3.
Mentiría si dijera que descubrí esta particularidad anatómica a lo largo de mi larga experiencia amatoria. Quisiera pensarlo así, como en una película. Quisiera que algún día me hubiese sido dado desnudar a una mujer a pleno sol y haberlos encontrado. Quisiera haberlos descubierto, haber sido un anatomista comparable con los que estudiaron la estructura del cerebro o del sistema linfático. Quisiera que mi nombre estuviera asociado para siempre a este accidente de la espalda baja. Pero no, mi primer atisbo de lo que sería luego una obsesión llegó a través de los libros.
Cerca de uno de mis tíos vivía una mujer de unos treinta y cinco años. Con alguna regularidad se la veía en las reuniones familiares, era amiga de la esposa de mi tío y juntas trataban de asumir cierta seudoliberalidad dentro del breve margen de acción que permitía la clase media. Así, mi tía política tenía a su amiga Marta: soltera, independiente y libre, mientras que Marta tenía una confidente, una compañía con quien charlar por las tardes y una cómplice para cuando estaba en plan de levantarse a alguien.
Pasaban mucho tiempo juntas. Conocí su casa porque alguna vez que se fue a pasar un par de días en Cartagena con su novio de turno, nuestra tía nos pidió, a mi primo Jorge y a mí, que durmiéramos allá un par de noches para que no estuviera desocupada. Supuestamente seríamos una garantía de seguridad contra los ladrones, como si un par de culicagados de doce años pudieran haber detenido a Los norteños o a los R-15.
Estábamos en vacaciones de mitad de año, me llevaba muy bien con mi primo y a esa edad siempre estaba buscando alguna manera de dormir fuera de la casa. Así que armados de una Coca Cola litro (no existían las de 1.5, 2 o 2.5 litros y la palabra “megafamiliar” en esos días habría sonado a plan en Melgar) muchas papas fritas, salchichas en lata y un par de sánduches, nos instalamos en su casa. Curioseamos de tal forma que si Marta nos hubiera visto se habría indignado. Revisamos la casa centímetro a centímetro, sin saber muy bien qué buscábamos. Creo que ni siquiera tratábamos de encontrar nada, simplemente aprovechábamos la posibilidad de husmear en el mundo secreto de una mujer atractiva, soltera y mayor que nosotros. Nos imaginábamos quién sabe que vida loca, pero la primera exploración fue decepcionante: muchas Cosmopolitan, un ropero gigante y una alacena con muchas latas fueron nuestro inventario. Nos comimos una lata de carne de diablo, leímos en voz alta los artículos sobre sexo de las Cosmo y atacamos el último desafío: la exploración del ropero. Los dos sabíamos qué era lo que queríamos ver y sin mayores preámbulos atacamos el cajón en el que Marta guardaba su ropa interior. Los brassieres no fueron muy estimulantes, a pesar de la fijación adolescencial por las tetas. Las copas vacías no eran tan sugestivas, en vez de estímulo para imaginar lo que habitualmente las llenaba, nos lanzaban a la cara su carencia, su ausencia. Con el tiempo vine a entender que es una prenda demasiado funcional, falsamente erotizada por sus fabricantes y por las agencias de publicidad. Bueno, un corsé al estilo del siglo XVIII ya es otra cosa, pero nuestra Marta no llegaba tan lejos en sus gustos. Y precisamente por eso tampoco había ligueros, fajas de cuero ni cosas por ese estilo. De manera que pasamos rápidamente a los calzones y la cosa marchó mejor, muchísimo mejor. Gracias a uno de ellos viví una de las experiencias eróticas más fuertes que tuve en aquellos tiempos exclusivamente autosexuales. Pero eso fue la noche siguiente, en medio de un acto de travestismo íntimo y encerrado en el baño mientras mi primo dormía. Esa noche nos limitamos al repaso concienzudo de la colección personal de la vecina. Nada del otro mundo, supongo que se había llevado los mejores a su viaje. Mucho algodón, pocos colores, todo se mantenía entre el blanco, el negro y un azul tan tierno que ahora, al recordarlo, no puedo evitar uno que otro suspiro nostálgico. A medida que los íbamos sacando, tocando, oliendo y poniendo a contraluz, me entraron ganas de amontonarlos en la cama, desnudarme y revolcarme entre ellos hasta que la vida se me fuera. Pero estaba con mi primo, así que me tocó controlarme, limitarme a las risitas, a jugar con los elásticos, a la mutua confesión de que Marta estaba muy buena y cosas de ese estilo. Adolescencia del demonio, por fortuna abandonada para siempre.
