miércoles, 13 de agosto de 2008

Perros


Para Toño y Juan Fernando


La esquina está oscura, como si se hubieran fundido los bombillos de los postes en toda la cuadra, pero me tranquiliza ver que el semáforo funciona. Iluminado por el rojo protector de su luz cruzo la calle. ¿Las doce? Deberían pasar algunos carros... Parece que soy la única persona en la calle. Efecto lunes. Al rato viene una mini avalancha de carros, tres particulares a mil y dos taxis ocupados que andan todavía más rápido. Luego nada. Luego otra avalancha. Luego nada. Algún semáforo enloquecido debe estar causando estas pulsaciones. Ni un vigilante, ni un indigente, ni un borracho. ¿Un atracador? Ni eso... Se me pasan un par de taxis, van tan rápido que no alcanzo a estirar la mano.

Algo comienza a moverse al otro lado de la calle. Trato de enfocar mi mirada en la oscuridad. Son unos perros. Diez o doce. Cuando veo que quieren cruzar la calle me siento menos solo. No esperan el cambio de semáforo y están al lado mío en un momento. A medida que van llegando me rodean, quietos como estatuas, mirando hacia los que faltan por cruzar. No ladran ni gruñen, sólo esperan. Cuando sólo falta uno, oigo el chirrido de las llantas frenando en el pavimento y el golpe del carro contra el animal. Los perros y yo levantamos la cabeza, confundidos, y sólo atinamos a ver un carro alejándose. Hacemos un silencio total, no ladramos, ni gritamos, ni siquiera respiramos. Apenas nos quedamos quietos, esperando.

En la oscuridad apenas puede verse la silueta amarillenta del perro atropellado, tirado en la mitad de la calle. Quiero correr, recogerlo, ver si está vivo, pero la inmovilidad de los que me rodean es contagiosa. Lo único que hacemos es estirar nuestra nariz, aguzar el oído, esperar. Viene otro carro. Otra vez el ruido de las llantas y el timonazo para esquivar el bulto que está en el piso. Es un milagro que no le pase por encima. Tan pronto el carro se aleja, los sobrevivientes se van. Camino por el andén tratando de acercarme un poco y el animal comienza a chillar. Es un sonido largo, sostenido, que me eriza todos los pelos de la cabeza. El resto de la manada se detiene y espera un momento. Los chillidos no paran. Al rato los demás se van en grupo hasta la esquina y siguen calle abajo.

Bajo a la calzada, pero viene otro carro que me pasa muy cerca. Apenas alcanzo a subirme al andén. El perro deja de chillar y se incorpora despacio. No puedo creerlo. Camina cojeando hasta donde estoy. Sube al andén y nos miramos. Estiro mi mano hacia él. Cuando le toco la cabeza chilla y se aleja un poco. Le señalo la calle por la que se han ido los demás y camino en la dirección contraria. Después de unos pasos me doy cuenta de que viene detrás de mí. Sonrío: quizá lleguemos juntos hasta mi casa.

Publicado en el primer número de la revista El Perro, México, febrero de 2007.