por siempre y hacer conmigo cosas maravillosas”.

Al leer esto, la mamá del pequeño intentó escribir de nuevo, pero su mano, como los pies cuando se entierran en un lodazal, necesitó ayuda para poderla levantar, le pidió al niño que escribiera lo que quisiera y cuando Miguelito puso su mano sobre la hoja, el lápiz fantástico empezó a delinear figuras humanas, castillos, paisajes, y todo cuánto cruzara por la mente de la criatura.

La envidia se apodero del hermano de Miguelito cuando se enteró de los atributos del lápiz, caprichoso como siempre, quiso ser él, por ser el dueño, el único que lo utilizara, mas nunca pudo hacerlo porque cuando lo cogía, su brazo giraba sin control sobre su cabeza como tomando impulso para lanzar una piedra con la honda; lleno de rabia, varias veces intentó destrozarlo sin poder alcanzar sus malvadas intenciones.

Nunca pudo nadie escribir con el lápiz, aunque no fueron pocas las veces que lo intentaron. El lápiz fantástico cumplió la promesa de castigarlos a todos inmovilizándole la mano a aquel que osara cogerlo. Sólo Miguelito que lo sacó del anonimato, pudo beneficiarse de aquel prodigio, convirtiéndose en un famoso pintor con la técnica del lápiz y en un gran literato.

Lo que no supo el mundo del famoso hombre en que se convirtió Miguelito, fue que no pudo volver a utilizar otra cosa para escribir porque sus manos no sabían hacerlo.