Jorge se cansó del jueguito y dijo que me tenía una sorpresa. Me llevó hasta la cocina, donde habíamos dejado nuestras provisiones, y con una gran sonrisa sacó del fondo de su morral un six pack de Clausen (la única cerveza nacional en lata por esos días) y un paquete de Derby. Metimos cuatro cervezas al congelador, comenzamos a tomar las primeras aún tibias y cada uno prendió su respectivo cigarrillo. En el bar encontramos una botella de aguardiente Néctar e hicimos los submarinos de rigor. Nos emborrachamos con esa velocidad y esa euforia de las primeras veces, oímos música a todo volumen y yo tuve el valor de confesarle que estaba totalmente enamorado de Sandra, una niña preciosa que usaba un parche para corregir su estrabismo, a la que él y otros tres chiquicafres atormentaban en la ruta del colegio. Él no entendió por qué me gustaba tanto. ¿Se puede entender algo así, la sensación que nos produce una belleza que está más allá de la que todos pueden ver, precisamente eso indefinible que sólo uno y nadie más es capaz de reconocer? A pesar de eso me prometió guardar mi secreto y no molestarla más. Juntos imaginamos mil maneras de decirle lo que yo sentía. Valor de borracho, porque nunca lo hice. Muchos años después, cuando estábamos terminando el bachillerato, cada uno en un colegio distinto, me crucé con ella en la calle. Ni nos saludamos. Y sin embargo todavía me gustaba. Pero eso es otra historia. Esa noche terminamos jinchos, durmiendo vestidos en la cama doble de Marta.
Una de las pocas cosas que extraño de esa edad es la impunidad alcohólica, la casi imposibilidad de tener un guayabo. Podíamos emborrachamos como locos y levantarnos perfectos al día siguiente. Una vez se tiene el primer guayabo, la cosa se echó a perder para siempre. Me levanté con un poco de sed y después de tomar agua, mientras mi primo dormía profundamente, me dediqué a desparecer las evidencias de la noche anterior. Mi tío nos iba a recoger a las nueve de la mañana y como eran apenas las siete no desperté a Jorge, sino que me puse a curiosear en la biblioteca. No era gran cosa, unos treinta libros, la mayoría del círculo de lectores. Novelas de suspenso, libros de dietas, En forma con Jane Fonda y cosas de esas. Pero en una esquina, camuflada detrás de un disco de Julio Iglesias, había una mini colección de libros sobre sexo. Mi emoción fue absoluta, me lancé sobre el Diccionario visual del sexo y pasé ansiosamente página tras página. Ahí aprendí algunas palabras básicas para actos ya imaginados pero cuyo nombre técnico ignoraba. Cunnilingus. Fellatio. Palabras que alborotan en cualquiera el deseo de estudiar latín. Pedicabo ego vos et irrumabo. Ví fotos de Sex-shops, aunque los del libro eran más interesantes que los que años después visité en Chapinero. Andaba en esas cuando mi primo se levantó y compartí con él mi descubrimiento. Todavía lo recuerdo aterrado, señalándome el dibujo de una mujer que recibía sexo oral y diciendo “mire la cara que le pintaron, eso es exagerado” y yo “¡cómo que exagerado, una nena se puede enloquecer así si uno se la sabe chupar!” Hablaban los dos expertos, claro. Y si lo mío son los calzones, lo de mi primo eran las mamadas, no porque me haya pedido una, ni tampoco porque se hubiera ofrecido a hacérmela, sino porque aún lo recuerdo hipnotizado con una foto: una escena de un rodaje porno en la que a un hombre megavergón (iba a decir un pene grande, un príapo contemporáneo o cualquier babosada de esas, pero el tamaño y fortaleza del portento exigen cierta crudeza para expresar su poder) se la está chupando una mona con rizos amplios, de rodillas sobre la cama, mientras que un camarógrafo con jean y camiseta hace un ultraprimerísimoprimer plano de la acción bucal. Nuestra gran discusión se dio alrededor de la siguiente pregunta “¿Cómo hace el camarógrafo para que no se le pare?” Y nuestras ideas oscilaban desde “la tiene parada y no se nota” hasta “el man ya debe estar acostumbrado”. De nuevo, lo dos peritos debatiendo.
En la biblioteca secreta también estaba el libro del doctor Andreu, un sexólogo rumano con vocación de poeta. Podría esforzarme horas y no lograría alcanzar una metáfora medianamente cercana a las suyas, cosas del estilo “el valle almizclado del peregrino” para referirse a la entrepierna femenina, o “el extinguidor del incendio húmedo” para referirse a un buen pene dispuesto para la acción. Aunque en ese momento sus palabras eran el punto medio entre lo arrechante y lo risible, ahora creo que leer al doctor Andreu permite comprender por un momento esa ancestral relación entre los vampiros y la belleza. Como sexólogo creo que no era la gran cosa, pero ¿hay alguno que lo sea? Decidí llevarme uno de los libros para seguir leyéndolo en la casa, acababa de terminar ¿Por quién doblan las campanas? y no había decidido con qué seguir. Así que eché mano del más discreto, un volumen marrón de formato pequeño y con un desnudo artístico en la portada, Hacer el amor de Eric Berne: menos atractivo que los otros, salvo por la carátula, pero más camuflable. Que me iba a imaginar que ahí estaba esperándome el romboide de mi vida.
Después de almorzar me encerré en mi cuarto a leer el libro, al cerrar la puerta ya la tenía parada de la emoción, ah adolescencia, por desgracia ida para siempre, y comencé con la lectura más decepcionante de mi vida. Más que El general en su laberinto o The Buenos Aires affaire. El libro no era más que una larga perorata sobre las personalísimas opiniones del autor acerca de lo bueno que es tirar, cuando es bueno hacerlo y cuál es la etiqueta del sexo, como si una cosa así fuera aceptable. Que exista vaya y pase, pero que se reconozca por escrito su existencia, eso es otra cosa. Iba a dejar tirado el libro pero me salté cincuenta páginas y caí en otra parte, en la que el autor decía que el súmmum de la perfección del cuerpo femenino era el romboide de Michaelis, delimitado por la parte superior del coxis y los dos hoyuelos que hay en la baja espalda. Supuse que el límite superior de la figura se hallaba trazando una línea imaginaria desde cada hoyuelo, formando un ángulo idéntico al que define el vértice inferior. Por esos días mi clase favorita era la de geometría.
A lo largo de mi vida he visto con una mezcla de admiración y envidia a muchos personajes célebres: Paul Gauguin, Henri Matisse, Jackson Pollock, Cassimir Malevitch, Erik Satie, Gustavo Cerati, Trent Reznor, Manuel Puig, Francis Scott Fitzgerald, Stéphane Mallarmé, William Butler Yeats, Aristarco de Samos, Johannes Kepler, James Maxwell... Pero a ninguno tanto como al maldito Michaelis ese, del que sólo pude averiguar su nombre completo y su ocupación: Gustav Adolf Michaelis, óbstetra alemán. En el colegio habíamos hablado de los órganos sexuales, del coito, del ciclo menstrual, de las hormonas, pero jamás mi profesora de biología había incluido esa parte del cuerpo en sus clases de educación sexual. Mínimo ella tenía el par de hoyuelos sacros y no se había dado cuenta. A partir de ese momento comencé a buscarlo obsesivamente. Bueno, más que al mismísimo romboide, a los dos hoyuelos que en ocasiones lo adornan a lado y lado. En fotos, claro está. Pero nunca pude encontrarlos a pesar del voraz consumo de pornografía que caracterizó mi adolescencia.
Esa noche volvimos a donde Marta. Devolví el libro sin que Jorge se diera cuenta, y repetimos la borrachera. Como era de esperarse, en mi mente juvenil se creó una relación indisoluble entre Marta, el romboide y los dos huequitos. Me robé unos calzones azul oscuro de corte clásico y pasé tardes enteras acariciando con devoción el elástico, imaginando que había ceñido el romboide y tratando de calcular si los hoyuelos quedaban o no cubiertos por el borde del calzón. Cuando volvió de su viaje nos regaló a Jorge y a mí unos chocolates gringos, agradeciéndonos nuestra labor de vigilantes. Casi no me sale la voz de la garganta cuando tuve que darle las gracias.
Me obsesioné con ella y su calzón. Olfateé muchas veces el refuerzo de algodón, tratando de capturar cualquier vestigio de su olor íntimo. Rompí el elástico a fuerza de ponérmelos. El algodón comenzó a soltar motas de tanto sobarlo. Y si eso pasaba con la prenda, ni qué decir de la infinidad de cosas que Marta y yo hicimos en mi imaginación. Por desgracia la historia acabó mal. La esposa de mi tío invitó a Marta a una fiesta en su casa. Desde el comienzo fue la comidilla de mis tías. Que cómo se viene vestida así, con esa faldita, a una reunión familiar. Que veánla tomando trago como si fuera un hombre. Que mírenla cómo se ríe, cómo coquetea con todos. Justo las cosas que nos tenían a Jorge, a Roberto y a mí viéndola hipnotizados desde una esquina. Por culpa de ella no prestábamos atención a nadie más, sólo de vez en cuando Jorge y yo bailábamos con nuestras primas, que tampoco la querían mucho pero que al menos refrenaban sus comentarios. Roberto era el más libre de los tres: era el hermano menor de la esposa de mi tío y había tratado más a Marta, a fin de cuentas era amiga de su hermana. A sus diecisiete años lo tenía sin cuidado cualquier comentario. Esa noche bebió todo lo que se le atravesó y envalentonado la sacó a bailar cuando ya la fiesta estaba animada. No se soltaron más. Ella le dedicó toda su atención, todas sus risas, toda su coquetería. El ambiente se puso tenso: a mis tíos no les importó mucho y siguieron tomando whisky hasta emborracharse, pero a mis tías esto ya les pareció el colmo de la desfachatez. A mí se me rompió el corazón. En un acto desesperado la saqué a bailar en un momento en que Roberto se había ido al baño. Ella aceptó pero tan pronto él volvió, se soltó, me acarició la mejilla como si fuera un niño y siguieron bailando juntos. El resto de la fiesta me lo pasé en la cocina, intoxicándome a punta de vodka con jugo de naranja. Después de comer, Roberto fue a buscarme radiante de la emoción: Marta le había pedido que la acompañara a la casa.
En la familia no volvió a tocarse el tema y la esposa de mi tío dejó de hablar con ella. En un gesto de despecho total, del que luego me arrepentí muchas veces, boté el calzón azul, sin ser consciente de que era lo único que nos unía.